—Las ocho campanadas, señor —decía Polwheal.
Hornblower se sentó de un salto en la litera. Sentía como si no hubiese dormido más que cinco minutos, cuando en realidad había pasado una hora larga. Yacía en su coy en camisa de dormir; sudando a mares y muerto de calor había echado a un lado sábana y cobertor. Le dolía la cabeza y tenía la boca pastosa. Se había acostado a medianoche, pero, por culpa del cerdo asado, estuvo dando vueltas en aquel horno durante dos o tres horas antes de poder dormir, y tenía que levantarse a las cuatro, puesto que debía preparar el informe para el capitán Bolton o el almirante si había llegado, al presentarse aquella mañana en el lugar convenido. El breve sueño no le había descansado, y se le escapó un gemido al poner los pies en el suelo y sentir que le dolían todas las coyunturas, entumecidas. Tenía los ojos pegados; le escocían mucho abrirlos y aún le dolían más si se los frotaba.
Si no hubiese sido por la necesidad de parecer un ser superior a los ojos de su propio asistente, se hubiese quejado de nuevo; pero este pensamiento je hizo erguirse inmediatamente con la mayor desenvoltura y como si se encontrase muy bien. Sin embargo después de tomar la ducha sobre cubierta y afeitarse, aquel sentimiento casi se convirtió en realidad, y a la luz incierta del amanecer se sentó en su escritorio, preparó una pluma nueva, humedeció, pensativo, la punta antes de meterla en el tintero y empezó a escribir: «Tengo el honor de informarle de que, de acuerdo con las órdenes recibidas del capitán Bolton el día 20 del presente mes, he procedido a…».
Polwheal entraba con la bandeja del desayuno y Hornblower se volvió hacia el café esperando hallar en él un estímulo para su vacilante energía. Para refrescarse la memoria, ojeaba las páginas del cuaderno de bitácora. Tantos habían sido los acontecimientos de aquellos últimos días que los detalles de la captura de la Amélie le parecían ya vagos y lejanos. Había que redactar el informe con sencillez, evitando tanto los audaces períodos a lo Gibbon como las expresiones altisonantes; sin embargo, a Hornblower le molestaba la acostumbrada rutina de los capitanes marinos. Al enumerar el botín conquistado en Llançà, tuvo cuidado de escribir «como ya está apuntado al margen», en lugar del acostumbrado «véase al margen», estereotipado en la Marina después del uso que de él había hecho casi cien años atrás un capitán semianalfabeto y que se había hecho clásico. El verbo «proceder» le resultaba odioso, pero no tenía más remedio que servirse de él. En los informes oficiales, los buques de la Marina británica no zarpaban, ni se botaban al mar, ni viajaban, sino que «procedían», invariablemente, de la misma manera que sus capitanes no informaban, ni aconsejaban, ni recomendaban, sino que siempre, respetuosamente, «sometían al alto juicio», etc. Así que Hornblower sometía respetuosamente que, hasta que la batería de costa de Llançà no fuese reparada de nuevo, la carretera de la costa que unía a Francia con España era muy vulnerable en el tramo comprendido entre Port-Vendres y el golfo de Rosas.
Mientras estaba describiendo la correría al Étang de Thay, en las cercanías de Sète, le interrumpió un golpecito dado en la puerta. Contestando a su «adelante», entró Longley.
—Señor, me manda el señor Gerard. La escuadra se halla a la vista por la amura de estribor.
—¿También está el buque insignia?
—Sí, señor.
—¡Muy bien! Dé las gracias de mi parte al teniente Gerard y dígale que cambie el rumbo para acercarnos a ella.
—Sí, señor.
Ahora su informe debía ser dirigido al propio almirante, y apenas le quedaba media hora de tiempo para terminarlo. Hundiendo la pluma en la tinta Hornblower se puso a escribir de nuevo febrilmente describiendo el afortunado bombardeo de las dos divisiones francesas en la carretera de Malgrat a Arenys de Mar. Una especie de emoción le oprimió un segundo cuando se puso a calcular las bajas ocasionadas al enemigo: debían de sumar quinientos o tal vez seiscientos hombres; sin contar a los desperdigados. Tenía que expresarse con precisión; de otro modo le podrían acusar de grosera exageración, grave delito a los ojos de la autoridad. Algunos centenares de hombres el día anterior fueron muertos o heridos, y hoy estarían vivos y dispuestos a la acción si el capitán Hornblower no hubiese sido un hombre activo y capaz de iniciativa. Y al pensar en su hazaña, se la representaba con una doble cara. Por un lado, cadáveres, viudas y huérfanos, miseria y sufrimiento; por otro lado, figuras con blancos calzones, paradas en la pendiente de una colina; soldaditos de plomo, tirados al suelo por una mano descuidada, datos aritméticos registrados sobre el papel. Maldijo su espíritu analítico, del mismo modo que maldecía el calor y la urgente necesidad de terminar el informe. También era consciente de su propensión a la melancolía, que le sumía en la depresión después de un éxito.
Terminó con una apresurada rúbrica y llamó a Polwheal para que le trajese una vela para fundir el lacre, entretanto echaba los polvos secantes sobre la tinta aún fresca. El papel se le pegaba a las manos húmedas de sudor. Al escribir la dirección: «Al Contralmirante sir P. G. Leighton, K B.», la tinta se extendió por la superficie humedecida como sobre un papel secante. Bien o mal, el caso es que ya estaba terminado y subió a cubierta en donde el sol ya quemaba La luz, que el día anterior era deslumbradora, ahora lo era más aún, y el barómetro del camarote de Hornblower señalaba un continuo descenso, que duraba desde hacía tres días. Se acercaba una tormenta, sin duda, y se desencadenaría con mayor violencia porque ya hacía mucho tiempo que venía anunciándose.
Hornblower se volvió a Gerard para advertirle de que no perdiera de vista el cariz del tiempo y estuviera preparado para arrizar velas al primer barrunto de cambio.
—Sí, señor —replicó Gerard.
Allá lejos navegaban las otras dos naves de la escuadra: la Pluto con sus tres filas de cañones y en el palo de mesana la insignia escarlata que significaba la presencia de un contralmirante de la Flota Roja, y más lejos, la Calígula.
—Adviertan a Marsh para que salude a la insignia del almirante —dijo Hornblower.
Mientras devolvía el saludo, la Pluto enarboló una hilera de banderines. «Órdenes a la Sutherland. Colóquese a popa», leyó Vincent.
—Recibido.
A esa señal siguió otra.
—«Órdenes a la Sutherland. Para el capitán. Venga a bordo a informar».
—Recibido. Señor Gerard, haga botar mi chalupa ¿Dónde está el coronel Villena?
—Aún no lo hemos visto hoy, capitán.
—Señor Savage y señor Longley, vayan corriendo y sáquenlo de la litera. Y que esté preparado apenas mi chalupa esté en el mar.
—Sí, señor.
En dos minutos y medio, la chalupa estuvo dispuesta y Hornblower sentado en la popa. En el último segundo, Villena apareció en el costado. No se podía afirmar que estuviese de buen humor; había sido arrancado de la litera por dos rudos guardiamarinas que no hablaban ni una palabra de su idioma y le habían procurado una torpe y apresurada ayuda para vestirse. El coronel llevaba el chacó de través y la chaqueta mal abrochada, y se había introducido bajo el brazo la chaquetilla y el sable. Fue introducido de un empujón dentro de la chalupa entre los remeros impacientes, que no querían poner en entredicho el honor del buque perdiendo más tiempo después de recibir la señal del almirante.
Villena se bamboleaba miserablemente en la barca, al costado de Hornblower. Estaba salpicado de arriba abajo por el agua del mar y no se había afeitado. Sus ojos aparecían tan llenos de sueño como los de Hornblower cuando se despertó. Aún medio dormido, murmuraba y protestaba, intentando completar su atavío mientras la dotación remaba apresuradamente. Sólo cuando estuvieron al costado del navío almirante, el español abrió al fin los ojos y recuperó el habla pero para el poco tiempo que debía estar allí Hornblower no consideró necesario emplear la cortesía. Esperaba que el almirante ofreciera hospitalidad a Villena a bordo de la Pluto, aunque no fuese más que por el deseo de sacarle algún informe sobre el estado del país.
El capitán Elliot estaba sobre cubierta para recibir al capitán de la Sutherland.
—Encantado de volverle a ver, Hornblower —le dijo; y cuando éste hubo presentado al coronel Villena, murmuró algunas incoherentes palabras de bienvenida, mirando estupefacto el despampanante uniforme y el mentón sin afeitar de éste. Pareció aliviado cuando una vez terminada la ceremonia pudo volverse de nuevo a Hornblower.
—El almirante está en su camarote. Señores, por aquí.
El teniente de bandera que se hallaba en el camarote con el almirante era el teniente Sylvester, del que Hornblower ya había oído hablar como de un joven oficial que prometía mucho, aunque, como era de esperar, era el retoño de una familia noble. Leighton se mostraba grave y lento de palabra aquella mañana; los efectos del calor eran visibles en las gotas de sudor que resbalaban por ambos lados de su maciza barbilla. Entre él y Sylvester hicieron una valiente tentativa para recibir convenientemente a Villena. Ambos hablaban regularmente el francés y mal el italiano, y, uniendo los conocimientos de estos dos idiomas con lo poco que recordaban del latín aprendido en la escuela, consiguieron tal vez hacerse entender. Con evidente alivio, Leighton se volvió hacia Hornblower.
—Deseo oír su informe, Hornblower.
—Aquí lo traigo por escrito, señor.
—Gracias; pero entretanto hablemos un poco de lo que ha hecho. El capitán Bolton me ha dicho que está al corriente de que habéis logrado conseguir un botín. ¿Dónde fue usted?
Hornblower empezó su relato. Por suerte, el desarrollo de los acontecimientos había sido tan veloz que pudo omitir las circunstancias en que se había separado del convoy de las Indias Orientales. Habló de la captura de la Amélie y de la flotilla de embarcaciones de Llançà. La gruesa cara del almirante se animó un poco más al oír que, gracias a la actividad de Hornblower, tendría un millar de libras más en su bolsillo, y con un afable ademán afirmativo aprobó cuando éste le contó la necesidad en que se había visto de prender fuego al pequeño buque de cabotaje cerca de Sète. Prudentemente, Hornblower habló de que sería útil que la escuadra vigilara el trecho entre Port-Vendres y Rosas, en donde, gracias a la destrucción de la batería de costa de Llançà, ningún buque francés hallaría protección o refugio. La sombra de una arruga se dibujó en el ceño del almirante ante aquella sugerencia, y Hornblower, no teniendo nada más que añadir, dejó languidecer la conversación. Estaba claro que al almirante Leighton no le gustaba recibir Consejos de sus inferiores.
Entonces, Hornblower se dispuso apresuradamente a contar la aventura del siguiente día, cuando se dirigía hacia el sudoeste.
—Un momento, capitán —le interrumpió Leighton—. ¿Quiere decir que la noche pasada se dirigió hacia el sur?
—Sí, señor.
—En la oscuridad debió de pasar muy cerca del punto donde nos hallamos.
—Sí, señor.
—¿Y no intentó hacer nada para ver si había llegado el buque insignia?
—Di órdenes al vigía para que pusiese toda su atención por si veía el navío, señor.
La arruga del entrecejo de Leighton se hizo más profunda. Los almirantes se veían continuamente burlados por la tendencia de sus capitanes, cuando estaban en servicio de bloqueo, de escapar y obrar independientemente, a veces sólo para aumentar su parte de botín, y Leighton estaba resuelto a no tolerar semejante cosa, pues sospechaba que Hornblower se las había arreglado para cruzar de noche por el lugar donde los estaban esperando.
—Me siento profundamente disgustado, capitán Hornblower, por la forma en que ha procedido. Ya he reñido al capitán Bolton por haberle dejado marchar, y ahora descubro que hace dos noches cruzó usted a diez millas de aquí. Realmente, no sé cómo expresar mi descontento. Yo llegué al lugar convenido aquella misma mañana y, como resultado de su ocurrencia, dos navíos de su majestad han permanecido aquí parados casi durante veinticuatro horas, esperando a que a usted le diese la gana de volver. Le conmino, capitán, a que comprenda que por todo esto me siento verdaderamente disgustado y me veré obligado a comunicar mi descontento al almirante jefe de las fuerzas del Mediterráneo. A él le compete tomar las medidas que considere oportunas.
—Sí, señor —replicó Hornblower. Se esforzaba en adoptar un aspecto contrito, pero su buen juicio le decía que su caso estaba muy lejos de tener que ser resuelto en Consejo de guerra (estaba protegido por las órdenes de Bolton) y que era muy dudoso que Leighton pusiese en práctica su amenaza de quejarse a su superior jerárquico.
—Y ahora le ruego que continúe —dijo el almirante.
Hornblower describió la acción contra las divisiones italianas. Por lo que leía en la cara de Leighton, comprendía que éste daba muy poca importancia a los efectos morales conseguidos, y que su imaginación no le permitiría calcular el alcance de una retirada ignominiosa frente a un enemigo que se había demostrado invulnerable. Ante la afirmación de Hornblower asegurando que por lo menos habían perdido quinientos hombres Leighton se movió inquieto en la butaca y cambió una mirada con Sylvester. Estaba claro que no le creían. Juiciosamente decidió no exponer su hipótesis de que las divisiones podían haber perdido otro medio millar de hombres entre extraviados y desertores.
—Muy interesante —concluyó el almirante, con un tono no demasiado sincero.
La llegada de Elliot salvó la situación, que se hacía tirante.
—El tiempo se estropea, almirante —dijo—. Creo que si el capitán Hornblower quiere volver a bordo de su buque…
—Sí, desde luego —dijo Leighton levantándose. Desde el puente se veían negros nubarrones a sotavento que se acercaban rápidamente.
—Tendrá el tiempo justo —afirmó Elliot examinando el cielo, mientras Hornblower se preparaba para bajar a su chalupa.
—Eso creo —dijo éste.
La mayor preocupación de Hornblower era marcharse antes de que a bordo de la Pluto se diesen cuenta de que se había dejado a Villena, quien, al o entender la conversación en inglés, se hacía el remolón en el alcázar; y Hornblower pudo desaparecer sin que nadie pensase en el coronel español.
—Adelante —ordenó, aun antes de haberse sentado, y en unos momentos la chalupa se alejó de la pinto.
Con un almirante y su estado mayor, el acomodo, aunque el barco fuera un triple cubierta, tenía que ser difícil. La presencia de un coronel español exigiría el sacrificio de la comodidad personal de algún infortunado teniente. Pero en aquel momento Hornblower no podía detenerse pensando en las desventuras del desconocido oficialillo.