CAPÍTULO 14

Hornblower había conseguido librarse de la compañía del coronel Villena, que una vez que hubo confesado su mala suerte, revelaba una histérica verborrea y una patética incapacidad para dejar en paz a su nuevo amigo. Hornblower le había acomodado, para estar más libre, en un sillón cerca de la batayola a fin de que no le estorbase, y él se refugió en el silencio de su cabina para dedicarse al estudio de las cartas náuticas. Se veían en ellas las indicaciones de las baterías; la mayor parte procedía del tiempo, no lejano, en que España estuvo en guerra contra Gran Bretaña, y tenían por objeto proteger a los buques que navegaban por aquellos lugares. En resumen, las baterías habían sido colocadas en lugares en que hubiese no solamente aguas profundas, sino también pequeños promontorios y alguna ensenada que pudiese ofrecer refugio. A nadie se le había ocurrido jamás que una columna de hombres en marcha podía ser atacada desde el mar y por eso zonas de costa muy expuestas (como aquellos veinte kilómetros que hay desde Malgrat a Arenys de Mar), que no ofrecían ninguna ensenada, habían sido olvidadas. Desde que un año atrás estuvo Cochrane por aquellos parajes con la Impérieuse, navíos ingleses habían dado que hacer a Francia.

Pero, por otra parte, los franceses ya tenían demasiados quebraderos de cabeza para detenerse a pensar en meras posibilidades. Era bastante probable que hubieran descuidado las precauciones, en cuyo caso no tendrían ni bastantes hombres capacitados ni bastante artillería pesada para defender toda la costa. Lo que buscaba Hornblower (basándose en estas suposiciones), era un punto en la costa que distase por lo menos una milla y media de cualquier batería, donde el agua fuese profunda, para poderse adentrar en ella y luego barrer desde allí la carretera principal con sus cañones. La Sutherland ya se había puesto una vez fuera del tiro de una batería, y ésa era la única señalada en el mapa a lo largo del lugar en cuestión. Era poco probable que desde que fueron dibujados aquellos mapas los franceses hubiesen construido otros fortines. Si la columna del general Pino había abandonado Malgrat al amanecer, en esos momentos la Sutherland debía de hallarse poco más o menos a su altura. Hornblower buscó aquel punto que su instinto le indicaba como el más apropiado, e inmediatamente subió a cubierta para dar sus disposiciones a fin de dirigirse a él.

Apenas volvió a ver al capitán, Villena saltó del asiento y corrió hacia él con gran tintineo de espuelas, pero Hornblower consiguió cortésmente ignorarle, fingiendo estar enfrascado en la conversación con su segundo, al que daba instrucciones.

—Cargue los cañones y sáquelos inmediatamente, por favor, señor Bush —terminó.

—Sí, señor —dijo Bush.

Bush se quedó mirándole suplicante. La última orden, con sus características de urgencia, condujo a su espíritu al pináculo de la curiosidad. Todo lo que sabía era que un coronel dago había subido a bordo; por qué se encontraban en aquellos lugares y cuáles eran las intenciones de Hornblower, todo eso representaba un misterio para él. Hornblower tenía la habilidad de ocultar sus proyectos hasta el último instante, a fin de que, en el caso de que fracasaran, sus subordinados no pudiesen calcular la profundidad del desastre. Pero había momentos en que Bush sentía que aquellas reticencias del capitán le acortaban la vida. Por eso se quedó agradablemente sorprendido de que esta vez Hornblower condescendiese a darle explicaciones, y jamás sospechó que aquella desacostumbrada locuacidad solamente se debía al deseo de evitar tener que distraer al coronel Villena con amable conversación.

—Por esa carretera debe de pasar una columna francesa —había dicho Hornblower después de un momento de silencio—. Querría ver si podíamos colocarles algunos cañonazos.

—Sí, señor.

—Ponga a un hombre entendido con la sonda.

—Sí, señor.

Ahora que lo deseaba, Hornblower encontraba difícil hacer una confidencia a Bush. Durante casi mes años había reprimido todos los impulsos de decir cualquier palabra innecesaria a su segundo, y los flemáticos «Sí, señor» de Bush tampoco le ayudaban gran cosa. Intentó olvidarse de Villena poniéndose a mirar con su catalejo y escrutando con muchísima atención las colinas, amenizadas con un verde un poco gris, que llegaban casi hasta el agua. Al pie de ellas se extendía la carretera, que tan pronto estaba a poca distancia del mar como se metía a unas decenas de pies en el interior.

De pronto, lejanísima en el objetivo de la lente, apareció una manchita oscura. Hornblower miró a otra parte para descansar la vista, y luego volvió a aplicar el ojo al catalejo. Era un hombre a caballo que se adelantaba, enseguida Hornblower vio algo así como una nube que andaba; una nube de la que salían resplandores y chispas metálicas. No había duda: aquello era un cuerpo de caballería, seguramente la vanguardia del ejército de Pino. Dentro de muy poco, la Sutherland lo tendría enfrente.

Hornblower calculó la distancia de la nave hasta la carretera: media milla poco más o menos. Un Uro fácil, menos fácil sin embargo de lo que él hubiese querido.

—¡A nueve brazas! —cantaba el hombre de la sonda. En aquel lugar aún podía acercarse más a tierra, aunque luego hubiese que virar para seguir a Pino. Valía la pena recordarlo. Mientras la Sutherland iba al encuentro de la columna, Hornblower tenía mucho que hacer, grabando en su memoria los puntos de referencia en tierra y la correspondiente profundidad frente a ellos. Ahora ya se veía por completo el escuadrón de caballería y los hombres adelantaban prudentemente con las espadas desenvainadas, mirando a su alrededor vigilantes. En una guerra en que cada piedra y cada matorral podía ocultar un enemigo resuelto a matar al primero que se pusiera a tiro, era comprensible que tomaran tantas precauciones.

A poca distancia de la vanguardia, Hornblower distinguía otro escuadrón más largo y, detrás de éste, una fila interminable de puntitos blancos que tenían un raro parecido con las patas de una gigantesca oruga que se moviesen todas a la vez. De pronto sonrió: eran los calzones de una columna de infantería que marchaba acompasadamente y las guerreras azules se confundían con el paisaje de fondo grisáceo.

—¡A diez y media! —exclamó el sondador.

En aquel lugar la Sutherland aún podía acercarse. Pero de momento era mejor permanecer a una distancia que pareciera menos amenazadora a las miradas del enemigo. Ese enemigo, entretanto, acogía de una manera muy curiosa su inesperada presencia. Los jinetes que se hallaban de cara a la Sutherland agitaban alegremente sus gorras. Pino y sus soldados jamás habían sido bombardeados desde el mar y no tenían ninguna experiencia sobre el desastroso efecto que podían ocasionar las bocas de fuego de un navío. El gracioso navío de doble cubierta, con su pirámide de blanca lona, era una cosa que estaba muy lejos de su experiencia. Poniéndose ante un ejército enemigo en campo abierto, hubiesen sabido calcular su potencia; en cambio, nunca hasta entonces se habían enfrentado a un buque de guerra. Por sus lecturas, Hornblower sabía que los generales de Bonaparte eran más bien desconsiderados y despreciaban las vidas de sus hombres; aparte de eso, cualquier paso que dieran para evitar el fuego de la Sutherland podía tener grandes inconvenientes, como volver a Malgrat para meterse por el camino del interior, o intentar alcanzarlo atravesando las colinas en línea recta. Hornblower imaginaba que el general, mirando con su catalejo a la Sutherland desde el lugar que ocupara en la columna, había decidido hasta cierto punto desafiar el fuego y proseguir la marcha con la esperanza de poder pasar con pocas pérdidas. Si era así, hacía muy mal sus cuentas, pensó Hornblower.

Allí estaba, frente a él, el primer regimiento de caballería; un segundo regimiento se adelantaba entre un relampagueo metálico, que bajo el sol deslumbrador tenía los reflejos de un torrente de fuego.

—¡Ahí están los coraceros! —gritaba Villena, gesticulando desaforadamente al costado de Hornblower—. Capitán, ¿por qué no dispara?

Hacía un cuarto de hora que el coronel estaba hablando sin que Hornblower hubiese oído una palabra. No iba a echar a perder un ataque por sorpresa disparando sobre un blanco inseguro, como era el de una columna de caballería que podía ponerse rápidamente fuera de tiro. Era preferible abrir fuego sobre la infantería, más lenta de movimiento.

—¡Señor Bush, mande los hombres a los cañones! —dijo sin fijarse en Villena. Y al timonel—: Cuarta a estribor.

—¡Y nueve y media! —cantaba el de la sonda.

La Sutherland se acercó aún más a la orilla.

—¡Señor Gerard! —gritó Hornblower—. ¡Apunte a la carretera! Daré una señal para hacer fuego.

A la caballería seguía una batería de artilleros a caballo; el trabajo de los cañones demostraba lo accidentado de la carretera que, sin embargo, era una de las grandes arterias de comunicación española. Los hombres sentados en la delantera de los carros agitaban las manos en gesto de saludo hacia el majestuoso navío que veían tan cercano.

—¡Marca seis! —gritó el hombre que sondaba.

Era una imprudencia querer acercarse más.

—Cuarta a babor. ¡Derecho! —ordenó Hornblower. A bordo de la Sutherland se hubiese podido oír volar una mosca. Los artilleros estaban inmóviles como estatuas. Ahora la nave se hallaba a la altura de la infantería; una larga y apretada masa de soldados que marchaban con paso marcial, uniformados con calzón blanco y guerrera azul, aparecían casi irreales tras las espesas nubes de polvo. Las caras blancas resaltaban sobre las oscuras guerreras, todas vueltas en dirección al hermoso velero que se mecía sobre las tranquilas aguas azules como de esmalte. El espectáculo era una agradable distracción en medio del cansancio de una marcha fatigosa y monótona, en una guerra en que cada día era necesario andar sin descanso. Gerard no daba órdenes para cambiar la elevación por el momento: allí la carretera corría a nivel durante media milla, a cincuenta pies por encima del mar.

Hornblower se llevó a los labios el silbato de plata. Gerard había visto el ademán. Aun antes de que saliese el silbido el cañón del centro de la cubierta había disparado, y un segundo después seguía la descarga de toda la batería con un fragor formidable. La Sutherland se estremeció con el estampido y enseguida el aire se llenó de un humo acre y blanquecino.

—¡Por Dios, mirad qué destrozo! —exclamó Bush. Cuarenta y un proyectiles habían barrido la carretera. Durante cincuenta yardas por lo menos, la columna estaba destrozada. Filas enteras habían volado por los aires, y los supervivientes miraban pasmados a su alrededor. Mientras tanto, la cubierta de la Sutherland volvía, a resonar bajo el peso de las ruedas de los cañones, que eran colocados de nuevo en posición. El buque se conmovió de nuevo por una segunda descarga, y después de la primera brecha abierta en la columna, vino la segunda.

—¡Dadles otra, muchachos! —gritaba Gerard.

La columna esperaba la tercera descarga, inmóvil, alelada. El humo había llegado ya a la playa y envolvía las rocas como con sutiles velos.

—¡Nueve menos cuarto! —cantaba el marinero.

La Sutherland aún podía avanzar un poco más, allí donde el agua se hacía profunda. El escuadrón que venía detrás de los ya castigados, viendo al terrible barco que se acercaba implacable para hacerlo volar y exterminarlo, víctima de un pánico atroz, se daba a la fuga intentando volver sobre sus pasos.

—¡Metralla, señor Gerard! —gritó Hornblower—. ¡Cuarta a estribor!

Más allá, la columna no se había movido; los que se dieron a la fuga chocaron con los compañeros que estaban parados y pronto la carretera estuvo taponada por una masa de cuerpos que forcejeaban. La Sutherland apuntaba despiadadamente a las órdenes de su capitán, con la precisión de un autómata, descargaba a intervalos regulares una tempestad de metralla que barría las filas, dejando grandes claros.

—¡Que el diablo me lleve! —exclamaba Bush—. Así aprenderán. Villena, con el dormán al viento y la pluma de avestruz ondeante, las espuelas tintineando, castañeteaba los dedos y bailaba como un titiritero.

—¡A siete! —anunciaba imperturbable el hombre de la sonda. Pero la mirada de halcón de Hornblower se había fijado en una minúscula punta que adelantaba desde tierra firme y al pie de la cual afloraban algunos pequeños escollos.

—¡Preparados para virar! —gritó con la voz ronca.

La mente de Hornblower trabajaba a un ritmo febril. El agua era bastante profunda, pero la punta señalaba un escollo a flor de agua, una trampa en la que el bajel podía quedar cogido sin darse cuenta. En un abrir y cerrar de ojos, la Sutherland se había puesto a barlovento alejándose de la orilla. Desde la popa se podía ver todo el pedazo de carretera que había barrido su fuego. Había montones de muertos y de heridos; a la orilla de la carretera, apenas habían quedado en pie dos o tres hombres y algunas figuras se inclinaban sobre los heridos. Pero la mayoría de los supervivientes se habían puesto a salvo en las alturas circundantes, y todas las ásperas pendientes verdegris hormigueaban de calzones blancos.

Hornblower exploró la playa; al otro lado del pequeño escollo, el agua debía de ser más profunda, y ordenó a Bush que pusiese de nuevo dirección hacia la orilla. Al ver que la nave se acercaba, la infantería echó a correr cuesta arriba por las pendientes de las alturas vecinas; pero la artillería no tenía salvación. Hornblower veía vacilar a los artilleros y a los conductores de los furgones, sin acabarse de decidir a obrar. Luego, un oficial que parecía el jefe de una batería, con la pluma agitándose al viento, galopó a lo largo de la línea, gesticulando y gritando órdenes. Los conductores dieron la vuelta a los carros, llevando los cañones hasta la mitad de la carretera, con las bocas apuntando al mar.

Los artilleros, saltando al suelo desde los armones, trabajaban frenéticamente para colocar las piezas en posición. Pero ¿qué podría hacer una batería de campaña de piezas del nueve contra la artillería pesada de la Sutherland?

—Reserve su fuego para la batería, señor Gerard —gritó Hornblower.

Gerard agitó el sombrero para indicar que había comprendido. Lenta y fatigosamente viraba la Sutherland. Un cañón disparó prematuramente y Hornblower se sintió satisfecho al ver que Gerard tomaba nota de ello con el fin de castigar a los servidores indisciplinados. Luego retumbó el estallido de la andanada de toda la batería, en el preciso momento en que los artilleros italianos se hallaban cargando afanosamente sus piezas. La humareda invadió el puente unos minutos, y sólo cuando dos de los cañones servidos por los mejores artilleros volvieron a tronar se despejó. El viento arrastró consigo el humo en una masa compacta, y entonces pudo verse a la desdichada batería contraria. Un cañón, que había pedido una rueda, estaba de través, y ofrecía un aspecto grotesco. Otro, herido en la boca y reventado, parecía apuntar al cielo en una amenaza inocente. A su alrededor había montones de muertos y los vivos aparecían idiotizados. El oficial montado había saltado al suelo y corría hacia el cañón más próximo, mientras su caballo huía enloquecido. Hornblower comprendió que intentaba animar a sus hombres, persuadiéndolos tal vez de que disparan por lo menos un cañonazo, aunque no fuese más que como desafío hecho a aquel enemigo inesperado e implacable.

—¡Duro, muchachos! ¡Otra vez! —decía Gerard, y la Sutherland se escoró una vez más ante la andanada.

Al desaparecer la humareda, se vio que la batería francesa estaba completamente destrozada; alrededor de los cañones no había quedado un alma viviente. Al adelantarse la Sutherland se halló ante un nuevo escuadrón de infantería (seguramente debía de ser la segunda mitad de la columna), el cual al acercarse el bajel buscaba amparo desordenadamente, trepando por las alturas vecinas. Por experiencia sabía Hornblower que el pánico que rompiese las filas de un ejército era tan peligroso como si las diezmase el fuego. Si hubiese sido por él, de buena gana hubiese ahorrado la vida de aquellos infelices; pero comprendía que sus hombres preferían ver los efectos tangibles de las bajas al enemigo y no la simple desmoralización, cuya importancia no eran capaces de comprender.

Sobre un lugar elevado que dominaba el camino, Hornblower descubrió un grupo de jinetes. Tenían caballos magníficos y vestían variados uniformes, ricamente galoneados de oro, con cascos y plumeros de distinta forma y color. Debía de ser el estado mayor, y, en espera de nuevas tropas que se pusieran a tiro, bien podían servir de blanco. Un gesto le bastó para hacerse comprender de Gerard; dos guardiamarinas corrían ya a señalar el nuevo objetivo a los artilleros del puente inferior. El propio Gerard se inclinó sobre el cañón que tenía más cerca y lo inclinó, mientras los artilleros modificaban el ángulo de tiro siguiendo las órdenes que gritaba a través de su altavoz. Gerard se hizo a un lado y tiró del cabo, y todos los cañones dispararon siguiendo al suyo.

El brillante grupo se vio sorprendido inesperadamente por una descarga. Hombres y caballos cayeron mezclados; ni uno quedó montado. Hornblower se preguntó si entre aquellos no se hallaría el general Pino, y con gran sorpresa por su parte se vio deseando ardientemente que una bala le arrancase ambas piernas. Hasta aquella misma mañana, jamás había oído nombrar al general Pino, pensó, y sintió un ligero desprecio hacia sí mismo por su ciega animosidad contra un hombre por la única razón de que era un enemigo.

En la carretera, un oficial había colocado a sus hombres en orden de batalla, impidiéndoles desbandarse, por lo que resultaban un blanco tan magnífico que no se podía pedir más. Hornblower viró y les descargó una nueva andanada sin vacilar. El humo le cegó y sintió un golpe seco en la balaustrada en que se apoyaba. Era una bala de mosquete que alguno de los soldados de enfrente debió de disparar desde una distancia de doscientas yardas, y que quedó medio empotrada en la madera. Cuando llegó debía de ir ya casi sin fuerza, porque quedó hundida hasta la mitad en la madera y conservaba su forma. Como casi quemaba, Hornblower sacó su pañuelo y la cogió, recordando de pronto que cuando era chico hacía lo mismo con las castañas recién sacadas del fuego.

Al disiparse el humo pudo ver el destrozo causado en las filas enemigas; había un montón de muertos, y el griterío de los heridos llegaba hasta él. Se alegró al ver que los soldados franceses trepaban por las colinas y no presentaban ya ningún blanco importante, pues estaba harto de aquella mortandad.

Bush blasfemaba excitadísimo y Villena bailaba de contento. Seguramente pronto llegaría la retaguardia; seguro que entre ésta y la vanguardia no debían de ocupar más allá de doce o catorce kilómetros de carretera. En tanto pensaba así, Hornblower se fijó en que ésta estaba llena de vehículos inmóviles, cada uno tirado por cuatro caballos; debían de ser los pertrechos y bastimentos. Más lejos había una hilera de carreteras campesinas, y cada una llevaba tres yuntas de pacientes bueyes de un color oscuro uniforme, con las cabezas protegidas por pieles de cordero. Junto a los carros había centenares de mulos, encorvados bajo el peso de la carga, que les daba un grotesco aspecto deformado. No quedaba ni rastro de hombres; los conductores eran simples manchitas que trepaban por las colinas, habiendo abandonado su carga.

Por la famosa Crónica de la actual guerra de España sabía Hornblower cómo a causa de las dificultades de los transportes allí un mulo o un caballo valían tanto o más que un soldado.

—¡Señor Gerard! —llamó decidido—. Cargue con metralleta, es necesario matar a todas aquellas bestias de carga.

Un murmullo de conmiseración se propagó entre los hombres al oír sus palabras. Aquellos idiotas sentimentales, que no vacilaban y sentían una alegría feroz cuando se trataba de ametrallar a los hombres, ahora ponían objeciones a matar animales. Y la mayoría de ellos creería su deber no dar en el blanco.

—Tiro al blanco. Y un cañón cada vez —intimó Hornblower.

Al contrario que sus amos, las bestias serían un buen blanco y con ellas no se perderían las municiones. Mientras la Sutherland pasaba delante de la playa, sus cañones, uno tras otro, iban soltando su mortífera carga a una distancia mínima. Caballos y mulos rodaban por el polvo, coceando y relinchando. Algunos mulos, locos de espanto, habían conseguido sacudirse la carga y, saltando la cuneta de la carretera, intentaban trepar por los peñascos de las laderas. Las tres parejas de bueyes uncidas a un carro cayeron simultáneamente fulminados; unidos por el yugo, los animales, con la cabeza inclinada hacia delante, parecían arrodillados en oración. Un nuevo murmullo de lástima dio la vuelta por los puentes, al ver el resultado de aquel buen tiro.

—¡Silencio por ahí! —gritó Gerard, que comprendía la importancia del trabajo que tenían entre manos.

—Por favor, señor… —Bush tiraba a Hornblower de la manga, proponiéndole una idea que se le acababa de ocurrir—. Si saltase a tierra con unos cuantos hombres en la chalupa, podría prender fuego a aquellos carros y destruirlo todo.

Hornblower sacudió la cabeza. Era muy propio de Bush proponer un plan tan absurdo como aquél. Los franceses podían huir ante un cañoneo al que no tenían medios para responder; pero si se trataba de un desembarco, entonces sabrían enseñar los dientes, con más fiereza aún, dadas las pérdidas que acababan de sufrir. Si para los marinos de la Sutherland no había resultado imposible realizar un ataque por sorpresa a un fortín, con cincuenta artilleros, era cosa muy diferente efectuar un desembarco a la vista de un ejército disciplinado. Las objeciones con que Hornblower intentaba dorar la píldora de la negativa se perdieron entre el estruendo de una nueva explosión, y cuando volvió a abrir la boca para terminar su explicación se vio interrumpido por nuevos acontecimientos.

De pie sobre un carro, un hombre agitaba desesperadamente un lienzo blanco; debía de ser un oficial, a juzgar por la guerrera azul adornada de rojas charreteras. Si quería rendirse, debía saber que su pretensión era imposible. Debería soportar el próximo disparo. El oficial pareció darse cuenta, e inesperadamente se inclino y se volvió a levantar y mientras seguía agitando el pañuelo, con el otro brazo sostenía a alguien que debía de estar tendido en el fondo del carro y que caía sin fuerzas. Llevaba vendados la cabeza y un brazo; entonces comprendió Hornblower que aquello debían de ser las ambulancias del ejército, cargadas de enfermos y heridos del encuentro del día anterior. El oficial de las charreteras rojas debía de ser un médico militar.

—¡Paren el fuego! —intimó Hornblower e inmediatamente se llevó el silbato a la boca. Demasiado tarde para impedir una nueva descarga, pero por suerte había sido mal calculada y solamente levantó tierra y polvo de un costado de la carretera. Era ilógico respetar a animales de tiro de valor incalculable para los franceses por miedo a dar a unos hombres heridos que, más adelante, podían recuperarse y convertirse de nuevo en enemigos activos, pero así eran las convenciones de la guerra, que derivaban su absurdidad de la propia guerra.

La retaguardia que seguía al convoy de los equipajes se había desbandado, metiéndose por trochas y barrancos, de modo que no valía la pena derrochar pólvora y metralla; era mejor volver atrás y apuntar al grueso del ejército otra vez.

—Cambie de bordada, señor Bush —dijo Hornblower—. Quiero variar nuestro rumbo. Pero no era fácil tomar un rumbo opuesto. El viento, que hasta entonces había venido a la Sutherland por la aleta, había cambiado de proa, y la nave no podía mantenerse paralela a la costa sino ciñéndose a aquél lo mejor posible. Para salir mar afuera, cuando alcanzasen los pequeños promontorios que bordeaban la costa la nave tendría que virar de bordo por avante, y su deriva podía ponerla en peligro si no actuaban con muchísimo cuidado. Pero había que hacer todo lo posible para hostigar a los italianos y que comprendieran que no podrían usar la carretera de la costa de allí en adelante. Bush (Hornblower se lo leía en los ojos) estaba encantado de que el capitán realizase su idea hasta el fin y no se contentara con marcharse después de desfilar ante la columna, y los artilleros de los cañones de estribor, que hasta aquel momento habían sido meros espectadores, se frotaban las manos al pensar que podrían al fin tomar parte en la acción.

Se necesitó algún tiempo antes de que la Sutherland pudiese virar y ponerse nuevamente a tiro. Hornblower se sentía satisfecho al ver que los regimientos, reagrupados, adivinando las intenciones de su verdugo, volvían a desbandarse colina arriba. Pero la Sutherland, que no estaba hecha para navegar a la bolina, apenas hacía tres nudos por hora, y eso teniendo en cuenta el caprichoso viento y lo escarpado de la costa, en tanto que las tropas, marchando con rapidez, tal vez pudiesen mantener una buena distancia. Quizá los oficiales italianos se dieran cuenta pronto de ello. Tenía que hacer enseguida todo el daño que pudiera.

—¡Señor Gerard! —llamó Hornblower—. Puede disparar cañonazos sueltos cuando le parezca que vale la pena. Pero procure apuntar bien.

—¡Sí, señor!

Un grupo de un centenar de soldados se había amontonado en una eminencia casi enfrente de la Sutherland. Gerard quiso apuntar él mismo el cañón y, poniéndose en cuclillas detrás de él, calculó la distancia con la máxima elevación. La bala hirió la roca, rebotó y cayó en medio del grupo, que se dispersó instantáneamente, dejando dos o tres cadáveres en el suelo. La tripulación dio un grito de entusiasmo, Marsh, el artillero, a quien Gerard había mandado llamar para que le ayudara en la delicada tarea, acudía corriendo; a un disparo suyo bien colocado cayeron otros hombres reunidos alrededor de un palo en el que Hornblower, aguzando el ojo por el catalejo, reconoció una de aquellas águilas imperiales que los boletines napoleónicos nombraban con frecuencia y que solían servir de arma humorística a los caricaturistas ingleses.

La Sutherland adelantaba entre un regular estampido de descargas. Entretanto, la dotación aplaudía, viendo rodar por el polvo algunas de las hormiguitas de la colina; en cambio, otras veces, algún tiro desafortunado era acogido con un silencio glacial.

Este ejercicio fue una valiosa demostración para los artilleros de que era necesario conocer bien el tiro de sus cañones, su alcance y el desvío que marcaban, aunque en un buque de línea era tradición disparar con la mayor rapidez, sin necesidad de perder tiempo apuntando, cuando se hallaban junto al enemigo.

Ahora que el oído no se hallaba ensordecido por el continuo tronar de las descargas de varios cañones a la vez, después de cada disparo se percibía el sordo eco que devolvían las paredes rocosas de los collados y que formaban extrañas vibraciones a través del enrarecido aire canicular. Hacía un calor espantoso. Mirando a sus hombres beber ávidamente en el pequeño grifo cerca de la escotilla, vigilados por los suboficiales y por turno riguroso, Hornblower se preguntaba si aquellos pobres diablos que trepaban por aquellos derrumbaderos bajo un sol de justicia no padecerían los horrores de la sed. Seguramente sí. Él no sentía ningún deseo de beber; estaba demasiado preocupado, teniendo que poner atención al marinero que sondaba, observar los efectos de los cañonazos y cuidar de que el buque no encallase en ningún bajío.

Aquél que estaba al mando de la batería, allí en la carretera, era un hombre que tenía sentido del deber. Savage, desde la cofa de trinquete, fue el que llamó la atención a Hornblower hacia aquel individuo. Los tres cañones que aún se hallaban en buen estado habían sido llevados allí a fuerza de brazos y colocados diagonalmente a través de la carretera, y apuntaban hacia el buque. Abrieron fuego en el mismo instante en que Hornblower, atraído por el grito del guardiamarina, dirigía el catalejo hacia ellos. ¡Ssssh! Una bala pasó silbando sobre la cabeza de Hornblower y apareció un agujero en la vela mayor. Al mismo tiempo, un chasquido indicó que otra bala había caído en la proa. Se necesitarían por lo menos diez minutos antes de que la Sutherland pudiese apuntar una batería entera contra aquellos importunos cañones.

—Señor Marsh, apunte los cañones de proa de estribor contra aquella batería. Y usted, Gerard, continúe tirando al blanco —mandó Hornblower.

Ejercitarse en el tiro, hallándose bajo el fuego real del enemigo, era una experiencia de incalculable valor para los artilleros, y nadie como Hornblower conocía la diferencia que existía entre disparar al blanco y hacer de blanco. Pensó que por un par de pérdidas de escasa importancia valía la pena soportar aquello como parte de los ejercicios de capacitación de sus hombres. Pero, de pronto, se sintió horrorizado ante la idea de que él mismo condenaba a sus hombres a la mutilación o la muerte; y no era eso únicamente, sino que él mismo podía ser una de las víctimas. Era cruelmente fácil separar mentalmente las teorías académicas de la guerra y su realidad humana, aunque se tratara del propio pellejo. Para los hombres de la Sutherland aquellos fantoches uniformados que hormigueaban por la colina no eran seres humanos que sufrieran calor, sed y cansancio, y las figuras inmóviles que yacían en el polvo no eran cadáveres destrozados, que pocos minutos antes eran todavía padres o amantes. Hubiesen podido ser soldaditos de plomo, por lo poco que importaban a los artilleros que los habían matado. Era una locura que en aquel momento, sin preocuparse del sol que derretía los sesos, ni de los estampidos que le rodeaban, Hornblower pensase en lady Bárbara y en el colgante de zafiros que llevaba al cuello, y en María, que, con el progreso del embarazo, debía de estar más redonda que nunca. Con un esfuerzo desechó esos pensamientos que le habían distraído en tanto que sus baterías seguían disparando.

Los cañones de proa seguían batiendo la batería de campaña. Su fuego podía desestabilizar a los hombres de la batería. Los cañones grandes apenas hallaban blanco sobre el que hacer fuego, pues los soldados de la carretera se desbandaban obstinadamente, trepando por las laderas en pequeños grupos; el más numeroso de ellos no lo formaban ni cinco hombres, y algunos ya se recortaban en las alturas contra el límpido cielo. Los oficiales tendrían mucho que hacer para reunir de nuevo a sus soldados y cualquiera que desease desertar (la Crónica de la actual guerra de España recalcaba la tendencia de los italianos a desertar) tendría muchas facilidades aquel día.

Un crujido seguido de un grito anunció a Hornblower que uno de los cañonazos que le mandaban desde tierra había ocasionado a la Sutherland por lo menos una de las pérdidas que tanto había temido. Por el tono agudo del alarido, debía de tratarse de un grumete. Hornblower calculó que antes de llegar a donde se proponía tendría aún que soportar como mínimo un par de disparos más. Allí estaba el primero, que pasaba zumbando como un enjambre de millares de abejas en una misión urgente. Al parecer, los artilleros habían calculado mal la distancia de tiro, que decrecía rápidamente. La burda del juanete se partió con un rumor seco. Con un gesto, Bush mandó ajustarla de nuevo. Ahora la Sutherland debía virar para estar dispuesta a dar la vuelta al escollo y seguir adelante arrizando.

—Señor Gerard, voy a cambiar de bordada. Prepárese para abrir fuego contra la batería en cuanto los cañones estén dispuestos.

—Sí, señor.

Bush envió a los hombres a las brazas. Hooker estaba delante, a cargo de las escotas de las velas de proa. La Sutherland cambió limpiamente de bordada cuando se viró el timón, y Hornblower contempló las baterías de campaña, ahora a menos de un cuarto de milla de distancia, a través de su catalejo.

Entretanto, los artilleros de la carretera veían las maniobras del buque y, conociéndolas ya de antes, comprendían que una tempestad de disparos iba a desencadenarse sobre ellos. Hornblower vio a un hombre abandonar una pieza y esforzarse desesperadamente por huir cuesta arriba, a fuerza de manos y de pies. Otros le imitaron y aun hubo quienes, víctimas de un miedo espantoso, se habían echado de cara al suelo. Solamente uno había quedado en pie junto al cañón y movía frenéticamente los brazos, dando gritos como un condenado. Otra vez volvió a estremecerse la Sutherland con el estampido de sus cañones, y el viento se llenó de un humo acre, que envolvió la batería entera. Cuando se hubo disuelto no quedaba nada de aquélla; nada más que restos: ruedas rotas y una boca que apuntaba hacia arriba. Los cañones estaban destrozados. Había sido una andanada muy bien colocada; los artilleros se habían comportado como unos veteranos.

La Sutherland dio la vuelta a la punta rocosa y se halló delante de los últimos escuadrones de un batallón de infantería; la primera división debía de haberse reagrupado de nuevo de cualquier modo, mientras la nave se metía con la segunda. Ahora marchaban velozmente, levantando a su alrededor una nube de polvo espesa y baja.

—¡Señor Bush! Es necesario dar alcance a esa columna.

—Sí, señor.

Pero la Sutherland no era muy marinera ciñendo, y cada vez que estaba a punto de alcanzar la retaguardia de la columna se veía obligada a virar y alejarse de la orilla para evitar algún escollo. A veces estaba tan cerca de la presurosa infantería que, con el catalejo, Hornblower distinguía las caras blancas sobre las oscuras guerreras de los soldados que se volvían hacia sus compañeros; y también distinguía, a la cola de la columna, a aquellos que se habían quedado atrás: hombres sentados en la cuneta que se cogían la cabeza con las manos, agotados, apoyados en el mosquete, mirando como idiotizados el bajel que se deslizaba por el mar en su seguimiento. Otros yacían boca abajo en el sitio donde habían ido muertos de cansancio y de calor para no levantarse más.

Bush rabiaba; estaba fuera de sí por la impaciencia y se afanaba intentando apresurar al máximo el recorrido de la nave, ocupando a todos los hombres que no tenían otro quehacer más urgente en llevar hamacas cargadas de municiones de barlovento a sotavento, ajustando las velas con la mayor precisión posible y blasfemando cada vez que la distancia entre la nave y la costa parecía ensancharse.

Pero Hornblower estaba encantado. Una división de infantería duramente castigada como aquélla, obligada a correr desordenadamente durante kilómetros y kilómetros, dejando el camino sembrado de fugitivos por docenas, con un enemigo que no le daba cuartel pegado a sus talones, debía de haber recibido un golpe tal que durante varias semanas se vería reducida poco menos que a la impotencia.

Antes de estar a la vista de la batería de costa, situada en Arenys de Mar, Hornblower abandonó la caza; prefería que el enemigo, en su huida, no se sintiese envalentonado con el espectáculo de ver el buque inglés convertido en blanco de las baterías pesadas. Y ponerse fuera de tiro requería tanto tiempo que ya habría caído la noche antes de poder volver a acercarse a la costa.

—Perfecto, señor Bush. Puede dirigir el buque con las velas amuradas a estribor y hacer asegurar los cañones.

La Sutherland se estabilizó y luego volvió a inclinarse al cambiar de bordada.

—¡Tres hurras por el capitán! —gritó una voz.

Hornblower no supo quién fue; de lo contrario, le habría castigado. El estallido de vítores que siguió ahogó su voz y le impidió hacer callar a los hombres, los cuales siguieron gritando hasta quedarse roncos, locos de entusiasmo por aquel endiablado capitán que en tres días les había proporcionado cinco victorias. Bush y Gerard reían en el puente de popa; el pequeño Longley, completamente olvidado de su dignidad de oficial, daba volteretas, mientras Hornblower, con la cara sombría, miraba aquel escándalo, deseando que acabara de una vez. Después recordaría con satisfacción aquella espontánea demostración de afecto y devoción de sus hombres; pero, de momento, la demostración sólo conseguía llenarle de irritación y embarazo.

Aun no habían terminado las aclamaciones y seguía oyéndose la cantinela del hombre que sondaba.

—¡No se halla fondo! La sonda no llega.

Él seguía cumpliendo la misión que le habían confiado y hubiese seguido allí indefinidamente en tanto no le diesen órdenes contrarias. ¡Magnífico ejemplo de disciplina marinera!

—¡Señor Bush, saque inmediatamente a ese desdichado de ahí abajo! —gritó Hornblower, indignado por su olvido de relevar al hombre.

—Sí, señor —contestó Bush, muy mortificado por aquella negligencia en sus deberes.

El sol se hundía entre oros y púrpuras tras los montes de España, en una orgía de colores ante la cual Hornblower se quedaba estático, tan grande era la magnificencia del espectáculo. En oposición a la fulminante firmeza con que hasta entonces había reaccionado, ahora sentía que su cerebro estaba entorpecido, cansado, demasiado cansado para ser consciente incluso de la fatiga que le aplastaba. Pero aún tenía que recibir la información del cirujano; algún muerto y algunos heridos debía de haber. Se acordaba muy bien del agudo grito que siguió a un chasquido cuando un proyectil de la batería de campaña cayó a bordo. El despensero de la camareta de artillería subió al puente y se acercó a Gerard, saludando.

—Perdóneme, señor… pero es que ha muerto Torn Cribb —dijo.

—¿Cómo?

—Desgraciadamente es así. Una bala le cortó la cabeza. Da lástima verlo, teniente…

—Pero ¿qué dice? —intervino Hornblower. No recordaba que hubiese nadie a bordo que respondiese al nombre de Torn Cribb, que le constaba que era el campeón de pesos pesados de Inglaterra. Ni tampoco comprendía la razón por la cual un despensero debía dar parte a un teniente de la baja sufrida.

—Sí, capitán. Tom Cribb ha muerto —explicó el hombre respetuosamente—. Y miss Siddons tiene clavada una astilla en el… ¡ejem! En la parte de atrás, con su permiso, capitán. Supongo que ya la habrá oído chillar…

—Sí, la oí —contestó Hornblower. Torn Cribb, el púgil, y miss. Siddons, el ídolo del teatro inglés, eran un cerdo y una marrana pertenecientes a la camareta de artillería. Por lo menos eso era una noticia consoladora.

—Ahora ya está bien. El carnicero le ha puesto un poco de brea sobre la herida.

Walsh, el cirujano, subía en aquel momento a dar su informe. Ninguna baja.

—Exceptuando entre los cerdos de la bodega, capitán —añadió con el tono amable de un inferior que se permite hacer una broma en presencia de un superior.

—Acabo de enterarme —dijo Hornblower.

Gerard, entre tanto, se entretenía con el despensero de su camareta.

—¡Muy bien! Preparemos los menudillos fritos. Y un asado de lomo. Y cuide de que los chicharrones queden bien crujientes. Si están tan correosos como la última vez, le hago suprimir el grog durante quince días. Hay cebollas y salvia… Sí, y también quedan manzanas. Entonces ponga una salsa de manzanas, cebollas y salvia; y le recomiendo, Longhton, que no meta clavos de especia en ella. No haga caso de lo que dicen los otros oficiales; en la tarta de manzana está bien, pero en el asado de cerdo, jamás. Ahora márchese y póngase enseguida a la obra. Puede llevar uno de los cuartos traseros a la mesa del contramaestre con mis saludos; del otro hará un buen jamón asado y lo servirá frío para el desayuno.

Gerard golpeaba los dedos de su mano derecha en la palma de su mano izquierda, para explicar más elocuentemente sus deseos; el apetito le inspiraba, iluminándole las facciones. Cuando no había mujeres a su alcance, el teniente Gerard dedicaba a la cocina todo el tiempo de que podía disponer, hurtándolo al cuidado de sus cañones. Un hombre al que se le hacía la boca agua al solo pensamiento de cenar chicharrones y asado de cerdo en una calurosa noche mediterránea del mes de julio, y que saboreaba por anticipado el jamón del desayuno para la mañana siguiente; un hombre así, si hubiese justicia en este mundo, debería haber sido gordo como un cerdo; pero Gerard tenía un tipo delgado y elegante. Con una pizca de envidia, Hornblower pensó en la incipiente barriga que a él le amenazaba.

El coronel Villena deambulaba por el puente de popa como un alma en pena. Se veía demasiado que sólo estaba pendiente del instante en que podría volver a charlar y desahogarse, y el capitán Hornblower era la única persona a bordo que conocía el español lo suficiente para permitirle sostener una conversación en ese idioma. Además, el grado de coronel ponía a Villena a la misma altura de un capitán de rango, o tal vez más alto incluso; por eso podía tener la pretensión de ser el huésped del capitán en su camarote. Pero Hornblower estaba decidido a soportar una indigestión de lomo de cerdo antes que la gárrula compañía de joven oficial.

—Me parece que ha organizado una comilona para esta tarde —dijo acercándose a Gerard.

—Sí, señor.

—¿Le parece que mi presencia causaría disgusto en la camareta de artillería? ¿Qué me dice?

—¡Oh, no señor! ¿Causarnos disgusto? ¡Todo lo contrario! ¡Estaríamos encantados por tanto honor!

La cara de Gerard estaba radiante ante la perspectiva de recibir a su capitán. Era un tributo tan sincero que el corazón de Hornblower se reconfortó, aunque la conciencia le recordaba cuál era el verdadero motivo de haberse invitado a aquella cena.

—Gracias, señor Gerard… Entonces el coronel Villena y yo iremos a cenar con ustedes esta noche.

Si la suerte le asistía, pensaba Hornblower, Villena estaría colocado tan lejos de él que se ahorraría el trabajo de tener que distraerle.

El tambor mayor de los infantes de marina había reunido a su alrededor todo lo que podía servir para formar una banda en el buque: los cuatro gaiteros y los cuatro tambores. Los ocho desfilaban marcialmente, dando vueltas por la cubierta al compás de los tambores, y las melodías agudas de los pífanos se perdían hacia los lejanos horizontes.

Corazones de encina son nuestros navíos y nosotros somos viejos lobos de mar…

Aquellas sencillas estrofas y las no menos simples melodías hablaban al corazón de aquellas buenas gentes, aunque cada uno de aquellos hombres se sentiría terriblemente ofendido en su honor de marinero si le llamaran «viejo lobo de mar». Por allí daban vueltas las elegantes casacas rojas, y el marcial estruendo enardecía los ánimos hasta el punto de hacerles olvidar el enervante calor. A poniente, el cielo ardía en el admirable incendio de la puesta del sol, mientras que hacia levante la noche echaba sobre el mar su manto violeta.