Durante su larga correría por el sudoeste, la Sutherland no había visto ni rastro de la Calígula. Por lo demás, Hornblower no tenía ningún deseo de verla, por no decir que había hecho todo lo posible por no encontrarse con ella. Porque era posible que la Pluto hubiese llegado ya al punto de encuentro, en cuyo caso las órdenes del almirante anulaban lo que había dispuesto Bolton, y Hornblower debería renunciar a aprovecharse de otras ocasiones que pudieran ofrecerse para obrar por su cuenta antes de que expirase el plazo convenido. Por eso había aprovechado las horas de la noche para doblar el cabo de Bagur y la mañana del día siguiente le encontraba muy alejado de Palamós, lugar de la cita, con los montes catalanes que en el horizonte dibujaban una franja azulada sobre la amura de estribor.
Hornblower se encontraba sobre el puente desde el amanecer, una larga hora antes de que fuese avistada tierra. El navío había virado y, ciñéndose al viento, volvía nuevamente hacia el nordeste acercándose despacio a la costa, hasta que se pudo ver claramente el variable paisaje montañoso. También Bush estaba sobre el puente con un grupo de oficiales. Hornblower sentía fijas en él las miradas de todos, pero aparentaba no darse cuenta, paseando de un lado a otro y mirando de vez en cuando con el catalejo hacia la costa. Sabía que Bush y sus compañeros pensaban que si había llegado hasta allí, había sido con una idea determinada, que recibirían órdenes que los llevarían a correr otras aventuras parecidas a las que les habían amenizado las horas de los dos días anteriores. Ellos le suponían una diabólica y activa previsión e ingenio; y él, por su parte, se guardaría mucho de confesarles que aquellos éxitos se debían sobre todo a su buena suerte, y mucho menos les diría que si había llevado a la Sutherland tan cerca de Barcelona era porque su instinto le advertía que iba a suceder algo que no podía precisar aún.
El calor ya era sofocante. Hacia el oeste, el azul del cielo aparecía estriado de reflejos bronceados, y las cuatrocientas millas de Mediterráneo que había de por medio no parecían haber refrescado aquel viento que llegaba de Italia. Parecía que se respiraba en la boca de un horno y, un cuarto de hora después de haberse hecho duchar con la bomba, Hornblower se volvía a sentir empapado de sudor. La tierra que desfilaba ante su vista parecía no tener rastro alguno de vida humana. Era una hilera de elevados cerros de un uniforme color verde grisáceo; muchos de ellos terminaban en grandes mesetas de roca de paredes cortadas a pico. Y por todas partes había acantilados grises o castaños y también fragmentos de playa que brillaban dorados al sol. Entre el mar y las alturas corría la carretera más importante de Cataluña, la que va de Barcelona a Francia. Sin embargo, algo iba a salir de aquel desierto, pensaba Hornblower. El ya sabía que paralela a la carretera principal había otra en el interior, un mal camino de herradura que los franceses no se atreverían a emplear, como no se viesen obligados a ello. Una de las razones por las cuales él se hallaba allí, precisamente, era por la esperanza de obligarlos a abandonar la carretera principal por aquella otra, en donde a los españoles les sería más fácil asaltar los convoyes. Éste era un resultado que podía obtener fácilmente con sólo hacer ondear la bandera inglesa a la vista de la costa, pero prefería aprovecharse para dar al enemigo una buena lección. Aquel golpe al ala derecha de los franceses no debía ser un golpe dado al azar.
Los hombres bromeaban y reían mientras baldeaban las cubiertas; si ya era consolador comprobar que estaban de buen humor, aún lo era más que fuese debido a las recientes victorias. Mirándolos, Hornblower sentía una gran satisfacción interna, pero luego, como era costumbre, le dominó la duda y se preguntó si sería capaz de mantener a los hombres con la moral tan alta. Un largo y monótono crucero de bloqueo pronto los llenaría de abatimiento y cansancio. Con resuelto optimismo, Hornblower apartó las dudas. Todo había salido bien hasta ese momento y no había ninguna razón para suponer que no siguiese igual en adelante. Aquel mismo día —aunque las probabilidades sólo fuesen de una contra cien—, debía aparecer alguna novedad. Tal vez aquella racha de buena suerte aún no se había terminado. Cien contra una o mil contra una, el caso es que Hornblower no desconfiaba ni desesperaba de que, en cualquier momento, se presentase una nueva ocasión de distinguirse.
Sobre una playa dorada destacaba un grupo de casitas blancas. Algunas barcas estaban fuera del agua sobre la arena; barcas de pescadores catalanes, a juzgar por su aspecto. Intentar allí un desembarco no era prudente. Podía darse la casualidad de que el pueblo ocultase una guarnición francesa. Aquellas barcas tal vez aprovisionaban de pescado fresco a los franceses, y no podría hacer nada contra ellos. Aquellos pobres diablos necesitaban vivir y quemar o capturar aquellas pobres barquitas significaría poner a toda la población contra los aliados ingleses, y Hornblower no ignoraba que en todo el globo terráqueo, Inglaterra solamente contaba con la alianza de la Península Ibérica.
En la playa había un gran movimiento de manchitas negras. Una de las barcas acababa de ser botada al agua. Acaso empezaba la aventura de aquel día. Hornblower presentía que su esperanza se había realizado. Separándose de la barandilla con el catalejo bajo el brazo, andaba de un lado a otro con la cabeza inclinada, aparentemente sumido en profunda reflexión.
—Capitán, una barca se ha separado de la costa —decía Bush tocándose el sombrero.
—Sí —contestó Hornblower con indiferencia. Sobre todo le preocupaba no mostrar su impaciencia. Esperaba que los oficiales creyesen que él todavía no había visto la barca y tenía tanta sangre fría que no se apresuraba lo más mínimo para comprobarlo.
—Viene hacia nosotros, capitán —añadió Bush.
—Bien —dijo Hornblower impasible. Habían de pasar por lo menos diez minutos antes de que la barca estuviese al costado. Su meta debía de ser la Sutherland, pues, de otro modo, ¿por qué iba a hacerse a la mar con tanta prisa desde el momento en que avistó al buque? Los oficiales miraban con sus catalejos y se deshacían en comentarios en voz alta; Hornblower seguía paseando flemático y distraído. Ninguno sabía que, esperando la inevitable llamada, su corazón latía con fuerza.
—Al pairo, señor Bush —dijo Hornblower, acercándose calmosamente a la borda para responder a la llamada que acababan de hacerle en catalán, idioma que no hablaba, pero, al saber un poco de francés y tener un amplio y profundo conocimiento del castellano, adquirido cuando estuvo prisionero bajo palabra de honor (dos largos años de inacción durante los cuales se entretuvo en aprenderlo), no le supuso un gran esfuerzo comprender lo que se decía. Contestó enseguida en español:
—Sí —dijo—. Éste es un buque inglés.
Los remeros de la barca eran catalanes andrajosos, pero en la popa se sentaba un extraño personaje con un magnífico uniforme amarillo y un alto gorro con una pluma. Apenas Hornblower hubo contestado, aquél se puso en pie.
—¿Me permite subir a bordo? —preguntó en castellano—. Tengo importantes noticias para usted.
—Será usted muy bienvenido —contestó Hornblower, y volviéndose hacia Bush le dijo—: Debe de ser un oficial español. Disponga lo necesario para recibirle con todos los honores.
El hombre, que subió y se detuvo lleno de curiosidad sobre cubierta, mientras sonaban los silbatos y los soldados presentaban armas, era un húsar. Su guerrera amarilla estaba adornada de negros alamares; cuatro dedos de galones dorados ornaban sus calzones amarillos. Las altas botas de cuero negro y lustroso cerradas bajo las rodillas por cordones que terminaban en borlas de oro ostentaban tintineantes espuelas, y sobre el hombro llevaba colgado con elegante negligencia un dormán de paño gris plateado, ricamente bordado de astracán. En la cabeza llevaba un morrión de húsar de astracán con una bolsa plateada colgando de la parte superior, detrás de una pluma de avestruz, y otros cordones de oro daban varias vueltas alrededor del cuello. Adelantándose hacia Hornblower arrastraba un pesado sable curvo.
—Buenos días, señor —dijo, saludando militarmente—. Soy el coronel José González de Villena y Dávila, de los húsares de Olivenza de su majestad católica.
—Encantado de conocerle —replicó Hornblower—. Yo soy el capitán Horatio Hornblower, de la nave Sutherland de su majestad británica.
—¡Veo que vuecencia habla correctamente el español!
—¡Vuecencia es demasiado amable conmigo! Es una verdadera suerte que conozca el español, ya que eso me permite dar a vuecencia la bienvenida a bordo de mi buque…
—Gracias. Me ha costado un poco llegar hasta aquí. He debido apelar a mi autoridad para persuadir a esos pescadores a fin de que me trajeran. Tienen un miedo atroz de que los franceses lleguen a descubrir que se han comunicado con un buque inglés. ¡Mírelos! Reman como si en ello les fuese la vida.
—¿Conque de momento no hay guarnición francesa en ese pueblo?
—No, capitán; no hay guarnición.
Una curiosa expresión se pintaba en el rostro de Villena mientras decía esto. Era un hombre joven y pálido, aunque ahora bronceado, con el característico labio de los Habsburgo, hasta el punto de hacer sospechar que debía su eminente posición en el ejército español a alguna influencia familiar por parte femenina. Los ojos, de color castaño, tenían los párpados hinchados, y se cruzaron sin ninguna malicia con los de Hornblower. Más bien parecía que implorasen que no le preguntaran más cosas; pero Hornblower, deseoso de conocer los hechos, no quiso darse por enterado.
—¿Entonces, hay tropas españolas ahí?
—No, señor.
—Pero… ¿Y su regimiento, señor coronel?
—No está aquí, capitán. —Y continuó apresuradamente—: La noticia que debo daros… es que hay un ejército francés en marcha por la carretera del litoral. Se encuentra a unas tres leguas de aquí en dirección norte.
—¡Ejem! —dijo Hornblower. Precisamente era la noticia que más le podía interesar.
—La noche pasada estaban en Malgrat, en el camino de Barcelona. Son diez mil hombres; las divisiones de los generales Pino y Lecchi, del ejército de Italia.
—¿Cómo sabe eso?
—Es mi deber saberlo como oficial de caballería ligera —contestó Villena con dignidad.
Hornblower le miraba meditabundo. Ya hacía tres años que los ejércitos napoleónicos recorrían Cataluña en todos los sentidos. En innumerables batallas habían vencido a los españoles, y después de furiosos asedios habían dominado sus fortalezas; sin embargo, no eran más dueños del país de lo que lo fueron cuando insidiosamente se metieron en su territorio. Los catalanes no habían podido expulsar ni siquiera a la mescolanza de soldados empleados en esa parte de España (alemanes, suizos, polacos, todos los residuos de otros ejércitos); pero habían resistido valientemente, consiguiendo siempre nuevos refuerzos en cualquier rincón no ocupado del territorio, y habían fatigado al enemigo, obligándole a hacer continuas marchas y contramarchas. Sólo que nada de eso explicaba el hecho de que un coronel de los húsares de Olivenza se hallase solo y abandonado en las cercanías de Barcelona, en el corazón de un territorio donde los franceses debían de ejercer pleno dominio.
—Entonces, ¿cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó Hornblower con cierta brusquedad.
—Por deberes del servicio, capitán —contestó Villena con altanería.
—Lo siento mucho, don José, pero no acabo de entenderlo. ¿Dónde se halla su regimiento?
—Capitán…
—¿Dónde?
—Lo ignoro, señor.
Todo el orgullo había desaparecido de las facciones del joven coronel Villena. Dispuesto a confesar su propia vergüenza, miraba al capitán Hornblower con ojos que imploraban comprensión.
—¿Dónde estaba la última vez que lo vio?
—En Tordera. Habíamos luchado… contra el general Pino.
—¿Y perdieron?
—Sí. Ayer. Los hombres de Pino volvían de Gerona y nosotros bajamos de la montaña para cortarles el camino. Sus coraceros rompieron nuestras filas y nos dispersaron. Mi… mi caballo murió en Arenys de Mar, ahí.
Aquel lamentable cuadro descrito en pocas palabras dio pie a Hornblower para sospechar toda la verdad. Lo veía todo: las hordas indisciplinadas, colocadas en una altura, esperando la furiosa carga en que había sido dispersado el regimiento de caballería; el pánico y la fuga desordenada. Todos los pueblos de los alrededores debían de albergar fugitivos. Villena había galopado desesperadamente hasta que su caballo cayó reventado. Disponiendo seguramente de un caballo mejor que los demás, había llegado más lejos, y si no hubiese muerto el animal, tal vez estaría huyendo todavía. Los franceses, en su esfuerzo por reunir a diez mil hombres, habían evacuado los pueblecitos, y por eso Villena se libró de caer prisionero, a pesar de hallarse, como Hornblower observó, entre el ejército francés en marcha y su base de Barcelona.
Ahora que ya veía claramente los hechos no creía necesario detenerse en las peripecias del coronel; tenía que animarle, porque de ese modo seguramente le sería más útil.
—La derrota es una desgracia con la que todos los soldados pueden tropezar más tarde o más temprano —sentenció Hornblower—. Esperemos que hoy podamos tomarnos el desquite por lo acaecido ayer.
—Nos hemos de desquitar de muchas cosas más —contestó Villena.
Al decir esto, metió una mano en el interior de la guerrera y sacó un pliego impreso que entregó a Hornblower. Éste lo descifró aproximadamente, porque estaba redactado en catalán; pero al menos consiguió entender su sentido. Era una especie de proclama que empezaba así: «Nos, Luciano Gaetano Pino, Caballero de la Legión de Honor y de la Corona de Hierro de Lombardía, General de División, Comandante de las Fuerzas de Su Majestad Real e Imperial Napoleón I, Emperador de los franceses y Rey de Italia, quien, en el distrito de Gerona, con el presente decreto ordenamos…». Seguían numerosos párrafos enumerando todos los delitos posibles e imaginables cometidos contra la «Imperial y Real Majestad» y todos los párrafos terminaban (según pudo comprender Hornblower) con un «será fusilado», «pena de muerte», «será ahorcado», «será quemado»; y casi fue un alivio que esta última amenaza no se aplicase a las gentes, sino a los pueblos que diesen asilo a los rebeldes.
—Han quemado casi todos los pueblos, allá, en la montana —dijo Villena—. Y la carretera de Figueras a Gerona (son diez leguas, capitán), está llena de horcas y de cada una pende un cadáver.
—¡Horrible! —replicó Hornblower; pero no animó a Villena a seguir hablando, imaginándose que un español que empezase a describir los sufrimientos de su patria no se iba a detener así como así—,
¿Y dice que el general Pino marcha por la carretera de la costa?
—¡Sí!
—¿Sabría decirme si el agua es bastante profunda en algún lugar cercano a la playa?
Ante esa pregunta, el coronel levantó las cejas sin saber qué decir, y Hornblower comprendió que no era acertado interrogar a un coronel de húsares sobre las honduras marinas. Por eso pasó a otra pregunta.
—¿Cree que hay baterías para proteger la carretera de cualquier ataque que provenga del mar?
—¡Oh, sí! He oído decir que las hay.
—¿Dónde?
—¡Ah! Eso sí que no lo sé.
Hornblower comprendió que probablemente el coronel Villena no era capaz de proporcionar exactas informaciones topográficas de ningún sitio, tal como se podía esperar de un coronel español de la caballería ligera.
—Bueno, pronto lo vamos a saber —dijo.