El golfo de León no prometía ser un campo de empresas muy ventajosas. Eso creía Hornblower mientras examinaba la costa con su catalejo. Estaba tan profundamente encerrado que los vientos que procedían del norte hacia el oeste pasando por el sur encontrarían su barco con tierra a sotavento. Traidor y lleno de amenazas, podía verse azotado por tempestades que lo convirtieran en un mar terrible. No estaba mal exponerse a riesgos cuando existía de por medio un buen botín que ganar, pero, por más que escrutaba la costa a lo largo y a lo ancho, Hornblower no descubría ni el más ligero rastro de nada que pudiese convertirse en presa apetecible. Desde Port-Vendres hasta Marsella (el límite para la escuadra de crucero por aquella costa), la playa estaba bordeada por amplias zonas pantanosas, separadas del mar por anchas lenguas de suelo arenoso y hasta penínsulas de tierra de cultivo. Sobre las tierras incultas se veía de vez en cuando un fortín con sus baterías, y las pequeñas ciudades de Sé te, Aigües Mortes y otras semejantes estaban rodeadas de fortificaciones medievales que hubiesen podido desafiar todos los asaltos.
Pero lo importante se hallaba en la cadena de lagunas, unidas unas a otras desde el tiempo de los romanos por una red de canales que permitía a las embarcaciones de doscientas toneladas navegar tranquilamente por ellos de uno a otro puerto; en efecto, con la ayuda del catalejo, Hornblower percibía unas velas oscuras que parecían deslizarse sobre los verdes viñedos. Cualquier posible acceso a las lagunas se hallaba fuertemente defendido, y para intentar conquistar alguno de aquellos baluartes Hornblower hubiese debido exponerse a la peligrosa empresa de recorrer bajo el fuego enemigo aquel dédalo de canales entre los bancos de arena. Suponiendo que llegara a conseguirlo, quedaba por resolver el problema de cómo atacar después a las embarcaciones ancladas en la laguna.
Bajo un cegador cielo azul, las no menos azules aguas del Mediterráneo adquirían tonalidades verdes y hasta amarillas según la profundidad, lo que recordaba a Hornblower que navegaba en aguas traidoras. Sobre cubierta y hacia proa, la Sutherland era una colmena de actividad. Bush, reloj en mano, adiestraba a medio centenar de hombres en los trabajos de la maniobra. En una hora y media habían desplegado y recogido el juanete de proa por lo menos una docena de veces, cosa que debía de dar bastante que pensar a los numerosos catalejos que desde la costa observaban a las embarcaciones. Más allá, sobre cubierta, Harrison, el contramaestre, sentado sobre un escabel con dos suboficiales y veinte marineros acurrucados en semicírculo delante de él, iniciaba a los más adelantados en los misterios de los nudos y de las amarras. Un ruido sordo de ruedas que salía del puente inferior demostraba que Gerard estaba ejercitando a unos cuantos artilleros en potencia en el manejo de los morteros de veinticuatro. Una de sus ambiciones era la de tener a seis «capitanes» bien preparados en cada pieza, pero aún le faltaba mucho tiempo para conseguirlo. A popa, el paciente Crystal enseñaba rudimentos de navegación a los guardiamarinas con su sextante; los muchachos se mostraban inquietos y nerviosos mientras él peroraba. Hornblower, que se había apasionado por las matemáticas desde su niñez, los compadecía. A la edad del pequeño Longley, los logaritmos eran un juego para él, y un problema de trigonometría, una fuente de placer; él pensaba que debía de ser análogo al placer que aquellos muchachos sentían al oír la música, que para él no representaba nada.
Un monótono martilleo indicaba que el maestro carpintero y sus ayudantes daban los últimos toques al arreglo del grueso boquete que había hecho el mortero del cuarenta y dos la mañana anterior en Llançà (era increíble que hubiesen transcurrido solamente poco más de veinticuatro horas); y el traqueteo de las bombas revelaba que los pequeños delincuentes de a bordo achicaban el agua. Calafateada recientemente, la Sutherland hacía poquísima agua; menos de una pulgada por día con buen tiempo, y a esto se podía poner remedio colocando en las bombas una hora cada mañana a los hombres que se hallaran apuntados aquel día en las listas negras de Bush o de Harrison, ya fuera por haber llegado los últimos a la llamada o por haber colgado sus hamacas en dos turnos, o haber incurrido en cualquier otro de los pecados veniales de omisión que atraen la ira de los contramaestres y primeros oficiales. Un turno en las bombas (el trabajo más pesado y monótono del buque) representaba un castigo mucho más económico que el látigo, y Hornblower lo consideraba más disuasorio, para gran diversión de Bush.
De la chimenea de la cocina ascendía un poco de humo, y los efluvios de la comida llegaban hasta Hornblower en el alcázar. Los hombres, que el día anterior habían estado a pan y agua a causa de las tres acciones en veinticuatro horas, se desquitarían con un suculento rancho. Pero la dotación soportaba animosamente las travesías cuando veía éxito. Era sorprendente cómo el éxito contribuía a mantener la disciplina. Desde lo alto del puente, le bastó a Hornblower echar un vistazo para darse cuenta de que los hombres tenían buen ánimo. A pesar de los once muertos y dieciséis heridos, además de otros treinta y cuatro, que se habían ausentado para escoltar el botín, la Sutherland podía considerarse en conjunto mucho más unida y preparada de lo que lo estaba dos días antes.
También Hornblower se sentía animado y, por una vez, hasta propenso a sentirse optimista. Olvidando sus temores, había recuperado la confianza en sí mismo. Los afortunados golpes le habían producido un millar de libras esterlinas o más, y aquello ya era una gran cosa. Jamás en su vida había tenido mil libras esterlinas. Recordaba cómo lady Bárbara, con mucho tacto, había fingido no darse cuenta de que las hebillas de sus zapatos eran de similor. La próxima vez que comiese con ella llevaría hebillas de oro puro y tal vez hasta con diamantes; y, discretamente, sabría llamarle la atención sobre ellas. Y María ostentaría a los ojos de la gente anillos y brazaletes, para que se viera la fortuna de su marido.
Hornblower se enorgullecía de no haber sentido el más mínimo temor; ni cuando saltó dentro de la lancha de ronda, ni tampoco en los momentos de pesadilla en que se halló colgado de la red de defensa. Lo mismo que poseía una pizca de aquella riqueza que tanto había deseado, también con gran asombro por su parte se había probado a sí mismo que poseía aquella fuerza física y aquel valor que tanto había envidiado a sus subordinados. Y, aunque por naturaleza concediese poca importancia a su propio valor moral y a su habilidad de organizador, indudablemente se hallaba en vena de sentirse optimista y, como animado por un interno vigor, apuntó su catalejo por centésima vez hacia la costa, despiadada y hostil, buscando su punto flaco y estudiando la posibilidad de atacarla. En su camarote tenía las cartas náuticas francesas que el Almirantazgo le había entregado a él como seguramente había hecho con los capitanes de la Pluto y la Calígula. A las primeras luces del alba se había levantado para consultarlas, y ahora recordaba los detalles, sin cansarse de contemplar la línea verde de los campos, más allá de los bajíos y aquellas velas oscuras detrás. Ya se había atrevido a acercarse mucho; sin embargo, las lejanas velas estaban fuera del alcance de los cañones.
A la izquierda, Sète dominaba una zona de tierras bajas, encaramada sobre una pequeña altura. Mentalmente, Hornblower la comparó con Rye por encima de Romney Marsh, pero Sète era un pueblo de aspecto triste, de un color negro uniforme, muy diferente del alegre color rosa y gris claro que predominaba en Rye. Él no ignoraba que Sète era una villa fortificada con una guarnición, en la que era inútil intentar un golpe de mano. Al otro lado de Sète se extendía la gran laguna llamada Étang de Thau, que constituía uno de los principales eslabones en la cadena de vías fluviales que ofrecían amparo y protección a la navegación francesa, desde Marsella y el valle del Ródano hasta la cadena pirenaica. Sète era invulnerable para la fuerza de que disponía el capitán Hornblower, y eso de llegar al Étang de Thau se quedaba en un buen deseo.
De todo el canal a lo largo del litoral, el fragmento más vulnerable era la pequeña zona en que el canal de Aigües Mortes al Étang de Thau estaba separado del mar solamente por una estrecha lengua de tierra. Si quería dar un golpe, era allí donde debía hacerlo, y con más razón cuando veía un objetivo probable en aquella vela oscura que se hallaba no mucho más allá de dos millas de distancia. Debía de ser una pequeña embarcación de cabotaje francesa de las que hacían el recorrido entre Port-Vendres y Marsella cargadas de vino y aceite. Intentar capturarla era una locura, pero la verdad… la verdad era que Hornblower se sentía un poco loco aquel día.
—Avisad al timonel —le dijo al guardiamarina de servicio. Oyó la llamada haciendo eco de uno a otro sobre cubierta; en menos de dos minutos se presentó Brown, subiendo por la pasarela, jadeante por la carrera que había dado.
—¿Sabe usted nadar, Brown?
—¿Nadar? Sí, señor.
Hornblower se fijó en los hercúleos hombros y el cuello de toro del marinero. Una pelambre negra se descubría a través de la camisa, un poco abierta por el pecho.
—De los de mi chalupa, ¿cuántos saben nadar?
Brown se volvió a un lado y a otro antes de decidirse a hacer una confesión que sabía bien que iba a provocar el desprecio del capitán. Sin embargo no se hubiese atrevido a mentir; no a Hornblower.
—No lo sé, capitán.
Le dolió más que Hornblower se callase la obvia réplica que si le hubiese dicho: «Debería usted saberlo».
—Necesito para la chalupa una dotación de buenos nadadores —añadió Hornblower—. Todos han de ser voluntarios. Es para un asunto peligroso, y fíjese bien, Brown: quiero que todos sean voluntarios de verdad. Nada de aplicar los sistemas forzados.
—Sí, señor. —Y, después de vacilar un instante, Brown prosiguió—: Serán todos voluntarios, capitán. Costará un poco encontrarlos. ¿También irá usted, capitán?
—Sí. Un machete para cada uno. Y un paquete de combustible.
—¿Com… combustible, capitán?
—Sí. Un pedernal, un poco de estopa, unos trapos empapados en petróleo y un trozo de mecha lenta. Todo eso bien envuelto en un pedazo de tela encerada. Pídasela al maestro velero. Y un trozo de cabo para sujetarlo mientras estemos nadando.
—Sí, señor.
—Y ahora, vaya al teniente Bush, déle mis saludos y dígale que venga a verme. Luego vaya a preparar la tripulación.
—Sí, señor.
Bush fue a popa con su andar bamboleante y con la cara encendida por la curiosidad, y aun antes de que hubiese subido al castillo, recorrían el navío los rumores. Entre la dotación circulaban las historias más fantásticas acerca de las decisiones del capitán, que se había pasado la mañana con un ojo puesto en sus tareas y el otro en la costa francesa.
—Señor Bush, me voy a tierra a prender fuego a aquel barco de cabotajes que hay allí —anunció Hornblower.
—Sí, señor. ¿Irá usted mismo, en persona?
—Sí. —Hornblower no quería entretenerse en explicaciones. No podía decirle que no quería mandar a unos hombres para una tarea que exigía voluntarios y no ir él mismo. Se limitó a dirigir a su segundo una mirada de desafío. Bush se la devolvió y abrió la boca para protestar; lo pensó mejor y al volverla a abrir se contentó con preguntar:
—¿Cúter y lancha, capitán?
—No. Se encallarían a media milla de la costa.
En efecto; cuatro ligeras rayas de blanca espuma indicaban el punto bastante lejano de la orilla en donde rompían las olas.
—Llevo mi chalupa y una tripulación de voluntarios.
El rostro de Hornblower animaba a Bush menos que nunca a protestar; sin embargo, no pudo contenerse.
—¿No podría ir yo también, capitán?
—No.
Ante esta rotunda negativa, no había manera de seguir discutiendo. Mirando la cara arrogante de su capitán, Bush sentía como si fuese un padre disputando con un hijo rebelde, y no era la primera vez que se le ocurría este pensamiento. Él quería a Hornblower lo mismo que habría querido a un hijo, si lo hubiese tenido.
—Y fíjese bien en esto, Bush: nada de grupos de salvamento. Si nos perdemos, peor para nosotros. ¿Comprende? ¿Quiere que se lo ponga por escrito?
—No hay necesidad, capitán. He comprendido.
La voz de Bush tenía una entonación melancólica. Cuando se trataba de decisiones graves, Hornblower, que a pesar de todo apreciaba y respetaba a su segundo por sus cualidades y su buena voluntad, no se fiaba de sus iniciativas.
La idea de que Bush fuese dando tumbos por el país en busca de su capitán en un inútil empeño por rescatarle, desperdiciando valiosas vidas, le horrorizaba.
—Bueno. Ahora ponga el buque al pairo, señor Bush. Si todo sale bien, estaremos de vuelta dentro de media hora. Manténgase aquí cerca todo el tiempo que pueda mientras nos espera.
La chalupa llevaba ocho remeros; dando la orden de separarse del costado de la Sutherland, Hornblower confiaba en que todas aquellas maniobras pasaran inadvertidas. Los franceses ya debían de estar acostumbrados a ver los ejercicios matutinos con las velas, y aunque viesen fachear las gavias no se asombrarían. Hornblower se sentó junto a Brown; mientras, empujada vigorosamente por los remos, la barca corría ligera hacia la playa sobre la tranquila superficie del mar, a poca distancia de la vela oscura que aparecía al otro lado de la franja verde de la orilla. La majestuosa mole de la Sutherland se iba alejando y disminuía rápidamente a medida que la costa se iba acercando a la barca. También en aquellos momentos dramáticos el pensamiento de Hornblower se entretenía midiendo con la vista los contornos del buque y la altura de los mástiles, calculando cómo podría arreglárselas para mejorar sus cualidades marineras.
La chalupa había dejado atrás la primera fila de rompientes, si así podían llamarse con aquel mar soñoliento, y se deslizaba hacia la playa dorada bajo el sol. Pocos minutos más tarde el bote se inclinó, resbaló por la arena, recorrió algunas yardas más y al fin se detuvo.
—¡Vamos! —ordenó Hornblower, y echando las piernas fuera de la borda se dejó caer al agua, que le llegó a media pantorrilla. Inmediatamente le imitaron los demás y, agarrando la chalupa por las bordas, la empujaron hasta el sitio en donde el agua apenas les llegaba al tobillo. El primer impulso de Hornblower fue el de dejarse llevar de su arranque e internarse inmediatamente en el país, pero se contuvo.
—¿Los machetes? —interrogó calmoso—. ¿El combustible?
Pasando revista a los nueve hombres, constató que todos estaban armados y equipados, después de lo cual, y con tranquilo paso, se colocó a la cabeza del pequeño grupo. La distancia era demasiado grande para exigirles que fueran corriendo todo el camino y después nadasen. La playa arenosa estaba limitada por una corta empalizada, cuyas maderas se mezclaban con el hinojo marino. Saltando por encima de la empalizada, los hombres se hallaron en una viña; a algunos pasos se encontraban un viejo encorvado y dos mujeres, cavando entre la viña. Ante la repentina aparición de aquel grupo de marineros, los tres levantaron la cabeza y se quedaron mirando estupefactos y en silencio. A un cuarto de milla, al otro lado de la viña, que se extendía en un terreno llano, se veía la vela oscura; era una vela de abanico detrás de la cual empezaba a distinguirse un pequeño palo de mesana. Hornblower descubrió un pequeño sendero, que por lo visto iba en aquella dirección.
—Vamos, muchachos —dijo, y apresuró sus pasos.
El viejo dio un grito a los marineros que aplastaban las vides. Ellos, oyendo hablar francés por primera vez en su vida, se reían como niños. Para la mayoría de ellos, aquella viña era una novedad; a sus espaldas, Hornblower les oía prorrumpir en exclamaciones de asombro, a la vista de aquellas filas regulares de cepas retorcidas que tenían un aspecto salvaje y de entre cuyos pámpanos pendían racimos, aún verdes, de uvas.
Después de atravesar la viña, encontraron una pendiente repentina que terminaba en un camino de sirga que costeaba el canal. Allí la laguna no tenía más de doscientos metros de ancho, y el canal navegable estaba, evidentemente, cerca del camino de sirga, porque una dispersa línea de balizas a unas cien yardas de distancia marcaba presumiblemente los bajíos. A doscientos metros, y sin sospechar el peligro que le amenazaba, la pequeña embarcación navegaba tranquilamente. Prorrumpiendo en un grito salvaje, los hombres empezaron a desprenderse de la ropa apresuradamente.
—¡Silencio, idiotas! —gruñó Hornblower mientras se quitaba de la cintura la espada y empezaba a desnudarse.
Al oír los gritos, los tripulantes de la embarcación acudieron a la proa. Eran sólo tres hombres; un instante más tarde aparecieron dos mujeres robustas, que los miraron haciéndose sombra con la mano. Una de ellas, que debía de ser más lista, fue la que adivinó la amenaza que representaba aquel grupo de hombres que se estaban desnudando apresuradamente en la orilla. Hornblower, mientras se quitaba los pantalones, vio que una de las mujeres, dando un agudo grito, corría hacia la popa. El barquito seguía en movimiento, pero, cuando estuvo delante de ellos, la vela bajó de repente y con un violento golpe de timón se separó de la orilla. Sin embargo, ya era demasiado tarde; pasando a través de la hilera de boyas, con una sacudida fue a encallar en un bajío. El hombre que estaba al timón abandonó su sitio y sin saber qué hacer se quedó mirando a los hombres que se desnudaban en la orilla, rodeado por sus compañeros y las mujeres. Hornblower se ciñó la espada alrededor de la cintura desnuda. También Brown acababa de desnudarse y se colocaba un cinturón; contra la morena piel brillaba al sol un gran machete.
—Adelante, pues —dijo Hornblower.
Cuanto antes mejor. Con las manos juntas, se dejó caer en la laguna, dando un torpe salto. Gritando y chapoteando, sus hombres le siguieron. El agua estaba caliente; sin embargo, Hornblower, nadador muy mediano, avanzaba con toda la lentitud y prudencia que podía. Aquellas ciento cincuenta yardas que le separaban de la pequeña embarcación le parecían interminables; la espada que le pendía del costado empezaba a pesar. Brown se le adelantó braceando vigorosamente y llevando entre los blancos dientes el paquete del combustible sujeto por la cuerda que lo ataba. Sus cabellos negros y espesos brillaban como el azabache con el agua. Siguieron los demás y ya estaban todos al costado del barquito menos Hornblower, que se había quedado muy atrás. Todos subieron a bordo antes que él, aferrándose con las manos a la baja borda y luego, recordando la disciplina, dos o tres se volvieron y ayudaron a subir al capitán. Empuñando la espada, éste se apresuró a dirigirse hacia la popa, en donde hombres y mujeres se encontraban en apretado grupo. Hornblower reflexionó un instante lo que debía hacer. Franceses e ingleses se miraban a la cegadora luz del sol; los desnudos cuerpos de los marineros chorreaban, pero en medio del dramatismo de aquellos instantes, nadie se acordaba de su desnudez. Hornblower recordó de pronto y con gran alivio por su parte que el barquito llevaba un bote a remolque. Señalándolo con el dedo, llamó en su ayuda a sus nociones de francés.
—Au bateau —dijo—. Dans le bateau.
Los franceses vacilaban. Eran siete en total. Cuatro hombres de mediana edad y uno muy viejo; una mujer madura y una vieja. Los ingleses, reunidos detrás de su capitán, ya habían desenvainado sus cuchillos.
—Entrez dans le bateau —añadió Hornblower—. Hobson, empuje ese bote al costado.
La menos vieja de las dos mujeres prorrumpió en un torrente de invectivas, chillando como un loro y gesticulando como una condenada. Sus zuecos de madera hacían un ruido endiablado.
—Yo lo haré, capitán —intervino Brown—. ¡Venga, vosotros, saltad ahí!
Blandiendo el machete con la mano libre, Brown cogió a uno de los hombres por el cuello de la camisa y casi a rastras lo llevó hasta la borda. El hombre, mudo de miedo, cedió y saltó dentro del bote. Los demás, a ejemplo del primero, siguieron sin protestar. Brown soltó la amarra y el bote, cargado hasta los bordes, se alejó lentamente a la deriva. La mujer seguía lanzando improperios a gritos en su dialecto mixto de catalán y francés.
—Ahora quemaremos el barco —dijo Hornblower—. Brown, tome tres hombres y vaya abajo y vea lo que se puede hacer.
Los del bote habían hallado un par de remos y bogaban con cautela hacia la orilla. Se mantenían a flote por milagro. Hornblower los estuvo mirando hasta que llegaron a la orilla. Uno tras otro, los náufragos treparon por ella y subieron al sendero.
Entretanto, los marinos de la Sutherland habían trabajado deprisa y bien. Un ruido de madera cortada que llegaba de la bodega indicaba que Brown y sus compañeros estaban preparando un montón de leña en medio de la carga para prenderle fuego. Casi de inmediato empezó a salir una espesa nube de humo por la escotilla de popa; uno de los hombres, amontonando rápidamente unos cuantos trapos, los había empapado con el aceite de las linternas y les había pegado fuego, y el improvisado brasero ya estaba ardiendo.
—El cargamento es de barriles de aceite y sacos de grano, capitán —le dijo Brown, apareciendo sobre cubierta—. Hemos destapado algunos barriles y reventado algunos sacos. Eso arde enseguida. Fíjese, señor.
Por la escotilla de popa se elevaban espirales de humo negruzco y el calor que salía por allí hacía que a la luz del sol toda aquella parte de proa pareciese temblar. La madera seca y vieja de la cubierta delante de la escotilla también estaba en llamas. El sol deslumbrador y la ausencia de humo impedían que se vieran, pero se oía el crepitar del fuego y los secos chasquidos de los leños. También ardía el castillo de proa; de la escotilla salían espesas nubes de humo que se dirigían amenazadoras hacia donde estaban estacionados los incendiarios.
—Procure reventar alguna tabla de cubierta —dijo Hornblower, que sentía la garganta irritada.
A un estruendo de maderas cortadas, siguió un silencio extraño. Era un silencio ficticio, pues el oído de Hornblower percibía un rumor sordo y apagado, pero permanente. Era el fuego, que, avivado por la corriente de aire que se formaba a través del boquete practicado en la cubierta, devoraba el cargamento.
—¡Dios mío! ¡Vaya espectáculo! —exclamó Brown.
De repente se abrió paso una llamarada hasta la cubierta, y el aire se volvió abrasador. El calor se hizo insoportable.
—Ya podemos irnos. Vamos, muchachos —dijo Hornblower, y dando ejemplo se arrojó de nuevo al agua. Los hombres nadaban despacio, como si se hubiese evaporado su entusiasmo. Al parecer, el horrible espectáculo de aquel fuego devorador, que había destruido el interior de la embarcación, les devolvía el juicio. Los hombres se mantenían detrás de su capitán, que nadaba fatigosamente, y éste se sintió feliz cuando al fin pudo agarrarse a las hierbas que crecían a la orilla de la laguna. Algunos ya habían salido del agua antes que él. Brown le tendió una mano mojada y le ayudó a subir a la orilla.
—¡Santa María! —exclamó uno de los hombres—. ¡Fijaos lo que está haciendo aquella bruja!
Se hallaban a unas treinta yardas del lugar en donde habían dejado las ropas; también allí habían desembarcado los del bote. En el momento en que el irlandés había llamado la atención de sus compañeros, la vieja que les había insultado acababa de echar a la laguna el último hatillo de ropas. En la orilla ya no quedaba nada. Aún flotaban un par de camisas llenas de aire; lo demás se había hundido.
—¿Qué diablos habéis hecho, condenados? —chillaba Brown. Llegando donde estaban los infelices expulsados, los marineros danzaban a su alrededor desnudos y gesticulando con elocuencia. La vieja señalaba con un rugoso dedo a la pequeña embarcación, que ya no era más que una hoguera de la que se elevaba un tenue humo negro que apestaba el aire. El aparejo se desprendía soltando chispas; luego se vio el mástil inclinarse hacia un costado, lamido por largas lenguas de fuego, y después se cayó de repente.
—Ahora voy a pescarle la camisa, capitán… —dijo uno de los hombres, separando los ojos de aquel espectáculo que parecía tenerlos embobados.
—No. ¡Vámonos! —le conminó Hornblower con sequedad.
—¿Quiere los calzones del viejo? —le preguntó Brown—. Se los voy a quitar y ya puede rabiar ese condenado que…
—¡No! —repitió Hornblower.
Desnudos, volvieron a ponerse en camino por la herbosa ribera y se encontraron de nuevo en la pequeña viña. Cuando se volvieron para dirigir una última mirada a la laguna, vieron que las dos mujeres, olvidándose de sus ideas de venganza, lloraban desconsoladas. Uno de los hombres se acercó y le dio unos golpecitos en la espalda a la más vieja. Los hombres miraban, mudos y desolados, a la embarcación que ardía; todo lo que tenían. Hornblower se encaminó hacia las cepas. Hacia ellos venía un jinete a galope. A juzgar por el uniforme azul y el sombrero de tres picos, era un gendarme del ejército de Bonaparte. Al llegar ante el extraño grupo, frenó su caballo instintivamente, e hizo ademán de desenvainar el sable, pero, al mismo tiempo y visiblemente alarmado, miró a los lados en busca de una ayuda que no veía.
—¡Oh! ¡Bienvenido! —dijo Brown, y echó mano a su machete. Los demás marineros se pusieron detrás con las armas preparadas; ante aquella acogida, el gendarme se apresuró a hacer dar media vuelta a su caballo. En su cara bronceada brillaban los dientes blancos bajo los negros mostachos. Ellos pasaron a su lado corriendo, y cuando Hornblower se volvió a mirar, pudo ver que había desmontado y trataba de sacar la carabina de la montura sin conseguirlo, porque su caballo estaba asustado. En medio de la viña seguían cavando el viejo y las dos mujeres; a la vista de los hombres desnudos, el primero levantó el azadón amenazándolos, mientras que las mujeres sonreían avergonzadas mirándolos disimuladamente de reojo. Allí estaba la chalupa y a lo lejos aparecía la Sutherland. Al descubrirla, los hombres soltaron un grito de júbilo.
En un abrir y cerrar de ojos pusieron la chalupa a flote, esperaron a que Hornblower hubiese subido, le dieron otro empujón y a su vez saltaron dentro y tomaron los remos. Hubo uno que ahogó un grito; una astilla le había arañado la nalga desnuda. Maquinalmente, Hornblower sonrió, pero el hombre se calló de inmediato a una mirada de Brown.
—¡Mire lo que hay allí, capitán! —dijo el remero de enfrente indicando algo a la espalda de Hornblower.
El gendarme, con la carabina en la mano, corría pesadamente; las grandes botas le estorbaban. Hornblower volvió la cabeza con el tiempo justo para ver cómo se arrodillaba y apuntaba. Disgustado, se preguntó por un momento si su carrera iba a verse cortada por el disparo de la bala de un gendarme, pero la nubecilla de humo que se perdió en el viento ni siquiera le llevó el ruido del disparo. El hombre debía de hallarse cansado de cabalgar, y hacer blanco así de repente, en una chalupa que se movía sobre las olas a doscientas yardas de la orilla, no resultaba una cosa fácil.
Detrás de la lengua de tierra entre el mar y la laguna se iba ensanchando una nube de humo negro. El barquito estaba completamente destruido. Había sido una mala acción destruir aquel pobre barco, un derroche, pero guerra y derroche eran sinónimos. Para aquella pobre gente era una catástrofe que los dejaba en la miseria; pero también significaba que Inglaterra tenía el brazo muy largo y era capaz de hacerlo caer sobre aquellos pueblos que, en dieciocho años de guerra, apenas se habían sentido molestados como no fuese por las levas de hombres que hacía Bonaparte. Además, significaba que, de entonces en adelante, los que tenían la misión de defender la costa estarían en perpetua agitación a lo largo de la ruta entre Marsella y España, precisamente en el trozo que ellos creían más seguro. Eso comportaba la necesidad de destacar allí tropas y baterías para defenderlo de futuras incursiones, y, en consecuencia, sería preciso ampliar y reforzar las fuerzas disponibles distribuyéndolas a lo largo de aquellos trescientos veinte kilómetros de costa. Débil defensa, que sería fácil hundir en el punto más vulnerable por medio de un ataque bien asestado por sorpresa, uno de aquellos golpes que eran un juego para un buque de línea que podía aparecer y desaparecer a su gusto en el horizonte. Si aquel juego se organizaba bien, la costa entera, desde Marsella a Barcelona, se podía mantener en perpetua alarma. Ése era el verdadero y único modo de yugular la fuerza del gigante corso. Además, una nave con buen viento viajaba diez o quince veces más deprisa que un destacamento de soldados, y un mensajero a caballo hubiese perdido si se apostaba a correr con ella. Hornblower había herido la costa a la izquierda y en el centro. Ahora, volviendo al lugar de la cita apresuradamente, podía herirla en el flanco derecho. En el estrecho asiento de la chalupa, se movía y cruzaba una pierna sobre otra, nervioso. Y, muriéndose de ganas de volver a ponerse en acción, se le hacían interminables los minutos que pasaban antes de verse a bordo de la Sutherland.
Por encima del agua llegó claramente a su oído la voz de Gerard, que decía: «Pero ¿qué demonios?». Debía de haber avistado en aquel momento la singular dotación de hombres desnudos. Inmediatamente sonaron los silbatos llamando a la guardia para recibir al capitán. Desnudo como vino al mundo, Hornblower recibió el saludo de los oficiales y de los marineros con toda dignidad y como si tal cosa. Atravesó la cubierta con la espada golpeándole acompasadamente las desnudas piernas; la prueba era inevitable y en veinte años de vida en el mar ya había aprendido a aceptar lo inevitable. La cara de los hombres de guardia parecía de piedra, en su enorme esfuerzo por contener la risa, pero Hornblower no se preocupó por ello. Aquella mancha de humo allá en el horizonte rubricaba un trabajo del que cualquier marinero podía sentirse orgulloso. Y permaneció desnudo sobre el puente hasta que terminó de dar a Bush las órdenes acerca del nuevo rumbo que debían tomar, y se dispuso a conducir a la Sutherland hacia el sur en busca de nuevas aventuras. El viento ya giraba precisamente hacia el sudoeste, y no era cosa de desperdiciar ni un segundo de viento propicio.