CAPÍTULO 11

—Disparan bien, capitán —opinó Bush. Repentinamente se había elevado un chorro de agua a un centenar de yardas de la Sutherland para morir a los pocos segundos.

—¿Cómo no han de disparar bien, si tienen todas las ventajas? —replicó Gerard—. ¡Morteros de cuarenta y dos sobre ejes fijos, a cincuenta pies sobre el nivel del mar, y unos artilleros con diez años de práctica!

—Pues yo los he visto tirar peor —dijo Crystal.

Y Bush:

—Están a una milla y media, me apuesto la cabeza.

Y Crystal:

—¡Más!

—A una milla escasa —intervino Gerard.

—¡Tonterías! —insistió Bush.

—Señores, óiganme, por favor. —El capitán puso fin a la disputa—. He mandado llamar también a Rayner y a Hooker. Ahora examinan el paisaje con atención.

Una docena de catalejos se pusieron a examinar Port-Vendres, que se recortaba sobre un horizonte enrojecido ya por la puesta del sol. En el fondo se erguía el monte Canigó con una sorprendente ilusión de altura vertiginosa; a la izquierda, los contrafuertes de los Pirineos descendían hacia el mar, marcando el cabo Cervera, el punto donde terminaba Francia y empezaba la tierra de España. En el centro se veían las blancas casitas de Port-Vendres agrupadas como un rebaño de ovejas en el fondo del pequeño golfo, y que aparecían rosadas por la luz del sol poniente. De cara al pueblecillo había un buque danzando, anclado y protegido por las baterías de ambos lados de la costa. De allí precisamente partían los cañonazos; con persistencia, los cañones seguían disparando e intentaban castigar, a pesar de la distancia, a aquel buque tan insolente, que se atrevía a ostentar la bandera británica a la vista de la costa francesa.

—Observe bien aquella batería de la izquierda, señor Gerard —decía Hornblower—. Y usted, Rayner, mire a la de la derecha, ésa de donde acaban de disparar. Fíjense bien. No deben equivocarse. Hooker, ¿ve la curva de la bahía? Esta noche deberán conducir una barca en línea recta hacia aquel buque.

—Sí, señor —dijo Hooker, mientras los otros oficiales cruzaban miradas.

—Señor Bush, vire a babor. De momento debemos alejarnos hacia alta mar. Ahora les daré mis órdenes, señores.

Yendo de uno a otro, los instruyó en pocas palabras sobre lo que debían hacer. El navío anclado frente a Port-Vendres debía ser asaltado y capturado aquella misma noche. Con aquella empresa culminarían las veinticuatro horas que empezaron con la captura de la Amélie y siguieron con el asalto de las baterías de Llançà.

—La luna sale a la una en punto. Yo me encargaré de encontrarme aquí hacia la medianoche.

Hornblower calculaba que la guarnición de Port-Vendres se tranquilizaría al ver que ellos se alejaban de la costa, y por eso podrían volver a medianoche para cogerlos desprevenidos. Una hora de oscuridad sería suficiente para efectuar un asalto por sorpresa, y la luna, al salir, daría bastante luz para poder sacar de la bahía el buque capturado (en el caso de que la cosa tuviese éxito) o para permitir que los asaltantes se reuniesen y huyesen si no conseguían triunfar.

—El teniente Bush se quedará aquí, como comandante del buque —dijo Hornblower.

—¡Señor! Por favor, señor…

—Por hoy ya ha conquistado bastantes laureles, Bush —repuso Hornblower.

Comprendiendo que no podría soportar con paciencia la espera mientras los otros luchaban, había decidido ponerse a la cabeza de sus hombres.

Ya se moría de impaciencia al saborear por anticipado las emociones de la inminente aventura aunque se preocupaba de no demostrarlo.

—Todos los hombres del destacamento de desembarco serán marineros expertos, y Gerard y Rayner pueden repartirse los soldados.

Los oficiales le escuchaban con atención y asentían a todo. Maniobrar una embarcación desconocida y sacarla de un puerto por la noche requería una destreza poco común.

—En resumen, ¿han comprendido cuál es su misión? Señor Hooker, repita las órdenes.

Diligente como un colegial, Hooker las repitió. Era un buen oficial. Hornblower no sentía haberle propuesto para ser ascendido a teniente a la vuelta de la Lydia.

—Bien, señores. Les ruego que pongan sus relojes en hora con el mío. Las estrellas les darán bastante luz para ver la hora… Cómo, señor Hooker, ¿que no tiene reloj? El señor Bush le hará el favor de prestarle el suyo.

Hornblower leía en la cara de sus oficiales que aquella sincronización de los relojes había remachado con más fuerza que cualquier otro razonamiento la necesidad de ceñirse escrupulosamente al horario que él había señalado. De otro modo, tal vez hubiesen puesto poca atención a aquellos intervalos de cinco minutos o de diez minutos exigidos por el capitán, que era el único que se daba cuenta de la necesidad que había de que en una compleja empresa desarrollada en medio de las tinieblas nocturnas todo se ajustase al minuto.

—¿Estamos de acuerdo? Entonces, señores, concédanme el placer de cenar conmigo esta noche, haciendo excepción del oficial de guardia, por supuesto.

De nuevo los oficiales se miraron entre sí. Aquellas cenas del capitán, cuando una acción era inminente, ya se habían hecho famosas. Savage recordaba una a bordo de la Lydia, antes del épico duelo con la Natividad. Entonces los otros dos invitados eran Galbraith, el teniente de su división, y Clay su mejor amigo. Galbraith había muerto de gangrena en el lejano Pacífico, mientras que a Clay, una bala de cañón le destrozó el cráneo.

—Esta noche, nada de whist. Savage —sonrió Hornblower, como si leyese los pensamientos del muchacho—. Tendremos mucho que hacer antes de la medianoche.

Muchas veces, Hornblower se había empeñado en aquellas partidas de juego de naipes en ocasiones semejantes. Él disimulaba su propio nerviosismo criticando el juego de sus compañeros, no menos preocupados que él. Ahora, mientras se dirigía hacia el camarote de popa, se esforzaba en aparecer sonriente y cordial; un verdadero modelo de anfitrión. Cuando estaba nervioso se volvía locuaz, y aquella noche que sus invitados estaban más silenciosos de lo habitual, al menos por una vez podía desahogarse y hablar animadamente para mantener la conversación. Los oficiales le miraban asombrados; no le veían así sino en momentos excepcionales, y casi se olvidaban de lo humano y simpático que sabía ser aquel hombre cuando hacía ostentación de sus mejores cualidades para conquistarlos. Para él era una forma conveniente de tener ocupada la imaginación y, sin olvidar jamás la distancia que le separaba de sus inferiores, sabía ejercitar su inteligencia en aquella conquista de voluntades.

—Señores míos, me temo que ya es tiempo de volver a cubierta —dijo finalmente Hornblower, poniendo la servilleta sobre la mesa—. ¡Es una verdadera lástima interrumpir esta agradable reunión!

En la cubierta reinaba una completa oscuridad en contraste con la viva luz de la lámpara del camarote. La Sutherland navegaba espectral sobre un mar que ofrecía el reflejo de las estrellas que brillaban en un cielo negro; la pirámide que formaba su velamen se perdía en la oscuridad de las alturas y leves rumores de chasquidos e imperceptibles arpegios la acompañaban y parecían responder al chapoteo de las pequeñas olas invisibles que rompían contra la proa. Los hombres de la tripulación, echados sobre las pasarelas o en cubierta, hablaban en voz baja; pero ante las órdenes de los oficiales se apresuraron silenciosos y dispuestos a colocarse en los lugares que les estaban destinados. Hornblower comprobaba la posición del barco en unión de Bush, y con el catalejo intentaba descubrir la costa perdida en la oscuridad.

—¡Remeros del cúter! —llamaba Gerard en voz baja.

—¡Remeros de la lancha! —murmuraba Rayner.

Un rumor apresurado pero lleno de orden indicaba la llegada de ambas dotaciones al pie del palo mayor. Los tripulantes del cúter se reunían en el alcázar. En conjunto eran doscientos cincuenta hombres; si la aventura salía mal, a Bush solamente le quedarían los hombres imprescindibles para poder llegar al lugar donde estaban esperando a la Sutherland.

—Puede usted ponerse al pairo, señor Bush —dijo Hornblower.

De una en una eran botadas las lanchas al mar. Al fin, Hornblower bajó por la escalerilla y se colocó en la popa de su chalupa entre Brown y Longley. A un gruñido del primero, los remeros se pusieron a la faena, con los remos fajados, y la flotilla se alejó de la nave. Por una ilusión óptica, cuanto más cerca se estaba de la superficie del agua más negra parecía la oscuridad. La chalupa del capitán se separó lentamente de la lancha y de la otra chalupa, que, encaminándose cada una a su objetivo, se dirigieron hacia la derecha y hacia la izquierda respectivamente, por lo que Hornblower pronto las perdió de vista. Sin hacer el menor ruido, los remos se hundían en el negro aterciopelado de las aguas.

Hornblower estaba sentado e inmóvil, con la mano sobre la empuñadura de su espada de cincuenta guineas. Hubiese querido por lo menos estirar el cuello y volverse a mirar hacia las otras embarcaciones; a cada instante iba en aumento su nerviosismo. Cualquier idiota entre los infantes de marina podía juguetear con el cierre de su mosquete; o si un imprudente hubiese dejado levantado el gatillo de su pistola, a un gesto involuntario que hiciese mientras remaba… La menor alarma en la costa lo echaría todo a rodar, causaría la pérdida de muchas vidas y lo haría merecedor (si conseguía salir indemne del apuro), de una feroz reprimenda por parte del almirante. Hizo un esfuerzo por quedarse quieto durante otros cinco minutos antes de volver a colocarse el catalejo.

Al fin pudo distinguir una sombra, un atisbo de roca gris. Con la mano en la barra del timón cambió de rumbo, hasta que casi estuvieron a la entrada de la pequeña ensenada.

—¡Despacio! —susurró; y, sin ser empujada por los remos, la barca se deslizó ligera hacia delante. A popa y bastante cercanos, dos puntitos de un negro más oscuro señalaban la posición de las dos lanchas, en el lugar en donde se habían detenido. Acercándose el reloj a los ojos, a la luz de las estrellas apenas podía distinguir las manecillas. Aún debía esperar tres minutos.

Un lejano chapoteo llamó su atención; era el ruido de unos remos y sonaba en el interior de la ensenada. Juzgó que debía de sonar ser a unas doscientas yardas por delante, y hasta le pareció ver la espuma. Los franceses, era muy natural, vigilaban alrededor de su precioso buque. Sin embargo, su capitán no se había dado cuenta de que hubiese sido muchísimo más eficaz, para evitar una sorpresa, ordenar que la lancha de vigilancia llevase los remos forrados y se deslizase en silencio hasta la entrada del puerto, y no de la forma ruidosa en que lo estaban haciendo. Volvió a consultar su reloj.

—Remos —susurró, y los hombres se dispusieron a obedecer—. Ahí está la lancha de ronda. Muchachos, acordaos. Arma blanca. Si alguno dispara antes que yo, lo dejo seco. ¡Adelante!

La chalupa se puso en movimiento; pocos segundos más y se encontraría en el lugar en donde convergía la vigilancia continua de los centinelas, y donde se cruzaba el fuego de las baterías. Al anochecer, los cañones eran colocados de tal forma que una salva bastase para dar de lleno en cualquier embarcación que se acercase. Durante un angustioso segundo, Hornblower se preguntó si la lancha y el cúter no se habrían extraviado. Luego, un grito de alerta sonó a su derecha y fue coreado por otro que partió de la izquierda; instantáneamente estalló un crepitar de mosquetes. Rayner y Gerard habían desembarcado y guiaban a sus pelotones al asalto de las baterías de costa, y, siguiendo las órdenes de Hornblower, desencadenaban un estrépito infernal, capaz de distraer y desorientar a los artilleros en el momento álgido.

Hornblower veía claramente las salpicaduras que levantaban en el agua los remos de la lancha de guardia. Atraída por aquel inesperado escándalo que no acababa de comprender, se alejaba presurosa en dirección a la orilla, sin sospechar que una chalupa enemiga se dirigía en la sombra y silenciosamente hacia ella. Solamente cuando ya estaban muy cerca, alguien se dio cuenta.

Qui va la? —gritó una sonora voz en la oscuridad. Por toda respuesta, la chalupa de la Sutherland embistió a la lancha por el flanco, mientras Hornblower tiraba de la caña del timón.

A una rápida orden suya, la chalupa había retirado los remos un segundo antes de la colisión y con su choque había destrozado los remos de la lancha, mandando a la mitad de los remeros bajo los bancos. Hornblower, ahogándose por la emoción y el nerviosismo, desenvainó la espada y saltó a la lancha. Cayó sobre un cuerpo humano en la popa y lo pisoteó, sosteniéndose en pie de milagro. Viendo a dos dedos de sus rodillas una cara blanca, le dio un salvaje puntapié y notó un tirón al dar en el blanco, y al mismo tiempo dirigió un sablazo en dirección a otra cabeza. Sintió que la hoja penetraba hasta el hueso; la lancha bailoteaba locamente bajo sus pies, invadida por los hombres de la chalupa. Alguien que estaba enfrente se movía esforzándose por ponerse de pie; a la escasa luz de las estrellas, Hornblower tuvo la visión de un mostacho negro en una cara pálida. No, no podía ser un inglés… Tambaleándose, Hornblower daba golpes a su alrededor, se agarró a su adversario y cayó con él sobre un montón de cuerpos humanos. Cuando consiguió liberarse y se puso en pie, la pelea había terminado sin que hubiese sonado un tiro. Los hombres de la lancha de ronda estaban muertos, o habían caído al mar, o yacían inconscientes en el fondo de la embarcación. Hornblower sentía que su nuca y sus manos estaban húmedas y pegajosas. Seguramente era sangre, pero no tenía tiempo de pensar en ello.

—¡Aquí, muchachos, deprisa! —exclamó empujando a sus hombres hacia la chalupa—. ¡Bogad!

Todo se había desarrollado en poquísimos minutos. Entretanto, en las baterías, el ataque se desarrollaba entre frecuente crepitar de mosquetes. Y los dos cúters habían llegado a la nave anclada, pero no debían de haber conseguido capturarla al primer asalto, a juzgar por los aislados disparos que se seguían sonando a lo largo de la amurada; seguramente la nave estaba defendida por la red de abordaje y su tripulación despierta.

—¡Tranquilo, chico! —dijo Hornblower a Longley, que se movía con inquietud a su lado.

Con un último golpe de timón, llevó a la chalupa a lo largo de la popa del bajel que los asaltantes dejaban libre.

—¡Remos! —cuchicheó—. Adelante y valor. Un grito todos a la vez.

Trepar por la borda de la nave resultó duro. Hornblower había encontrado un punto de apoyo en la amurada entre las mallas de la red, pero se veía obligado a inclinarse hacia atrás, pues aquélla, amarrada a las vergas, colgaba oblicuamente hacia fuera. Se debatía como una mosca cogida en una telaraña, y junto a él veía a Longley, que braceaba desesperadamente. El muchacho llevaba el puñal entre los dientes; así se lo habría oído a algún marinero fanfarrón. Colgado como estaba de la red, con el puñal en la boca, tenía un aspecto tan grotesco que Hornblower, en su precaria posición, se sintió sacudido por una risa nerviosa. Sacando trabajosamente la espada de la vaina y agarrándose con la mano izquierda a la red, con la derecha se puso a dar tajos al cordaje embetunado. Desde la chalupa, los hombres cogieron la red que colgaba y la sacudieron desesperadamente, de tal manera que Hornblower casi perdió el equilibrio.

A su alrededor se elevaba un vocerío frenético. Aquel ataque por sorpresa, en un sitio que no estaba vigilado, debió de dar el golpe de gracia. Los defensores, luchando contra la dotación del cúter, perdían terreno. La espada de cincuenta guineas tenía una hoja de finísimo acero, cortante como una navaja de afeitar, y cortaba los cabos de la red, uno tras otro. Por un momento Hornblower se sintió arrastrado y casi cayó de espaldas. Con un supremo esfuerzo consiguió impulsarse hacia delante, cayó entre la red a cuatro patas y oyó rebotar la espada en cubierta, ante él. Un francés se le echó encima; pudo ver el metálico brillo de la pica que aquel hombre pretendía clavarle. Agarró el mango y lo revolvió contra su enemigo, el cual le cayó pesadamente encima, dándole un golpe en la cabeza con la rodilla. Hornblower sintió un agudo dolor en la nuca y, con una patada, se libró de él, se puso de pie, recogió la espada y se dispuso a enfrentarse con otras oscuras formas que en aquel preciso momento se abalanzaban sobre él.

Resonó en sus oídos un tiro de pistola que le aturdió, y la negra masa de atacantes pareció disolverse en la nada. Pero, por los gritos, comprendió que aquellas figuras que andaban por el puente eran ingleses.

—¡Señor Crystal!

—¡Capitán!

—Corte la amarra. ¿Está aquí el señor Hooker?

—¡Sí, señor!

—Mande a sus hombres a las jarcias y que larguen las velas.

No había tiempo para felicitarse por haber salido bien de la lucha. De un momento a otro podían llegar refuerzos enemigos a la nave, y Rayner y Gerard podían haber sido rechazados por las guarniciones de las baterías, de modo que tendría que enfrentarse a los cañones.

—Brown, dispare el cohete.

—Sí, señor.

El cohete era la señal convenida para que los compañeros desembarcados supieran que el buque ya estaba apresado. Y, afortunadamente, en aquellos momentos se levantaba una brisa que empujaría a la nave fuera de la ensenada. Aquel viento entraba también en los cálculos de Hornblower, el cual había contado con un viento de tierra después de un día de sol tan abrasador.

—¡La amarra está cortada, señor! —gritaba Crystal desde la proa.

Hooker había soltado la vela mayor, y el buque empezaba a moverse.

—¡A la faena! ¡Hombres de la chalupa! ¡Marineros del cúter! ¡Benskin! ¡Ledley! ¡Al timón! ¡A estribor todo!

El pedernal de Brown, que se hallaba en cuclillas sobre el puente, despedía chispas. El cohete surgió con una luminosa estela y se desparramó muy alto en un estallido de lágrimas brillantes. En el momento en que el buque, con el estay del trinquete izado, viraba enfilando la entrada de la bahía, con el viento de popa, la luna aparecía en el horizonte. Era una gibosa luna menguante, que daba la cantidad suficiente de luz para poder gobernar la nave entre las dos baterías y salir de la bahía. Entre el estampido seco de los mosquetes, Hornblower distinguía unos silbidos sostenidos. Eran los silbatos de Gerard y de Rayner, que llamaban a sus hombres.

Dos chapuzones indicaron que dos hombres del buque se habían echado al mar, intentando llegar a nado a la orilla antes que entregarse prisioneros. Había sido una operación bien llevada y bien ganada.