—Han dado las dos, capitán —dijo Polwheal despertando a Hornblower de un profundo sueño—. Viento del este cuarta al sudeste. Rumbo noroeste; nave con todo su velamen. El teniente Gerard me ha mandado que os anuncie que hay tierra a la vista hacia babor.
Esta última frase hizo saltar a Hornblower de su coy. Se puso en pie sin preocuparse de nada más. Se quitó la camisa de dormir y a toda prisa se endosó la ropa que Polwheal ya tenía preparada y sin afeitarse ni peinarse siquiera se apresuró a subir al alcázar. Ya era completamente de día, el sol estaba alto sobre el horizonte, por encima de la aleta de estribor, y justo por el través de babor, a popa, se delineaba, en efecto, una gran forma montañosa de un vago color grisáceo. Era el cabo de Creus, uno de los últimos contrafuertes del Pirineo que bajaba hasta el Mediterráneo, extremo límite este de la costa española.
—¡Buque a la vista! —gritó el vigía desde la cofa—. Casi enfrente de nosotros. Un bergantín, capitán, que se ha separado de tierra y se dirige hacia estribor.
Era lo que Hornblower había esperado; por eso mismo, había procurado llegar a aquel lugar en aquel preciso instante. Todo el litoral de Cataluña hasta Barcelona y más allá estaba en manos de los franceses, y un gran ejército (la Crónica de la actual guerra de España lo estimaba en ochenta mil hombres) intentaba extender sus conquistas hacia el sur y en el interior del país.
Pero los caminos les daban tanto trabajo como los ejércitos españoles. Proporcionar víveres a un ejército como aquél, además de a una numerosa población civil, era una empresa imposible de realizar por la vía terrestre sirviéndose de los pasos del Pirineo, aunque fuese solamente a través de Gerona, que después de una heroica resistencia se había rendido en el mes de diciembre del año anterior. Los víveres, las municiones y el material de asedio debían por lo tanto seguir la vía marítima, por medio de pequeñas naves que iban costeando de una batería de costa a otra, aventurándose por los bajíos del golfo de Rosas, doblando los rocosos promontorios españoles y llegando de ese modo hasta Barcelona.
Después de la destitución de Cochrane, este tráfico no había hallado apenas ningún obstáculo por parte de los ingleses en el Mediterráneo. Llegado al lugar convenido frente a Palamós, Hornblower tuvo cuidado de no dejarse ver, a fin de no dar sospechas de que andaba por allí o estaba próxima a llegar una escuadra británica. Hasta contaba con la imprudencia de los franceses. Como el viento había cambiado casi hacia el este, y el cabo de Creus se dibujaba en aquella dirección, era posible que cualquier navío de aprovisionamiento, obligado a mantenerse alejado de tierra para poder doblar el cabo, se viera atrapado al amanecer fuera de tiro de las baterías costeras al no haber realizado su peligrosa travesía de noche. Y, en efecto, eso era lo sucedido.
—Ice la bandera, Gerard —dijo Hornblower—, y reúna a la tripulación.
—El bergantín ha virado, capitán —anunció el vigía—. Va viento en popa.
—Es preciso maniobrar para cortarle el camino —dijo Hornblower a Gerard—. Soltad las alas de estay de ambos lados.
Viento en popa y con una ligerísima brisa soplando solamente era como mejor navegaba la Sutherland, tal como se podía esperar por su poco calado y sus desmañadas hechuras. En esas condiciones, no sería difícil dar cuenta de un bergantín cargado en exceso y poco preparado para alejarse de la costa.
—¡Ah de cubierta! —exclamó el vigía—. El bergantín está virando de nuevo, señor. Vuelve a su antiguo rumbo. —Eso era un poco raro. Si se hubiese tratado de un buque de línea, hubiese creído que no vacilaba en provocarle a un duelo. Pero un pequeño bergantín, aunque estuviese armado, debería ponerse cuanto antes bajo la protección de las baterías de costa. ¿Sería tal vez un bergantín inglés?
—Savage, suba con el catalejo y dígame qué es lo que ve.
Ligero como un felino, Savage trepó por las jarcias de mesana.
—Es cierto, capitán —confirmó—. Está ciñendo con las velas amuradas a estribor. Nosotros pasaremos a sotavento. Ostenta la bandera francesa. Ahora hace señales. Aún no consigo ver las banderas: casi está del todo a sotavento, señor.
¿Qué estaba haciendo aquel bergantín? Navegando a sotavento, iría a meterse en la boca del lobo. Si se hubiese ido corriendo hacia la costa apenas vio a la Sutherland, aún hubiese podido tener la esperanza de escapar; en cambio se había convertido en una presa fácil y segura. Pero ¿por qué un bergantín francés había de hacer señales a un buque inglés? Hornblower se puso de pie sobre la balaustrada; desde allí podía ver recortadas sobre el horizonte las velas de gavia del bergantín, mientras éste seguía su curso a barlovento.
—Ahora ya veo la señal… «M V», capitán —dijo Savage.
—¿Qué demonios significa «M V»? —se le escapó a Hornblower volviéndose hacia Vincent, pero instantáneamente se arrepintió de su pregunta. Una mirada hubiese sido lo mismo.
—No lo sé, capitán. —Vincent hojeaba el código de señales—. Aquí no está.
—Dentro de poco lo sabremos —intervino Bush—. Nos vamos acercando. ¡Eh! Ya vuelve a virar otra vez. Ahora se pone a barlovento. Pero no te servirá para nada, monsieur. Ya estás en nuestras manos. Muchachos, aquí nos vamos a llenar los bolsillos.
Hornblower no oía las excitadas conversaciones de los hombres en el alcázar. Esta última tentativa de fuga del barco francés explicaba sus anteriores movimientos. Bush, Gerard, Vincent, Crystal, todos, en fin, tenían el pensamiento demasiado ocupado con la idea del botín para detenerse en hacer suposiciones; solamente Hornblower adivinaba lo que había pasado. El primer impulso del bergantín apenas avistó a la Sutherland fue darse a la fuga. Luego, fijándose en la insignia roja que ésta había enarbolado, la tomó equivocadamente por la bandera francesa. El color rojo de la bandera tricolor, igual a la insignia de la flota, explicaba el error.
Esta vez resultó ser una suerte que Leighton fuese almirante de la Roja, y que por eso la Sutherland ostentase sus colores. Además ésta tenía la proa redondeada, de característico origen holandés, igual a casi todos los buques de línea franceses y que era rarísimo encontrar entre los ingleses. El bergantín, pasado su primer susto y creyendo haberse equivocado, había vuelto a tomar su camino; seguramente tenía prisa por llegar a alta mar para poder doblar el cabo de Creus. Aquellas dos letras, «M V», eran la señal secreta de reconocimiento entre los buques franceses; era una cosa que valía la pena conocer. Solamente cuando vio que la Sutherland no daba la señal de contestación convenida el capitán del bergantín se dio cuenta del error e intentó huir.
Era un intento desgraciado, ya que la Sutherland le había cortado el camino a sotavento. Ahora, apenas separaban dos millas a las naves, que iban la una al encuentro de la otra. De nuevo viró el bergantín, tal vez con la débil esperanza de ponerse fuera del tiro, colocándose a barlovento. Pero la Sutherland le acorralaba de cerca.
—Disparad un cañonazo que caiga cerca —ordenó Hornblower.
Ante aquella advertencia, el capitán francés se rindió Inmediatamente el bergantín se puso al pairo y la bandera tricolor fue arriada. De la cubierta de la Sutherland se levantó un grito de júbilo.
—¡Silencio! —intimó Hornblower—. Bush, tome la lancha y aborde al bergantín. Señor Clarke, usted será el jefe de presa. Subirá a bordo con seis hombres y se dirigirá a Mahón.
Al volver, Bush tenía la cara radiante.
—Es el bergantín Amélie, capitán. Hace seis días que salió de Marsella para Barcelona. Va cargado de provisiones militares. Veinticinco toneladas de pólvora, ciento veinticinco de galleta, barriles de buey y cerdo salado y aguardiente. El agente del Almirantazgo lo comprará inmediatamente con armas y bagajes. —Bush se restregaba las manos—. ¡Y pensar que nosotros somos los únicos a la vista!
Si hubiese habido otro buque inglés a la vista, tendrían que haber repartido el botín. Tal como había salido la cosa, no había que dar parte más que al almirante del Mediterráneo y al almirante Leighton, al mando del escuadrón. Pero, a pesar de todo, Hornblower podía contar con recibir algunos centenares de libras esterlinas.
—Viremos a barlovento —dijo Hornblower—. No debemos perder más tiempo.
Por nada del mundo hubiese dado la más pequeña muestra de satisfacción por el hecho de verse dueño de varios cientos más de libras esterlinas.
Bajó a su camarote para afeitarse y, mientras se rasuraba las enjabonadas mejillas, contemplando la melancólica faz que reflejaba el espejo, meditó una vez más sobre la indiscutible superioridad que el mar tenía sobre la tierra. Aquella Amélie era una barquita insignificante, pero llevaba dos o trescientas toneladas de municiones y mercancías; y para llevar todas aquellas cosas por la vía terrestre hubiese sido preciso organizar un convoy militar en regla: cientos de carros, centenares de caballos y más de mil hombres para protegerlo de un ataque por parte de los españoles; aunque esos hombres, a su vez, hubiesen necesitado más carros para sus propias provisiones. Y toda aquella enorme procesión hubiese ido avanzando a razón de veinticuatro kilómetros por día a lo largo de los accidentados caminos españoles. No es, pues, de asombrarse si los franceses preferían servirse de la vía marítima, a pesar de todos sus riesgos. Y qué pérdida resultaba para el ejército francés, ya tan zarandeado, encontrarse a sus flancos una escuadra británica y cortadas las vías de comunicación.
Mientras salía a tomar su ducha, seguido de Polwheal, se le ocurrió una idea.
—Llame al maestro velero —dijo a su asistente.
Potter, el maestro velero, se quedó en posición de firmes mientras su capitán daba vueltas bajo el chorro de la bomba.
—Potter, necesito una bandera francesa —dijo al fin—. ¿No hay ninguna a bordo?
—¿Una bandera francesa? No, señor.
—Entonces hágame una. Le doy veinte minutos, Potter. —Hornblower continuó disfrutando de aquella refrescante ducha en la calurosa mañana. Calculaba que desde el cabo de Creus nadie habría observado la captura de la Amélie, pues era la única tierra que en aquellos momentos estaba a la vista.
Pero, aunque no fuese así, se necesitarían varias horas para poder advertir a las baterías costeras de la presencia de una nave de línea británica. Cogidos los franceses por sorpresa una vez, ¿por qué no aprovecharse de la sorpresa hasta las últimas consecuencias, sirviéndose para ello de cualquier expediente?
Volvió a su camarote y se puso la ropa blanca recién lavada, dando vueltas en su imaginación a sus proyectos de aquella noche, los cuales, al perder poco a poco su nebulosidad a la luz diurna, iban tomando formas concretas.
—¿El desayuno, capitán? —preguntó Polwheal.
—Lléveme una taza de café al alcázar. —El solo pensamiento de comer daba náuseas a Hornblower, ya fuese por la pesada cena del día anterior, o bien a causa de la agitación que sentía.
Desde el alcázar de popa se podían distinguir vagas masas azuladas en el horizonte; era la cadena de los Pirineos. Entre aquellas montañas y el mar corría el camino entre Francia y España.
Un ayudante de Potter llegaba corriendo con un gran paquete.
—Señor Vincent —llamó Hornblower—. Haga izar esta bandera en el lugar de la nuestra.
Los oficiales de cuarto vieron llegar aquella bandera tricolor con profunda estupefacción y sus miradas se dirigían de ella a su capitán mientras hablaban entre sí, agrupados; pero ni uno se atrevió a dirigir la palabra a Hornblower, que estaba solo en el costado de barlovento. Hornblower disfrutaba de su estupor y de su silencio.
—Mande a los hombres a su lugar de trabajo inmediatamente después de desayunar, señor Bush. Prepare el zafarrancho de combate, mantenga las portas cerradas. Y que la lancha y el cúter estén preparados para ser botados al agua en cualquier instante.
La orden de prepararse para entrar en acción, la bandera tricolor que enarbolaban, los montes de España a la vista, la captura de aquella mañana, todo se combinaba para crear entre los hombres una excitación y una agitación que se notaba en el rumor con que poco más tarde subieron a la cubierta como un rebaño desordenado.
¡Hagan callar a esos charlatanes! —gritó Hornblower—. Esto parece un manicomio.
El ruido cesó casi de repente y los hombres se dispersaron como niños que se hallasen ante un papá muy severo. Pronto fueron bajadas las portas y arrojado al mar el fuego de la cocina. Los grumetes corrían de un lado a otro llevando las municiones para las baterías.
—Capitán, zafarrancho de combate dispuesto —dijo Bush.
—¡Ejem! Capitán Morris, prepárese para bajar con cuarenta soldados en las lanchas cuando sean botadas al agua, veinte en cada una.
Empuñando de nuevo el catalejo, Hornblower estudió una vez más la costa, que se iba acercando por momentos. La carretera serpenteaba alrededor de los acantilados, casi al nivel del mar, y la orilla, como describían las cartas náuticas, caía a pico, a poca distancia de los escollos. Quizá sería una precaución sensata poner en funcionamiento la sonda.
Era una peligrosa aventura acercarse a sotavento a una costa custodiada por baterías de largo alcance. Era probable que salieran malparados antes de poder ponerse fuera de tiro. Pero, aparte de la estratagema de la bandera, Hornblower contaba con que los franceses nunca creerían que un buque inglés fuese capaz de ser tan audaz.
Y, en lo que tocaba a las baterías, la presencia de un buque francés en aquellas aguas era muy natural; podía venir de Tolón, del Atlántico, o tal vez se trataba de unos prófugos de cualquier isla del mar Jónico que, atacados por los ingleses, buscaban un puerto de refugio después de su larga peregrinación. En ninguno de estos casos abrirían fuego sin pedir una explicación previa.
A una orden de Hornblower, la Sutherland se fue a colocar paralela a la costa, dirigiéndose hacia el norte. Con viento moderado, adelantaba despacio y fuera del alcance del tiro de las baterías de la costa. El sol mandaba sus ardorosos rayos sobre los hombres inmóviles en sus puestos. Los oficiales estaban reunidos sobre el alcázar. Hornblower, con la cara bañada en sudor, no cesaba de explorar la costa con su catalejo, en busca de un objetivo. El leve soplo del viento apenas arrancaba un zumbido a las jarcias, y el chirrido de las poleas resonaba con extraña intensidad en medio de aquel silencio, lo mismo que la monótona cantinela del hombre que sondaba.
—Capitán, hay algunas pequeñas embarcaciones ancladas alrededor de la punta —anunció Savage de pronto, desde el mastelero de proa—. Desde aquí se ven muy bien.
Una mancha oscura bailó dentro del campo visual del catalejo. Hornblower lo bajó, para descansar los ojos fatigados, y luego se lo volvió a colocar. La mancha persistía. Era una bandera tricolor que ondeaba al viento perezosamente, colocada en un asta sobre el promontorio. Era justamente lo que él buscaba. Encima de las rocas habían instalado una batería. Probablemente serían cañones del cuarenta y dos, con un buen comandante y hornos para preparar los proyectiles. No había ningún buque que pudiese combatirla. Al pie del promontorio, una pequeña flotilla parecía haber ido a refugiarse allí, a la vista de una vela lejana.
—Diga a sus hombres que se echen al suelo —dijo Hornblower a Morris.
No quería que las casacas rojas de la Marina real inglesa, que se veían de lejos, pudiesen indicar prematuramente la nacionalidad de la Sutherland.
La escollera gris se iba dibujando con más precisión a medida que el buque se acercaba. Más allá se revelaban al catalejo unos parapetos, apenas dejaba éste de concentrarse sobre la batería. Le pareció distinguir las grandes bocas de las piezas asomando por encima de ellos. En cualquier instante podían empezar a vomitar fuego, estampidos y humo. En ese caso, a él no le quedaba otra cosa que hacer sino huir lo más deprisa posible. Tal vez los franceses ya habían sospechado la identidad de la Sutherland y solamente estaban esperando tenerla bien a tiro. Y cada minuto que se acercaba significaba tenerla un minuto más bajo el fuego, y la pérdida de un palo podía significar la pérdida del buque.
—Señor Vincent —dijo Hornblower sin separar los ojos del fortín—. Ice la señal «M V».
Aquellas palabras suscitaron un murmullo entre la oficialidad. Ahora ya comprendían las intenciones del comandante. El juego era peligroso, pero si tenía éxito les daría la oportunidad de acercarse a la batería. Si «M V» era realmente la señal francesa de reconocimiento y había sido usada oportunamente, todo iría bien. Si no era así, la misma batería se encargaría de demostrarlo. Hornblower, que sentía que el corazón le latía locamente, pensaba que de todos modos el comandante del fortín se quedaría asombrado un momento y perdería algo de tiempo. La señal se estaba usando bien, por lo visto, pues la batería seguía callada. En cambio, pusieron un banderín en el mástil delante del parapeto.
—No entiendo lo que quiere decir —declaró Vincent—. Es una «cola de golondrina» que nosotros no usamos.
Pero el hecho de que los de la batería hicieran señales indicaba que tenían sus sospechas, a menos que se tratase de una trampa para atraer más cerca a la Sutherland. Aunque si la batería se retrasaba mucho sería demasiado tarde.
—Señor Bush, ¿se ha fijado usted bien en la batería?
—Sí, señor.
—Tomará el cúter y el señor Rayner, la lancha; desembarcarán y atacarán la batería.
—Sí, señor.
—Le daré la señal cuando se hayan de bajar las embarcaciones al agua.
—Sí, señor.
—Ocho brazas menos cuarto… —Como en sueños, Hornblower oía la cantinela del marinero, mientras su atención estaba fija en la batería. El buque adelantó aún un cuarto de milla; luego calculó que era el momento.
—Señor, puede salir ahora.
—Sí, señor.
—Señor Gerard, ponga en facha las gavias.
Bajo las órdenes de Bush, en el buque hasta entonces en silencio se desencadenó una frenética actividad. Obedeciendo las órdenes que daban los silbatos, los hombres pusieron en movimiento las cabrias para botar al mar las embarcaciones. En aquel momento, todas las horas de penoso entrenamiento revelaron su utilidad. Cuanto más rápida fuese la maniobra, menor era el peligro y mayor la probabilidad de éxito.
—Arroje los cañones por el acantilado, señor Bush. Destrózelo si puede. Pero no se entretenga ni un segundo más de lo necesario.
—Sí, señor.
Los hombres, encorvados sobre los remos, bogaban frenéticamente.
—¡Caña a sotavento! Señor Gerard, viremos de borda. ¡Fuera aquella bandera! ¡Icemos la nuestra! ¡Ah!
Sobre su cabeza Hornblower sintió vibrar el aire, conmovido por un cañonazo. La nave entera se estremeció con la sacudida de un tremendo golpe en la proa. Una nube de humo ocultaba la batería; al fin se defendían. Y, gracias a Dios, apuntaban a la Sutherland. Si uno solo de aquellos proyectiles hubiese tocado la lancha o el cúter, los habría hundido. Hornblower se sentía tan contento que ni siquiera se le ocurrió pensar en su propia seguridad.
—Gerard, vea si nuestros cañones pueden alcanzar el fortín. Habrá que calcular bien cada tiro. No servirán para nada si no podemos hacer volar las aspilleras.
Otra salva de la batería pasó demasiado alta, pues los proyectiles volaron por encima de los mástiles. Solamente el pequeño Longley, que se pavoneaba en el alcázar con la mano sobre el puñal que llevaba a un costado, se encogió instintivamente; luego, echando una mirada hacia el capitán, se irguió y se alejó muy tieso. Hornblower sonrió.
—Señor Longley, empalme inmediatamente aquella driza de la vela de juanete.
Por su parte era un acto bondadoso hacer que el chico estuviera ocupado, y así no sintiera miedo. Entre tanto, la batería de estribor había abierto el fuego de un modo irregular, como si jugase, y los surtidores de tierra que se levantaban en la escollera indicaban que los proyectiles caían unos treinta demasiado bajos. Hubiese sido suficiente que un par de ellos diese en las aspilleras, quitando de en medio a algunos artilleros y sembrando la confusión. Retumbó otra salva, y esta vez casi desapareció la lancha entre los surtidores que se elevaron a su alrededor. Hornblower se estremeció muy alarmado. Pero enseguida volvió a reaparecer la lancha. Un tiro había estropeado los remos de un costado, porque andaba de lado, como un cangrejo. Sin embargo ambas embarcaciones estaban a salvo, pues se encontraban tan cercanas a la escollera que los cañones de arriba ya no podían inclinarse más para alcanzarlas. El cúter ya había llegado a la resaca, y la lancha le iba a los alcances. Los hombres que habían saltado al agua salieron a la orilla chapoteando.
Por un momento Hornblower sintió no haber tomado el mando de ambos grupos de desembarco, conforme a la etiqueta naval. Temía que un ataque desordenado y sin concierto hiciese perder todas las ventajas adquiridas. Pero Bush era de confianza. Ya le veía saltar al camino y volverse a mirar a los hombres dando órdenes y gesticulando. Un grupo se dirigía a la derecha guiado por Rayner; los cansados ojos de Hornblower veían el cráneo pelado de éste y su inconfundible forma de caminar, con los hombros cargados. Morris y sus soldados, compacta mancha escarlata, iban por la izquierda. Bush iba en el centro con los que quedaban: sabía lo que hacía. Tres barrancos salpicados por algunos matojos aislados señalaban el lugar más fácil para subir. Hornblower vio brillar la espada de Bush cuando éste la desenvainó para arengar a los hombres, y los tres grupos empezaron a subir simultáneamente por los costados del promontorio. El eco lejano de un grito simultáneo que dieron llegó apagado a los oídos de Hornblower.
Un par de los cañones de cubierta afinaban mejor la puntería. En dos ocasiones, Hornblower pudo ver saltar la tierra de las aspilleras heridas. Pero, puesto que los hombres estaban trepando por las asperezas del terreno, era necesario dejar de disparar. En un silencio dramático, el buque flotaba sobre las tranquilas aguas, y los de a bordo eran todo ojos para no perder un solo gesto de los compañeros que estaban en tierra. Ya habían llegado a la cumbre; unas volutas de humo indicaron que las piezas habían disparado de nuevo con metralla o tal vez con balas. Hubiese bastado una sola descarga de una de aquellas piezas del cuarenta y dos para destrozar a uno cualquiera de los tres grupos. Sobre el parapeto se veía un centelleo de armas, y en el centro resaltaba la blanca camisa de un marinero que azotaba el aire con sus brazos. Manchas blancas y rojas salpicaban la cara del baluarte, indicando dónde habían caído los hombres. Transcurrieron algunos minutos, que parecieron horas, sin que se pudiese ver nada. Luego, lentamente, la insignia tricolor fue arriada de su mástil y en la cubierta de la Sutherland los hombres prorrumpieron en un grito de triunfo irresistible. Hornblower cerró de golpe el catalejo.
—Señor Gerard, viremos de borda. Mande la chalupa a tomar posesión de los barcos de la bahía.
Cuatro tartanas, una falúa y dos lanchones estaban anclados en la pequeña ensenada bajo el fortín; una buena redada, sobre todo si estaban cargados como el bergantín. Hornblower vio algunos pequeños botes remando apresuradamente en dirección a la orilla; los remeros buscaban su salvación en la huida y a él le parecía bien, pues no tenía intención de cargarse de prisioneros. Él mismo había sido prisionero en El Ferrol.
De lo alto de los peñascos se desprendió un alud de piedras y tierra que no paró hasta llegar al camino de la parte baja, entre una gran nube de polvo y astillas. Era un mortero de cuarenta y dos libras levantado a viva fuerza por encima del parapeto. Bush no perdía tiempo en desmantelar la batería, si es que aún estaba vivo. Otro cañón sufrió la misma suerte, y luego un tercero.
Las pequeñas embarcaciones se dirigían hacia los costados de la Sutherland, dos de ellas remolcaban a la chalupa. Entretanto, los marinos desembarcados bajaban corriendo por los barrancos y se reunían sobre la playa. Un grupo, que iba con más lentitud, conducía seguramente algún herido. Entre todas aquellas cosas, la calma que siguió a tanto jaleo pareció prolongarse enormemente. Un estallido formidable llenó el espacio y una columna de humo y de tierra voló hacia lo alto (por un segundo Hornblower recordó los volcanes cerca de los que navegó la Lydia durante su afortunado viaje), revelando que el polvorín había hecho explosión. Al fin, la lancha y el cúter se separaron de la orilla y, dirigiendo su anteojo hacia este último lugar, Hornblower pudo descubrir a Bush sano y salvo, sentado a popa. Por lo menos así parecía; su seguridad no fue absoluta hasta que no le vio ir a su encuentro, sonriente, para hacer su informe.
—Las ranas han echado a correr por la puerta mientras nosotros entrábamos por la ventana. Por lo demás, han tenido poquísimas pérdidas. Nosotros hemos perdido…
Hornblower debió hacer acopio de resignación para escuchar el triste resumen. Terminada la excitación, se sentía trastornado y débil, y con gran esfuerzo disimulaba el temblor de sus manos; esbozando una sonrisa, profería maquinalmente unas palabras de elogio, primero para algunos hombres que Bush propuso que fuesen citados en la orden del día, y luego para toda la tripulación colocada en la cubierta. Durante varias horas, se había encerrado en su pretendida impasibilidad en el alcázar, y ahora padecía las torturas de la depresión nerviosa. Dejó a Bush al cuidado del botín y le encargó que mandase a Mahón los barcos capturados con una tripulación mínima; y, sin una palabra de excusa, corrió a refugiarse en su camarote. Se había olvidado de que la nave había sido preparada para el combate y, en su búsqueda de intimidad, no tuvo más remedio que tumbarse en el diván de un rincón de la galería de popa, en espera de que los hombres volviesen a cerrar las portas y asegurasen los cañones en su sitio. Se abandonó completamente a su cansancio, dejando caer los brazos; oía cómo el agua chapoteaba contra la bovedilla y el chirriar del timón sobre su eje. Y a cada movimiento del buque, que Bush guiaba hacia su rumbo, la cabeza colgaba alternativamente sobre un hombro u otro.
Al recordar los peligros a que se había expuesto, le corrían escalofríos por la espalda y las piernas. ¡Qué enorme temeridad la suya! Por un milagro, por una suerte verdaderamente excepcional su navío no era ya una ruina, desarbolado y con la dotación diezmada por los muertos y los heridos, arrastrado a la deriva hacia una costa llena de enemigos que los esperaban victoriosos y exultantes. Hornblower (y esto formaba parte de su modo de ser), era muy propenso a disminuir sus propios méritos y no dar ningún valor al minucioso estudio y a las precauciones adoptadas para obtener un feliz resultado; tampoco daba ninguna importancia a su propia habilidad, que le permitía aprovechar hasta el límite las circunstancias favorables. Volvía a llamarse loco e inconsciente por aquella manía suya de liarse la manta a la cabeza y meterse ciegamente en la boca del lobo, sin pensar para nada en el peligro hasta que ya había pasado.
Un ruido de vajilla y de pasos le llamó la atención y se enderezó apenas con el tiempo justo para adoptar su consabida actitud flemática. Polwheal había entrado en la galería.
—Le traigo algo para comer, capitán, pues desde ayer no ha tomado nada.
De repente Hornblower se dio cuenta de que tenía un hambre de lobo y recordó que ni siquiera había tocado el café que algunas horas antes le había subido Polwheal al alcázar. Aún debía de estar allí, enfriándose, a menos que Polwheal se lo hubiese llevado. Con verdadero alivio se levantó y entró en el camarote. Tan agradable era la perspectiva de comer y beber, que no se enfadó al notar a su asistente pegado a sus talones y dispuesto a cuidarle maternalmente para después aprovecharse de su posición. La lengua estaba deliciosa y, con cierta intuición, Polwheal había tenido la buena idea de sacar una botella de clarete. Por lo general, cuando comía solo no bebía más que agua; pero aquella vez se bebió tres copas de vino saboreando bien y sabiendo que las necesitaba.
Repuesto gracias a la comida y al vino y descansado al fin, su pensamiento volvía a las andadas, urdiendo nuevos proyectos y buscando la manera de dar más quehacer al enemigo. Cuando tomó el café, las ideas le hervían ya en la cabeza, aunque no las tuviese aún muy claras. Lo único que sabía con certeza era que el camarote resultaba caluroso y reducido, y que necesitaba salir a tomar el aire y el sol sobre cubierta. Polwheal, al volver para sacar la mesa, vio desde la ventana que daba a la galería que su capitán se paseaba por ella con inquietud, y los muchos años que había pasado a su servicio le permitieron sacar deducciones precisas por el modo de moverse, por la manera en que inclinaba la cabeza y por las manos, que, aunque unidas a la espalda, se movían y se agitaban mientras iba analizando cada una de las posibilidades.
Como resultado de alguna palabra que Polwheal dejó escapar, pronto corrió por cubierta el rumor de que se estaba preparando otro jaleo, dos horas antes de que Hornblower subiese al puente y diese las órdenes para prepararse.