CAPÍTULO 9

La Sutherland había sido el primer buque de la escuadra en llegar al lugar convenido a la altura de Palamós, puesto que no se descubría ni rastro del almirante ni de la Calígula. Lentamente daba bordadas con el ligero viento de sudoeste, y Gerard aprovechaba la ocasión de aquel período de ocio para ejercitar a sus hombres en el manejo de las baterías. Bush había tenido bastante tiempo para adiestrar a los suyos en la maniobra, por lo que ya era hora de probarlos como artilleros con el consentimiento de Hornblower. Bajo el ardiente sol de estío mediterráneo, los hombres, desnudos hasta la cintura, chorreaban de sudor, llevando las piezas hacia delante y hacia atrás; trabajaban con las manivelas, aprendían a manejar las flexibles baquetas, repetían innumerables veces todas aquellas maniobras mecánicas, indispensables para luego ser capaces de saber colocar un cañón en posición, disparar, limpiar y volver a cargar de nuevo, y así continuamente, durante horas y más horas, entre espesas nubes de humo y sembrando la muerte a su alrededor. Primeramente, la maniobra; la puntería venía mucho más tarde; pero era una buena táctica dejar que los hombres disparasen algún cañonazo, pues eso los distraía y hasta cierto punto les compensaba por aquel ejercicio extenuante. A una milla de la popa, una chalupa de la Sutherland bailaba sobre las límpidas olas. Una zambullida y un chorro de agua, y luego desde cubierta descubrieron la mancha oscura del barril que habían echado al mar, antes de que la chalupa se retirase apresuradamente, a un costado, lejos de la línea de tiro.

—¡Cañón número uno! —gritó Gerard—. ¡Apunten! ¡Fuego!

El primero de los cañones de dieciocho libras zumbó levemente; muchos catalejos vieron la zambullida del proyectil.

—¡Lejos de la boya y a la derecha! —anunció Gerard—. ¡Pieza número dos!

Los cañones de dieciocho de la cubierta, las piezas del veinticuatro del puente inferior, cada uno se dejaba oír por turno. Ni siquiera los más expertos artilleros eran capaces de dar en el blanco a tan gran distancia, y la boya seguía flotando intacta. También se probaron uno tras otro los cañones de la batería de popa y el barril seguía intacto.

—Acortemos la distancia. Señor Bush, haga virar de bordo y acerquémonos al blanco. ¡Ahora, señor Gerard!

Doscientos metros era una distancia bastante corta hasta para las carroñadas. Las tripulaciones del castillo de proa y del puente de popa estaban preparadas en sus puestos, mientras la Sutherland se acercaba al blanco. Los disparos eran casi ininterrumpidos y el buque se estremecía con el trueno persistente. Espesos algodones de humo rodeaban los semidesnudos cuerpos. El agua parecía hervir alrededor de la pequeña boya, levantándose en altas columnas, y de repente, en medio de aquellas salpicaduras, el barril saltó en mil pedazos y cayeron al agua sus duelas entre los gritos de entusiasmo de los artilleros. En seguida, el silbato de plata del capitán ordenó cesar el fuego. Los hombres estaban contentísimos, se daban grandes manotazos en las espaldas y Hornblower sabía muy bien que la diversión de hacer saltar en pedazos un barril valía como recompensa por dos horas de extenuante trabajo.

La chalupa echó al mar un segundo bocoy. La batería de estribor se preparaba para disparar sobre él. Hornblower, en el alcázar, miraba hacia arriba. La vida era hermosa a veces. Tenía una dotación que podía ser envidiada por cualquier capitán y tantos gavieros como jamás pudo atreverse a soñar. Hasta aquel momento todos se encontraban en buen estado de salud; los hombres de tierra se iban transformando rápidamente en marineros, y hasta como artilleros prometían mucho. Aquel magnífico tiempo estival, soleado, seco y caliente, le sentaba bien a su salud. Gracias a la satisfacción que le procuraba su dotación, que ya empezaba a ser un organismo compacto y eficiente, Hornblower había dejado de sufrir por lady Bárbara. Se sentía contento de vivir y un sano optimismo le llenaba de euforia.

—¡Buen tiro, ésos de abajo! —exclamó ante un disparo extraordinariamente bien colocado, ejecutado por los de la batería del puente inferior, que había conseguido reventar el segundo barril—. Señor Bush, esta noche haga distribuir un trago de ron entre los hombres de esa batería.

—Sí, señor.

—¡Buque a la vista! —gritó el vigía—. Velas a sotavento. ¡Se acercan!

—Señor Bush, que retiren la chalupa. Ponga el buque al pairo con las velas amuradas.

—Bien, bien, capitán.

Incluso allí, a no más de cincuenta millas de la costa francesa y menos de veinte de la de España, que estaba dominada por los franceses, había pocas probabilidades de hallar una vela francesa, especialmente en el rumbo que llevaba la nave que acababa de avistarse. Ordinariamente los navíos franceses iban muy pegados a la costa, sin aventurarse a salir a alta mar.

—¡Vigía! ¿Qué se ve de esas velas?

—Capitán, es un buque que navega a todo trapo. Veo hasta los sobrejuanetes y las alas.

—¡Deteneos! —rugió el segundo contramaestre a los hombres que estaban izando el bote.

A juzgar por el velamen, era más dudoso que nunca que se tratase de un navío francés. Los franceses ya sólo tenían pequeños veleros para el comercio, lugres, bergantines y tartanas. Era más probable que fuese una nave inglesa, y la suposición fue confirmada casi inmediatamente por el vigía.

—Ya veo las gavias… Me parece que es la Calígula, capitán.

El capitán Bolton debía de haber terminado su misión de escoltar a los buques mercantes hasta Mahón. En efecto, antes de una hora la Calígula se halló a un tiro de cañón de la Sutherland.

—La Calígula hace señales, capitán —advirtió el guardia marina Vincent—. Mensaje al capitán de parte del capitán: «Contento de hallarle. ¿Querría venir a comer conmigo?».

—Conteste: «Acepto» —replicó Hornblower.

Los silbatos de los contramaestres sonaron en un prolongado y extraño pitido mientras el capitán Hornblower subía a bordo de la Calígula. La guardia se puso firme, los infantes de marina presentaron armas y el capitán Bolton le salió al encuentro tendiéndole ambas manos con sus arrugadas facciones iluminadas por una sonrisa.

—¡El primero que ha llegado! —exclamó—. Venga por acá, capitán. Se me ensancha el corazón al verle de nuevo. Aquí tengo una docena de botellas de jerez sobre el que me gustaría conocer su opinión.

¡Eh, mozo! ¿Dónde están esas copas…? ¡A su salud, capitán!

La cabina de popa del capitán Bolton estaba arreglada con gran lujo, a diferencia de la de Hornblower. Sobre los arcones había cojines de raso, del techo pendían lámparas de plata, y asimismo eran de plata los enseres que adornaban la mesa cubierta de blanco lino. Bolton había tenido suerte: mandando una fragata había ganado un buen dinero de presa; un solo viaje le había producido cinco mil libras esterlinas y ahora iba viento en popa. La momentánea envidia que se apoderó de Hornblower se desvaneció inmediatamente al darse cuenta del mal gusto que dominaba en aquel lugar, y se acordó de cómo iba vestida la señora Bolton la última vez que la vio. El indudable contento que experimentó Bolton al verle y la buena opinión que seguramente tenía de él contribuyeron a levantar su moral.

—De la rapidez con que ha llegado al lugar de la cita se puede deducir que su viaje ha sido aún más veloz que el nuestro —observó el capitán Bolton, y enseguida el coloquio cayó en detalles técnicos que duraban aún cuando les fue anunciado que la comida estaba a punto.

Era notorio que Bolton tenía escasas nociones de la clase de comida que se debía ofrecer con aquel tremendo calor. Había una sopa de guisantes excelente, pero pesada; salmonetes, sin duda comprados en el último instante de su estancia en Mahón; un asado de cordero con coles hervidas; queso un poco pasado; vino de Oporto excesivamente dulce, que Hornblower no hallaba muy de su gusto. Nada de ensaladas ni de frutas, ninguno de los exquisitos productos de Menorca, que Bolton acababa de abandonar.

—Carnero de Menorca, me temo —dijo Bolton con el cuchillo en la mano—. Ha de saber que mi último cabrito inglés falleció en misteriosas circunstancias en Gibraltar y proporcionó un banquete a la camareta de los artilleros. ¿Puedo ofrecerle otro pedazo, capitán?

—No, gracias. —Realmente Hornblower había comido una buena ración y ahora, harto ya de grasa de camero, se sentía empapado de sudor en aquel lugar tan estrecho. Bolton le acercó la botella de vino y se echó un dedo en la copa, que aún estaba llena a medias. Una larga práctica le había enseñado a mantenerse a la altura de su anfitrión a la hora de beber, aunque siempre haciéndolo moderadamente. Bolton vació su propia copa y se la llenó de nuevo.

—Y ahora —dijo— resignémonos a esperar la llegada del contralmirante de la flota, sir Muy Pomposo.

Hornblower miró azorado a su compañero. Jamás se hubiese él atrevido a nombrar a su superior con aquel mote y mucho menos hablando con otro. Aparte de eso, nunca había pensado en sir Percy Leighton de aquella forma. No entraba en su modo de ser criticar a un superior que aún debía demostrar sus cualidades y sus defectos, e iba con mucho tiento antes de emitir juicios sobre un hombre que además era el marido de lady Bárbara.

—Muy Pomposo, digo —repitió Bolton. Había bebido algunas copas de más de vino de Oporto, y aún seguía sirviéndose—. Ya podemos esperar sentados mientras él maneja aquella vieja tinaja de la Pluto desde Lisboa. El viento sopla del sudeste. También ayer era igual. Si hace dos días no atravesó el estrecho, lo más probable es que necesite aún otra semana antes de dejarse ver. A menos que deje el buque en manos de Elliot, entonces no le veremos más.

Las miradas de Hornblower se dirigían preocupadas hacia el ojo de buey. Si el eco de aquella conversación llegaba a oídos de alguna persona interesada, Bolton no iba a salir ganando nada. Bolton adivinó enseguida lo que pensaba su compañero.

—¡Oh! No hay nada que temer. Puedo fiarme de mis oficiales. Ellos tampoco sienten más respeto que yo mismo por un almirante que no es un verdadero marino. Conque veamos… ¿Qué me dice de nuestra situación?

Hornblower expuso la idea de que una de las dos naves podía dirigirse hacia el norte, empezando seguidamente el trabajo de hostilizar las costas franco-españolas, en tanto que la otra permanecía en el lugar de la cita esperando al almirante.

—No es mala idea —dijo Bolton.

Hornblower procuraba sobreponerse a la lasitud causada por el calor y la abundante comida. Hubiese querido que fuese la Sutherland la que marchara. El pensamiento de la acción le espoleaba. Ya sentía que la sangre corría con más fuerza por sus venas, y cuanto más pensaba en ello más deseaba ser el favorecido por la suerte. Aquel período de espera, dando bordadas en el lugar de la cita, no le seducía. Si fuese necesario, lo soportaría (veinte años de vida en el mar le habían enseñado a tener paciencia); pero si podía, preferiría rehuirlo. Y su intención era firme.

—¿Quién debe hacerlo? —preguntó Bolton—. ¿Usted o yo?

—Usted es el capitán más antiguo en este momento —dijo Hornblower jugando con la vanidad de Bolton—. Y debe ser usted quien decida.

—¡Ya! —dijo Bolton pensativo—. Ya…

Y de reojo miraba a Hornblower un poco perplejo.

—Usted daría tres dedos de la mano por marcharse —dijo de repente—. Y lo sabe. Sigue siendo el mismo espíritu endiablado e inquieto que era en la Indefatigable. Recuerdo haberle amonestado por esa misma razón en el 93 o en el 94. ¿Cuándo fue?

Una llamarada subió a las mejillas de Hornblower ante aquel recuerdo. Aún le escocía la amarga humillación de tener que soportar los malos tratos del teniente encargado de la camareta de los guardiamarinas, doblado sobre un cañón. Pero supo tragarse su rencor; no deseaba reñir con Bolton. Por lo demás, sabía que aquel acto fue perfectamente legal y justificado por parte del otro.

—En el 93, señor —contestó—. Acababa de alistarme.

—Y ahora es capitán, con una buena antigüedad y tal vez el más notable de todos los de la última lista. ¡Dios mío, cómo pasa el tiempo! Le dejaría marchar, Hornblower, por aquellos benditos tiempos pasados…, si no fuese porque yo también tengo muchas ganas de irme.

—¡Oh! —exclamó Hornblower. Y tan evidente era su desilusión que la exclamación tenía un sabor casi cómico. Bolton rió.

—Lo dicho, dicho —dijo—. Dejemos que decida la suerte. Echaremos una moneda al aire. ¿Eh?

—Sí, señor —contestó Hornblower inmediatamente.

Vale más probar suerte que no tener ninguna.

—¿No me guardará rencor si venzo yo?

—No, capitán. ¡Ningún rencor!

Con exasperante lentitud, Bolton se metió la mano en el bolsillo de la casaca y sacó la bolsa. Cogió una guinea que depositó sobre la mesa; luego, y con la misma meticulosidad, mientras Hornblower temblaba de impaciencia, guardó otra vez la bolsa. Después cogió la guinea, sopesándola entre un pulgar y un índice nudosos.

—¿Cara o cruz? —preguntó a Hornblower mirándole.

—Cruz —contestó éste, que sentía la garganta contraída.

Bolton sopesó la moneda, la echó al aire; con un sonido argentino, ésta giró y Bolton la cogió y la estampó sobre la mesa.

—¡Cruz! —exclamó en cuanto levantó la mano. Con la misma meticulosidad de la primera vez volvió a sacarse el monedero del bolsillo, colocó en él la moneda y lo guardó de nuevo. Hornblower procuraba permanecer sentado tranquilamente mirándolo. Pero con la perspectiva de poder obrar pronto, conseguía ir recuperando su sangre fría.

—Maldito sea —dijo Bolton—. ¡Me alegro de que haya vencido! Después de todo, habla la jerga de esos marinos y yo no entiendo una palabra. Y, además, ha tenido ocasión de conocerlos en los mares del sur. Es exactamente la clase de trabajo que le conviene. Procure no estar por allí más de tres días. Sería necesario que se lo pusiera por escrito, para cuando su omnipotencia se digne dejarse ver. Pero no le cortaré la hierba bajo los pies, puede estar tranquilo. Buena suerte, Hornblower, y… no deje vacía su copa.

Hornblower se la llenó dos tercios. Si dejaba un dedo en el fondo, sólo habría bebido media copa más de lo que deseaba. Bebió el vino y se arrellanó en su asiento frenando su ansiedad. Al fin se puso en pie. Ya no podía más.

—¡Que el diablo le lleve, Hornblower! ¡No se querrá escapar! —dijo Bolton. El gesto de su compañero no dejaba lugar a dudas; sin embargo, él no creía lo que estaba viendo.

—Si me permite, capitán… Hay viento favorable.

Al intentar explicarse, Hornblower había olvidado toda su elocuencia, si es que alguna vez la tuvo. El viento podía cambiar; era necesario separarse. Más valía marcharse entonces, pues si la Sutherland podía hacer rumbo hacia la costa durante las horas de la noche, al amanecer se podía intentar algún golpe… Daba todas las explicaciones del mundo, excepto la verdadera, es decir, que no podía aguantar estar allí parado mientras a lo lejos tal vez le esperaba la acción.

—Entonces haga lo que le parezca —barbotó Bolton—. Si debe ir, debe ir. Y me deja con media botella por vaciar. ¿Es que mi oporto no os gusta?

—Nunca dije semejante cosa —protestó Hornblower.

—Vamos, otra copita más, mientras se preparan sus remeros. Avisen a la chalupa del capitán Hornblower.

A las últimas palabras, gritadas en dirección a la puerta cerrada del camarote, se apresuró a responder el centinela que estaba fuera esperando.

Acompañado por el pitido de los silbatos, Hornblower pasó entre la fila de los marineros en posición de firmes y contestó al saludo de los oficiales de la Calígula. En el crepúsculo que caía, la chalupa resbalaba con rapidez sobre las argentadas aguas. Brown, el timonel, echaba rápidas miradas a su capitán, intentando ansiosamente adivinar qué significaba aquella salida tan repentina y precipitada. Y en la Sutherland también reinaba la ansiedad. Bush, Gerard, Crystal y Rayner estaban reunidos sobre el alcázar de proa esperando. La cabeza despeinada de Bush indicaba que había salido de su litera ante la noticia de la inesperada vuelta del capitán.

Hornblower no quiso fijarse en las caras llenas de expectación. Fiel a su costumbre de no dar explicaciones, sentía un contento egoísta manteniendo a sus oficiales ignorantes de su destino. Mientras aún rechinaban las garruchas izando la chalupa, ya se había puesto a dar órdenes para emprender la maniobra y aprovechar el viento para dirigirse hacia aquellas costas de España en donde le esperaban ignoradas aventuras.

—La Calígula hace señales, capitán —anunció Vincent—: «Buena suerte».

—Recibido —replicó Hornblower.

Los oficiales del alcázar se miraron entre sí, preguntándose cuál sería la suerte que les reservaba el destino para que el comodoro hubiese de deseársela buena. A Hornblower no se le escaparon aquellas miradas.

—¡Ejem, ejem! —contestó, y con mucha dignidad se marchó a su camarote para enfrascarse en el estudio de las cartas náuticas y trazar un plan de acción.

El maderamen crujía débilmente mientras el buque, empujado por una ligera brisa, marchaba sobre un mar liso como una balsa de aceite.