El capitán Hornblower andaba de un lado a otro del alcázar. El problema que debía resolver era tan grave que le obligó a salir de la galería, en donde se veía obligado a inclinar la cabeza y no podía moverse con bastante comodidad y al ritmo de sus agitados pensamientos. Todos los que se hallaban sobre el puente, adivinando el humor del capitán, se mantenían cuidadosamente apartados, dejándole toda la parte de barlovento: casi treinta metros de puente y pasarela. De un lado para otro, caminaba incansable, intentando tranquilizarse, a fin de tomar la decisión que anhelaba. Con una brisa de poniente, la Sutherland navegaba con lentitud, siguiendo al convoy, que se encontraba reunido a sotavento a poca distancia.
Gerard cerró su catalejo de golpe.
—Viene hacia nosotros una barca que ha salido de la Lord Mornington, capitán —anunció.
Debía advertirle al capitán que se aproximaba algún visitante, por si quería atrincherarse encerrándose en su camarote; aunque sabía tan bien como el mismo Hornblower que desdeñar abiertamente a los personajes que navegaban con el convoy podía ser muy mal visto y poco conveniente por parte del capitán de un buque de línea.
Hornblower miró hacia la chalupa que se dirigía hacia la Sutherland. Diez días de fuerte viento del nordeste no sólo habían hecho correr al convoy hacia las latitudes del África septentrional, en donde le dejaría abandonado a su destino, sino que hacía ya veinticuatro horas que había impedido cualquier clase de visitas de un buque a otro. El día anterior hubo muchas idas y venidas entre las naves del convoy; era natural que el capitán Hornblower también recibiese aquel día visitas formales, de las que no se pueden rechazar. Al cabo de un par de horas se separaría del convoy y, por lo tanto, era una molestia que ya no se tendría que repetir.
La chalupa se puso al costado del buque y Hornblower salió al encuentro de los visitantes: el capitán Osborn, de la Lord Mornington, en uniforme de gran gala, y un señor alto y flaco, resplandeciente con su traje de ceremonia civil, con el pecho cubierto de condecoraciones.
—Buenos días, capitán —dijo Osborn—. Permítame que le presente a lord Eastlake, gobernador destinado a Bombay.
Hornblower y lord Eastlake se inclinaron.
—Vengo a rogarle, capitán Hornblower —empezó a decir lord Eastlake, aclarándose la garganta—, que acepte, por favor, esta bolsa con cuatrocientas guineas para la dotación de su buque. Han sido reunidas por suscripción entre todos los navíos del convoy, con el fin de expresarle nuestro reconocimiento por la habilidad y el valor demostrados por la Sutherland en la acción contra los dos corsarios franceses a la altura de Ouessant.
—Doy las gracias a vuestra señoría en nombre de mi dotación —dijo Hornblower.
Era un hermoso gesto, y al aceptar la bolsa, sabiendo lo que pensaba hacer al convoy de las Indias, Hornblower se sintió casi un Judas.
—Y yo —añadió Osborn— tengo el encargo de invitarle cordialmente, lo mismo que a su primer oficial, a comer con nosotros a bordo de la Lord Mornington.
Ante estas palabras, Hornblower movió la cabeza negativamente con pesar.
—Dentro de dos horas nos hemos de separar —dijo—. Estaba a punto de hacer poner las señales. Lo siento mucho, señores, pero no puedo aceptar.
—Todos lo vamos a sentir mucho —intervino lord Eastlake—. Diez días de mal tiempo nos negaron el placer de disfrutar de la compañía de los oficiales de marina. ¿No querríais dejaros tentar y cambiar de propósito?
—Éste ha sido el viaje más rápido que yo he realizado jamás en estas latitudes —observó Osborn—. Y empiezo a lamentarlo, pues, según creo, ha sido ésa la razón por la que le hemos visto tan poco, capitán Hornblower.
—Señores, yo estoy al servicio del rey y bajo órdenes explícitas del almirante.
Contra semejante explicación, el gobernador destinado a Bombay no tenía nada que objetar.
—Lo comprendo —dijo él—. Por lo menos, ¿podré tener el placer de conocer a sus oficiales?
También ése era un gesto muy cortés. Hornblower mandó llamar a sus oficiales y fue presentando a uno tras otro. Bush, con sus callosas manos; el atractivo Gerard, siempre tan elegante; el capitán Morris, de los infantes de marina, y sus dos desmañados suboficiales, y todos los demás subtenientes del buque hasta llegar al más joven de todos los guardiamarinas, todos ellos halagados y azorados a la vez por aquella presentación a un lord.
Al fin, el gobernador hizo ademán de despedirse.
—¡Adiós, capitán! —le dijo a Hornblower tendiéndole la mano—. Le deseo un feliz viaje por el Mediterráneo.
—Muchas gracias, milord. Y feliz travesía hasta Bombay. Y deseo que tenga éxito en su cargo.
Cuando al fin se quedó solo, Hornblower sopesó la bolsita. Era de seda bordada y seguramente una mano femenina había trabajado en ella en aquellos últimos días. Sentía el peso del oro, y bajo la presión de sus dedos crujían los billetes de banco. Podía haberlo tomado como dinero de botín y separar la parte que le correspondía según las reglas, pero no podía aceptar una recompensa por parte de gente civil de aquella forma. Sin embargo, la dotación debía demostrar su agradecimiento por un regalo semejante.
—¡Teniente Bush! —llamó apenas la barca se hubo separado un poco del costado del buque. Mande a los hombres a las vergas y que den tres hurras.
Lord Eastlake y el capitán Osborn demostraron su agradecimiento saludando mientras se alejaban. Hornblower se quedó mirando la chalupa, que se acercaba con rapidez al costado de la Lord Mornington. Cuatrocientas guineas… Era bastante dinero, pero él no se vendía. En aquel instante y después de veinticuatro horas de vacilaciones, de repente se decidió. Haría ver a los del convoy de las Indias hasta qué punto sabía ser independiente el capitán Hornblower.
—Señor Rayner —llamó—. Que boten las dos lanchas. Será necesario ir inmediatamente a sotavento del convoy. Quiero que los botes estén en el agua cuando los alcancemos. ¡Señor Bush, señor Gerard!
Entre el ajetreo del buque que viraba, las dos lanchas se arriaron al mar y Hornblower dio sus órdenes con gravedad. Dándose cuenta de lo que el capitán intentaba hacer, el teniente Bush se atrevió a arriesgar una objeción.
—Son navíos de la Compañía de las Indias Orientales, capitán.
—Es una cosa de la que yo también me había dado cuenta —repuso Hornblower no sin ironía. Él no ignoraba el riesgo a que se exponía sustrayendo unos hombres de los buques de la Compañía de las Indias. Ofendería a la compañía marítima más poderosa de Inglaterra y al mismo tiempo contravendría las órdenes del Almirantazgo. Pero él necesitaba hombres; los necesitaba desesperadamente. Los navíos a los que se los quitaba no avistarían tierra hasta llegar a la isla de Santa Elena. Por lo tanto, pasarían tres o cuatro meses antes de que llegase a Inglaterra una protesta y se necesitarían por lo menos seis meses antes de que las autoridades hiciesen llegar sus noticias al Mediterráneo. Un delito que ya llevaba seis meses consumado seguramente no sería castigado con rigor. Y a lo mejor dentro de seis meses él ya había muerto.
—Los hombres deben ir armados con pistolas y machetes. Para que vean que no es broma. ¡Quiero veinte hombres de cada buque!
—¡Veinte! —repitió Bush no sin cierta admiración. ¡Eso sí que era burlarse de la ley a más no poder!
—Veinte de cada uno. Y fíjese bien: solamente quiero blancos. Nada de lascarás. Y, además, que sean hombres curtidos, marineros que sepan su oficio, maniobrando, cogiendo los rizos y llevando el timón. Y después averigüe también quiénes son los artilleros y tráigalos. Le serán útiles unos cuantos artilleros veteranos. ¿Eh, Gerard?
—¡Ya lo creo que sí, capitán!
—¡Perfectamente!
Hornblower giró sobre sus talones. Había resuelto aquello sin la ayuda de nadie, y no deseaba discutirlo ni admitir ningún comentario. Entretanto, la Sutherland había llegado a la altura del convoy. Primero la lancha y luego el cúter fueron botados al mar y con el enérgico empuje de los remos se acercaron a los navíos reunidos, mientras la Sutherland se separaba un poco a sotavento en espera de su vuelta. Con el catalejo, Hornblower pudo ver los destellos de los aceros, mientras Gerard y sus hombres saltaban a bordo de la Lord Mornington. Gerard presentaba de repente todas sus fuerzas armadas con el fin de hacer imposible cualquier resistencia. Hornblower era víctima de una gran excitación que le costaba enormemente disimular. Con un golpe seco cerró el catalejo y se puso a pasear de un lado a otro del puente.
—Una embarcación se ha separado del costado de la Lord Mornington, capitán. Viene hacia nosotros —dijo Rayner, que estaba tan nervioso como su capitán y no lo disimulaba.
—Muy bien —dijo Hornblower con calculada indiferencia. La cosa empezaba bien. Si Osborn hubiese dado a Gerard una rotunda negativa, reuniendo a sus hombres armados y desafiándole, se hubiese producido una situación muy fea. Y si hubiese habido algunos muertos en el alboroto, que tenía precisamente un origen ilegal, ningún tribunal vacilaría en declarar que aquello había sido un asesinato. Pero Hornblower contaba con que Osborn, cogido por sorpresa, no opondría ninguna resistencia eficaz, y sus cálculos se realizaban exactamente; el capitán de la Lord Mornington mandaba una protesta y él estaba preparado para afrontar una docena de protestas, especialmente si los otros buques del convoy esperaban a ver el efecto que hacía la protesta de su comodoro, y mientras parlamentaban, se podía aligerar a los otros navíos de una parte de su dotación.
El mismo Osborn en persona se presentó en la portilla, rojo de furor y ofendida dignidad.
—¡Capitán Hornblower! —dijo poniendo el pie en la cubierta—. ¡Esto es un ultraje! ¡Y protesto por ello, capitán! En estos mismos instantes, uno de sus oficiales está intimidando a mi tripulación con la intención de hacer una leva forzosa.
—Está obrando según mis órdenes, señor —dijo Hornblower.
—No pude creerlo cuando me lo dijo. ¿Se da cuenta, caballero, de que lo que pretende hacer es contrario a la ley? Es una violación flagrante de los reglamentos del Almirantazgo. ¡Repito que es un ultraje! Los navíos de la honorable Compañía de las Indias Orientales están exentos de levas forzosas, y yo, en mi calidad de comodoro, protesto y protestaré hasta que me haya quedado afónico contra cualquier contravención de la ley.
—Me complacerá mucho recibir su protesta cuando usted la formule, señor.
—Pero… pero… —tartamudeó Osborn—. Si ya la he formulado, señor.
—¡Ah! ¡Comprendo! Creía que lo que usted decía no eran más que observaciones preliminares.
—¡De ningún modo! —rugió Osborn, y su pomposa figura casi bailaba de excitación—. He protestado y seguiré protestando. Llamaré la atención de las autoridades más eminentes sobre su ultraje. Aunque esté en el fin del mundo, acudiré a dar testimonio al Consejo de guerra, capitán Hornblower. No descansaré y pondré en juego toda mi influencia para que este delito sea castigado como se merece. Me responderá por daños y perjuicios. Le arruinaré.
—Pero, capitán Osborn… —empezó a decir Hornblower en el preciso instante en que el otro iba a marcharse a fin de retardar su dramática salida. Con el rabillo del ojo había visto a las lanchas de la Sutherland dirigirse hacia otro par de buques; seguramente ya habían limpiado a los dos primeros de todo su personal reclutable. Pareciéndole a Osborn que había percibido en el tono de Hornblower un principio de cambio de humor, inmediatamente se mostró dispuesto a parlamentar.
—Si devuelve los hombres, capitán, retiraré todo lo que he dicho. Y le doy mi palabra de honor de que este incidente se mantendrá en secreto.
—Pero, ¿no querría permitir por lo menos que pregunte si hay alguien que esté dispuesto a alistarse como voluntario entre los hombres de su dotación? —rogó Hornblower—. Podría haber alguno que se sintiese tentado de ingresar en el servicio del rey…
—Bueno… Sí, se lo concedo. Tiene usted razón; podría haber algunos espíritus aventureros. Pero creo que serán muy pocos.
Eso era el colmo de la magnanimidad por parte de Osborn, aunque sus dudas no fuesen nada exageradas. ¿Quién iba a ser el idiota que cambiase el servicio relativamente cómodo y tranquilo de la Compañía de las Indias por la endemoniada vida de la Marina de guerra?
—Se ha portado de un modo tan admirable en el encuentro con aquellos corsarios que en realidad no le puedo negar un favor —decía Osborn, conciliador.
Las lanchas de la Sutherland habían llegado al final de su cometido.
—Es usted muy generoso, señor —dijo Hornblower—. Permítame que le acompañe hasta su esquife. Enseguida mandaré llamar a mis embarcaciones. Tenían orden de embarcar primero a los voluntarios, por lo cual es casi seguro que solamente lleven a bordo a los hombres que hayan aceptado pasar a la Sutherland. Si hubiese otros, se los devolveré. Le doy las gracias, capitán Osborn. Le estoy muy agradecido.
Permaneció junto a la borda hasta que el capitán Osborn hubo bajado y luego volvió al puente. Tuvo la satisfacción de ver a Rayner estupefacto ante su decisión. Pero eso no era nada; Rayner bien pronto tendría de qué pasmarse más aún. La lancha y el cúter, cargadísimos de hombres, remaban dirigiéndose hacia la Sutherland y pasaron cercanas al esquife de Osborn mientras éste seguía su lento curso a barlovento. Hornblower vio con el catalejo que el capitán gesticulaba furioso; seguramente gritaba algo, pero Bush y Gerard no le hicieron ningún caso. En menos de dos minutos llegaron al costado de su propio buque y en seguida se vio una pequeña multitud sobre cubierta: cerca de ciento veinte hombres, con sus hatillos, escoltados por los treinta marineros de la Sutherland. Los de la dotación que estaban a bordo los acogieron con amables sonrisas. Era característico del marinero inglés de leva forzada alegrarse de ver que otros sufrían su misma desgracia. Eso pensaba Hornblower. Era exactamente aquello de la zorra que perdió la cola y quería que todas las demás estuvieran como ella. Bush y Gerard habían echado mano a un hermoso grupo de hombres; no había por qué negarlo, razonó Hornblower mientras recorría con la vista a aquellos infelices que permanecían allí con aire de apatía, de disgusto o de ira. Inesperadamente habían sido arrancados de un navío lleno de comodidades, en donde recibían una buena paga, una comida abundante y donde la disciplina era moderada, para ser llevados a un triste destino: una paga dudosa, una comida de perros y casi la seguridad de que a una simple y arbitraria orden del capitán sus espaldas iban a conocer las caricias del famoso gato de nueve colas. Hasta un marinero podía ver con agrado un viaje a la India, lleno de posibilidades; pero ahora sabían que estaban condenados a dos años de monotonía, en los cuales las únicas variaciones y distracciones con que podían contar sin falta serían los peligros, las enfermedades y los cañones de los enemigos.
—Que icen esas embarcaciones, señor Rayner —ordenó Hornblower.
Durante apenas un segundo, Rayner parpadeó; como había oído la promesa que Hornblower hizo al capitán Osborn, habría jurado que por lo menos un centenar de los recién llegados se negarían a alistarse como voluntarios. Pero si la impasible cara de Hornblower expresaba alguna cosa, era que él había hablado en serio.
—Sí, señor —asintió Rayner.
Bush se acercó con un papel en la mano en el que él y Gerard habían apuntado el número de reclutas.
—Ciento veinte en total, capitán, como usted mandó. Un ayudante del tonelero es voluntario.
Ciento nueve marinos, todos en buen estado de salud, entre ellos dos voluntarios; seis artilleros; cuatro campesinos, estos últimos son todos voluntarios.
—Perfectamente, Bush. Ahora léales los artículos del Código Militar. Señor Rayner, nos alejaremos apenas la lancha y el cúter estén a bordo. ¡Vincent! Señales al convoy: «Todos los hombres son voluntarios. Gracias. Buen viaje». Tendrá que deletrear «voluntarios», pero vale la pena.
El buen humor que sentía había inducido a Hornblower a emplear una frase que no era absolutamente necesaria. Pero, considerando el trabajo terminado, podría permitírselo. Tenía ciento veinte hombres más y casi todos veteranos; al fin la Sutherland podía considerar que llevaba su dotación completa. Además, desde el primer momento se había preparado una coartada contra las amenazas que pendían sobre su cabeza. Cuando le llegase la carta de reprobación mandada por el Almirantazgo, él podría contestar que había tomado los hombres con el consentimiento del comodoro de la Compañía de las Indias Orientales, después de lo cual podía hacer lo que quisiera durante otros seis meses. Eso por lo menos le daría un año de tiempo para poder persuadir a los hombres de que, en efecto, ellos habían consentido espontáneamente. Antes de ese momento, algunos tal vez se enamorasen de su nueva vida, hasta el punto de jurar que era la pura verdad, y en resumen, por la fuerza de la necesidad, el Almirantazgo debería disponerse a mirar con indulgencia esa infracción de los reglamentos de leva, hallando luego alguna escapatoria para no verse obligado a juzgar con demasiada severidad al capitán Hornblower.
—La Lord Mornington contesta, capitán —anunció Vincent—: «No comprendo la señal. Esperamos embarcaciones».
—Vuelva a señalar: «Buen viaje» —ordenó Hornblower.
En la cubierta, Bush acababa de leer a los nuevos reclutas los artículos del Código Militar, única formalidad necesaria para convertirlos en fieles servidores del rey, sometidos al verdugo y al gato de nueve colas.