Oyendo tocar a llamada los tambores, Hornblower aspiró por última vez su cigarro y exhaló el humo en una gran bocanada; con la cabeza inclinada hacia atrás, bajo el arco de la galería, miró al cielo intensamente azul y luego a las aguas no menos azules que a los lados de la quilla de la Sutherland levantaban olas de espuma. Sobre su cabeza oía el paso acompasado de los infantes de marina que se reunían en la cubierta de popa; luego, un corto pataleo de pesadas botas le indicó que formaban filas; en sordina, fueron acompañados por el ruido menos acompasado y más flojo de otras pisadas, las de los callosos pies de los marineros que también se reunían en cubierta. Cuando todo volvió a quedar en silencio, Hornblower tiró su cigarro por encima de la balaustrada al mar, se arregló la casaca, se puso bien el tricornio y adoptando un aire digno, con la mano izquierda en la empuñadura de la espada, subió al alcázar. Allí estaban Bush y Crystal, los guardiamarinas de cuarto le saludaron y, desde popa, un chasquido metálico indicó que los soldados presentaban armas.
Deteniéndose, Hornblower se puso a mirar a su alrededor cuidadosamente. El domingo por la mañana era su deber inspeccionar el buque y él podía aprovechar la ocasión para contemplar de nuevo la belleza de la escena, que hubiese podido servir de modelo a un artista. Con el suave balanceo del buque, las altas pirámides de lona blanca del velamen describían lentas espirales sobre el purísimo azul de los cielos. Las cubiertas eran de una inmaculada blancura —así lo había conseguido Bush después de diez días de incansable trabajo— y el orden meticuloso de un navío de guerra resaltaba aún más en aquella mañana de inspección. Hornblower echó una mirada de reojo a la dotación alineada en la cubierta y a lo largo de las pasarelas. Los veía inmóviles y bien ordenados con sus trajes nuevos. Pero lo que quería ver era el aire que tenían, y eso lo hubiese podido hacer mejor mirando el conjunto desde lo alto del puente de popa y no tan de cerca. Podía descubrirse un ligero matiz de insolencia en el modo con que una tripulación rebelde se ponía en posición de firmes, y, cuando estaban desanimados, no era difícil adivinar el momento el cansancio. Pero por el momento, y gracias a Dios, no descubría ninguna de las dos cosas.
Diez días de duro trabajo, de ejercicio constante, de vigilancia continua, de justicia mitigada por un poco de camaradería habían sido muy útiles para acostumbrar a los hombres a la disciplina. Tres días antes Hornblower tuvo que ordenar cinco azotamientos, limitándose a asistir a ellos impasible, aunque el silbido del gato de nueve colas le revolvía el estómago. Uno de aquellos castigos al menos tuvo que hacer bien a su receptor: un viejo marinero que, por lo visto, se había olvidado algo del oficio y necesitaba que le refrescasen la memoria. En cuanto a los otros cuatro que tenían la espalda lacerada, la lección serviría de poco; jamás serían buenos marineros: no eran más que unos bestias, y aquel tratamiento brutal lo más que conseguiría sería dominarlos un poco. Hornblower había permitido su sacrificio para demostrar a los espíritus rebeldes a dónde los podía conducir una desobediencia. Sólo con demostraciones prácticas se puede influir en las mentes de los hombres incultos. La dosis debía ser prescrita con gran cuidado: ni demasiado grande ni demasiado pequeña. Echando un vistazo a su alrededor le pareció que había acertado la cantidad exacta.
Una vez más se complacía su mirada en aquella hermosura: el orden reinante en el buque, las blancas velas, el cielo azul; el rojo y blanco de los soldados de marina; el azul y oro de los oficiales. Había una maestría consumada en las sutiles señales que indicaban que, a pesar de la inspección, la vida, la palpitante vida del buque, seguía latiendo continuamente bajo la cubierta. Mientras cuatrocientos hombres y pico en posición de firmes parecían esperar una orden, el timonel no perdía de vista el rumbo; los vigías en las cofas y los oficiales de guardia con sus catalejos eran las vivientes demostraciones de que el buque no debía pararse por eso y que el servicio del rey proseguía sin descanso a lo largo de toda la travesía.
Hornblower recorría las cuatro filas de infantes de marina; sus ojos los veían mecánicamente sin fijarse mucho en ellos, pues ya sabía que el capitán Morris y sus sargentos eran hombres de confianza en lo referente a pequeñas prácticas como las de lustrar los botones y blanquear los cinturones. Los soldados podían adiestrarse y disciplinarse como máquinas mediante procedimientos que era imposible aplicar a los marineros; en resumen, podía confiar en ellos y no le interesaban gran cosa. De los noventa que había a bordo, después de diez días apenas conocía el nombre de media docena.
Pasó a lo largo de la fila de marineros con los oficiales plantados con rigidez a la cabeza de cada escuadra. Aquello era más interesante. Los hombres iban muy pulcros y apuestos con sus trajes blancos. ¿Cuántos de esos hombres se daban cuenta de que el coste de los cuatro trapos que los cubrían sería descontado de la miserable paga que les darían una vez terminado su servicio? Entre los novatos, algunos aparecían horriblemente despellejados como resultado de una exposición imprudente a los ardientes rayos del sol del día anterior. A un robusto rubiales se le caía la piel materialmente a tiras de los brazos, la nuca y la frente. Hornblower le reconoció como Waites, ladrón de ovejas, condenado en la Audiencia de Exeter. Eso explicaba aquellas quemaduras: Waites estaba pálido por varios meses de cárcel preventiva. Era evidente que las quemaduras le molestaban mucho.
—Cuide de que Waites se presente esta misma tarde al cirujano —dijo Hornblower al oficial del mar—. Debería untarse esas quemaduras con grasa de pato, o lo que le prescriba el cirujano.
—Sí, señor —contestó el suboficial.
Hornblower prosiguió examinando a los hombres de cerca. Caras que recordaba bien, pero a las que le costaba un esfuerzo poner nombre. Caras conocidas dos años antes en las lejanías del Pacífico, a bordo de la Lydia. Caras que vio por primera vez cuando Gerard volvió de Saint Yves con su lancha llena de aterrados marineros. Caras morenas, caras blancas, muchachos y ancianos, ojos azules, ojos castaños, ojos grises. Una multitud de menudas impresiones se iba almacenando en la mente de Hornblower; las barajaría más tarde, durante sus solitarios paseos en la galería de popa, y formaría con ellos la primera materia de sus proyectos para mejorar el rendimiento de aquella tripulación.
«Aquel Sims hasta podría ser el jefe de los gavieros de mesana. Ya tiene bastante edad. ¿Cómo se llama aquel otro…? ¿Dawson? No. Dawkins. Tiene aire fiero. Uno de la banda de Goddard; por lo que parece, aún le escuecen los latigazos de Goddard. Lo recordaré».
El sol brillaba sobre el buque, que se mecía suavemente. De la dotación, Hornblower llevó sus miradas al buque, al estado de la arboladura, las culatas provisionales de los cañones, la impecable pulcritud de la cubierta, el castillo de proa y la cocina. Por lo demás, en todo esto sólo aparentaba fijarse. Antes caerían los cielos que Bush descuidase sus obligaciones. Pero era necesario adoptar cierto aire de solemnidad. Los hombres se dejaban influir mucho. Aquellos infelices trabajarían más a gusto por Bush si sabían que el capitán no le perdía de vista, y aún trabajarían mejor por el capitán si tenían la seguridad de que no se le escapaba ningún detalle. Y la dura obligación de conseguir la abnegación devota de los hombres de a bordo arrancó a Hornblower una cínica sonrisa, cuando nadie le miraba.
—Muy bien, señor Bush —dijo mientras volvían hacia el alcázar—. El buque está en mejores condiciones de lo que podía esperar y deseo que continúe la mejora. Ahora, que toquen la llamada para el servicio religioso.
Un Almirantazgo lleno del santo temor de Dios había ordenado que se realizasen servicios religiosos todos los domingos por la mañana. De no ser así, Hornblower habría dispensado a los hombres de aquella obligación, como correspondía a un buen estudioso de Gibbon. De hecho, había conseguido eludir la obligación de llevar un capellán a bordo: Hornblower odiaba a los curas. Observó a los hombres que llevaban a cubierta los taburetes para sí mismos y los asientos para los oficiales. Lo hacían alegremente, con celo, pero no con aquel aire complacido y diligente que caracterizaba a una buena dotación. Brown, el timonel, cubrió la brújula con un paño en el alcázar, y con la debida solemnidad colocó encima la Biblia y el libro de rezos.
A Hornblower le desagradaban aquellos servicios. Siempre existía la posibilidad de que algún devoto miembro de su forzada congregación pusiera objeciones al hecho de verse obligado a asistir: un católico o un disidente, por ejemplo. La religión era el único poder capaz de enfrentarse a las ligaduras de la disciplina. Hornblower recordaba a un oficial de derrota con inclinaciones teológicas que una vez protestó porque leía la bendición, como si él, representante del rey en alta mar (y de Dios, puestos a decirlo todo) no pudiera leer lo que le diera la gana.
Miró ceñudo a los hombres, que ya se sentaban, y luego empezó a leer. Ya que había que hacerlo, pues se hacía bien, y, como siempre, al leer aquellas palabras le maravilló la belleza de la prosa de Cranmer y la habilidad de su adaptación. Cranmer fue quemado vivo hacía doscientos cincuenta años; ¿le beneficiaría algo ahora que se leyera su libro de plegarias?
Después leyó Bush el sermón, con su desentonada voz de barítono, monótonamente, como si se dirigiese a la cofa del trinquete. Luego, Hornblower leyó las primeras palabras del himno y Sullivan tocó en su violín las primeras notas. Fue Bush el que dio la señal para empezar. Hornblower jamás había consentido llegar a tanto. No era ni un charlatán ni un director de ópera italiano. Pronto, las robustas voces de los hombres se unieron a coro.
También los himnos podían ser motivo de observaciones. Del tono con que eran cantados, un capitán podía deducir la moral que animaba a sus hombres. Sea porque el himno escogido aquella mañana fuese muy popular o porque el sol levantase los ánimos, el canto salía y se elevaba con gallardía, llevado por Sullivan, que hacía muchos primores con su arco en un estático obligatto. A algunos oriundos de Cornualles el himno les resultaba al parecer muy familiar, pues sus voces se imponían a las de los demás y con educada armonía embellecían el coro cantando acordados. Todo eso no decía gran cosa a Hornblower, a quien faltaba oído musical, y escuchando aquello, que para él era un ruido poco más o menos como todos los demás, se preguntaba qué había de verdad en aquella leyenda de la música y si era cierto que otros oían algo de particular o si solamente era él, entre todos los de a bordo, el único que no intentaba engañarse a sí mismo.
Sus miradas cayeron sobre un chico que se hallaba en primera fila. Para él, por lo menos, el himno debía de tener algún significado. Lloraba desconsoladamente, a pesar de procurar mantenerse erguido y disimular la emoción que sentía. Gruesas lágrimas le corrían a lo largo de las mejillas y estaba sorbiéndose los mocos a cada momento. La música debía de haber herido algún punto sensible en la memoria del infeliz. Tal vez la última ocasión en que oyó el himno se hallaba en la iglesia de su pueblo, junto a su madre y sus hermanos. Ahora tenía el corazón lleno de tristeza. Hornblower se sintió contento, tanto por sí mismo como por el pobre chico, cuando hubo acabado el canto.
Luego tomó en sus manos el Código Militar y leyó los artículos en la forma en que los lores del Almirantazgo habían dispuesto que se hiciese todos los domingos a bordo de todos los buques de su majestad británica. Hornblower, que ya los había leído al menos quinientas veces, se sabía de memoria los solemnes períodos y los leía bien. Aquello era mucho mejor que cualquier vago servicio religioso o los «Treinta y Nueve Artículos», se trataba de un código en blanco y negro, con una severa advertencia para recodar el deber puro y simple. Debió de ser algún funcionario del Almirantazgo, o bien un oscuro leguleyo, el que supo darles un estilo y un tono tan elocuentes como los de Cranmer.
Nada de pomposidades, nada de apelaciones a los sentimientos; solamente la fría lógica de un código que mantenía a la Armada británica en el mar y había preservado a Inglaterra durante diecisiete años de lucha. Por el silencio absoluto que reinaba entre sus oyentes, Hornblower comprendía que escuchaban y entendían, y cuando cerró el libro y levantó la cabeza, no vio más que rostros graves y resueltos. El grumete de la primera fila había olvidado su llanto. Sus ojos miraban a lo lejos; tal vez estaba haciendo buenos propósitos y en su interior se disponía a cumplir mejor sus obligaciones. O tal vez, en un ímpetu de audacia, soñaba con el porvenir, cuando fuera un capitán vestido con una casaca galoneada de oro y mandara un buque de setenta y cuatro cañones, realizando inmensas proezas.
Con repentina emoción, Hornblower se preguntó si aquellos sentimientos acorazarían al muchacho contra los cañonazos, y recordó al grumete que ante su mirada fue convertido en papilla sanguinolenta por un cañonazo que les envió la Natividad.