Cuando pasó el primer ataque, Hornblower constató que el viento había refrescado mucho. Era algo borrascoso.
Ráfagas repentinas llevaban rachas de lluvia que mojaban la galería donde él permanecía aún. De repente, le asaltó un gran temor al pensar en lo que podría pasar en el caso de que la Sutherland se viese empujada por un ventarrón más fuerte que de costumbre, llevando una tripulación tan deficiente… La perspectiva de perder arboladura, o tal vez una vela, dando un miserable espectáculo a la vista de todo el convoy, bastó para curarle de raíz de su mareo. Maquinalmente se dirigió a su camarote, se puso la chaqueta de tela encerada y subió corriendo al puente. Gerard, que había sustituido a Bush, le saludó.
—La nave insignia está arrizando velas, capitán —le dijo.
—Muy bien. Mantengan el rumbo con los sobrejuanetes. —Y Hornblower le volvió la espalda para mirar con el catalejo.
El convoy estaba haciendo exactamente lo que siempre hacen todos los convoyes del mundo, es decir, dispersarse ante el viento como si fuese perseguido por una nave corsaria. Los buques de la Compañía de Indias seguían agrupados aceptablemente a sotavento, a una milla de distancia, pero los otros seis buques se habían quedado muy atrás y muy diseminados.
—La nave insignia hace señales al convoy, capitán —se apresuró a decir Gerard.
Hornblower estuvo a punto de replicar: «Ya me lo figuraba», pero se detuvo a tiempo, limitándose a soltar un lacónico: «Sí». Y apenas había abierto la boca cuando surgió en la Pluto una nueva fila de banderas.
—El gallardete de la Calígula: «Ice más velas. Póngase en cabeza del convoy» —interpretó el guardiamarina de señales.
De ese modo, Bolton volvía a colocarse en vanguardia para rehacer el orden que el convoy había olvidado. Hornblower vio que la Calígula desplegaba sus velas y corría a ponerse a la caza del convoy sobre las olas plomizas. Sin embargo, debería ponerse al alcance del sonido y disparar algún cañonazo antes de poder conseguir su objetivo. Los comandantes de las naves mercantes invariablemente desdeñaban hacer caso de las señales, aunque sabían interpretarlas. Los buques de la Compañía mantenían también las velas de juanete. Tenían la cómoda costumbre de arrizar el velamen al llegar la noche. Contentos con la posesión del monopolio del comercio con Oriente, no veían la necesidad de molestarse por travesías más o menos lentas, y procuraban contentar a los pasajeros que llevaban a bordo, los cuales, con perfecto derecho, exigían las mayores comodidades y no querían ver perturbado su sueño por el estrépito de las maniobras sobre cubierta cada vez que cambiaba el tiempo. Pero, a juzgar por las apariencias, parecía que se hubiesen propuesto deliberadamente desperdigar aún más el convoy. Curioso por conocer las intenciones del almirante, Hornblower dirigió su catalejo hacia la Pluto.
Como era de suponer, ésta estaba levantando una tras otra una serie de hileras de banderas de señales, agobiando a los buques de la Compañía con un montón de instrucciones.
—Apuesto cualquier cosa a que, si el almirante pudiese hacerlo, los llevaría ante un Consejo de guerra —dijo un guardiamarina a su compañero.
—Esos capitanes ganan cinco mil libras esterlinas por cada viaje de ida y vuelta a la India —fue la respuesta—. ¿Qué les importan a ellos los almirantes? ¡Dios mío! ¿Por qué nos hemos hecho de la Marina de guerra?
Con la llegada de la noche y el aumento de la fuerza del viento, había muchas probabilidades de que el convoy se viese dispersado ya desde el principio de su viaje. Hornblower empezaba a sospechar que el almirante no sabría evitarlo. El convoy debiera mantenerse muy unido; a sus ojos, el servicio no admitía errores y por eso sir Percy, que no se hallaba a la altura de las circunstancias, merecía su condena. ¿Qué hubiera hecho él en el lugar del almirante? Dejó esta pregunta sin contestar, con la vaga explicación de que la disciplina no depende solamente de la capacidad de mandar a alguien ante un Consejo de guerra. Y, pensándolo bien, no creía que él hubiese podido obrar mejor.
—Gallardete de la Sutherland —anunció el encargado de la señales, interrumpiendo los pensamientos del capitán—: «Tomen posición para la noche».
—Entendido —dijo Hornblower.
Ésta era una orden fácil de obedecer. La posición para la noche que debía tomar la Sutherland era colocarse a un cuarto de milla a barlovento del convoy. Hornblower miró a la Pluto, que, siguiendo la estela de la Calígula, pasaba a lo largo de las naves de la Compañía. Según todas las apariencias, el almirante había resuelto emplear su propio buque como eslabón para unir las dos mitades del convoy. La noche se echaba encima con rapidez y el viento seguía refrescando.
Para desentumecer los miembros, Hornblower intentó dar algunos paseos por el puente, pero en aquella enervante espera el estómago volvía a fastidiarle otra vez. Desesperadamente se agarró a la baranda, luchando contra la debilidad. Entre todos sus oficiales, el guapo, sarcástico y eficiente Gerard era el ultimo a quien hubiese consentido que le viera vomitar. La fatiga y el marco hacían que la cabeza le diese vueltas. Si hubiese podido acostarse habría dormido un poco, y así habría olvidado su debilidad física. Y la perspectiva de hallarse a cubierto de la intemperie y caliente en su litera cada vez se le hacía más apetecible. Se mantuvo firme hasta que en la semioscuridad vespertina le dijeron sus observaciones visuales que se había alcanzado la posición exigida.
—Mantenga las velas de juanete, señor Gerard —mandó enseguida.
Cogió la pizarrita y, aunque se sentía extenuado y seguía luchando contra sus vísceras en revolución, escribió para los oficiales de guardia las órdenes más apremiantes que su cerebro pudo concebir en aquel estado referentes a la necesidad de mantenerse a la vista del convoy a barlovento.
—Aquí están las órdenes para usted, señor Gerard —le dijo. La última palabra se le murió en los labios; ni siquiera oyó el respetuoso «Sí, señor», mientras huía a escape a su camarote.
Para su estómago vacío, esta vez el vómito fue una tortura. Insultó a Polwheal, que había asomado la cabeza cuando él entró dando tumbos, y lo despidió con muy malos modos. Apenas estuvo solo en su cabina se dejó caer sobre su coy, y allí se quedó durante veinte largos minutos antes de hallar fuerzas para poderse incorporar y quedar sentado. Solamente entonces pudo quitarse las dos casacas que llevaba y, con la camisa, el chaleco y los calzones puestos, se metió gimiendo entre las sábanas. Sacudida por el viento, la nave cabeceaba espantosamente y todas sus maderas se lamentaban con formidables crujidos. A cada nueva sacudida, Hornblower apretaba los dientes mientras su litera se elevaba a unos veinte pies de altura y, con la sacudida de una nueva ola, caía de golpe. Incapaz de coordinar los propios pensamientos, era presa fácil para el cansancio, y tan exhausto se hallaba y tan vacía sentía su cabeza, que a los pocos minutos se quedó dormido pese al movimiento, el ruido y el mareo.
Durmió tan profundamente que cuando se despertó tuvo que hacer un esfuerzo para darse cuenta del sitio donde estaba. El zarandeo, que fue lo primero que le llamó la atención aunque le era familiar, le pareció una cosa rara. Por la puerta del camarote, que estaba abierta, le llegaba el vago fulgor de una luz grisácea que apenas le permitía percibir la forma de las cosas que había allí. Luego, y simultáneamente con la recuperación de la memoria, el estómago se le volvió a levantar. Se incorporó trabajosamente y de nuevo salió tambaleándose hasta la barandilla de la galería de popa. Sintiéndose muy desdichado, se quedó mirando el mar que aparecía lívido a las primeras luces del alba. El viento le abofeteaba. No se veía una sola vela y la aprensión que siguió a esa comprobación le ayudó a recuperarse.
Se volvió a colocar la casaca de paño y encima, la de tela encerada y subió al puente.
Gerard, que aún no había terminado su guardia, seguía en el mismo sitio. Hornblower contestó a su saludo con un gesto de malhumor, y se quedó mirando el mar gris veteado de blanco. El viento arrancaba silbidos estridentes a las jarcias con la fuerza suficiente para que resultase innecesario arrizar las gavias, y venía justo de popa, ululando en los oídos de Hornblower mientras él, de pie, se agarraba a la barandilla labrada. Allá delante y en una fila tortuosa vio cuatro de las naves de la Compañía; la quinta y la sexta seguían a poco menos de una milla. Pero no había ni rastro de la nave almirante, ni de las de transporte, ni de la Calígula.
Hornblower echó mano del altavoz y gritó:
—¡Vigía de la cofa! ¿Qué se ve del buque insignia?
—¡Nada, capitán! Nada a la vista por ninguna parte, fuera de los buques de la Compañía.
Así estaban las cosas, pensó Hornblower dejando el altavoz. Raro principio de viaje. La pizarra demostraba que la Sutherland había mantenido su rumbo durante toda la noche con una velocidad sostenida de ocho a nueve nudos por hora. Con el tiempo, que iba mejorando, pronto estarían a la vista de Ouessant; él había cumplido con su deber al no perder de vista a los buques en camino, y con las velas que el tiempo precisaba. Solamente deseaba que su estómago le permitiera tener un poco más de confianza en sí mismo; porque, el descorazonamiento que le producía el mareo le volvía muy pesimista. Si era necesario que fuese sacrificado un inocente como acto de expiación, seguramente ese inocente sería él. Calculó la fuerza del viento y pensó que no sería conveniente aumentar las velas, con la esperanza de adelantarse a lo que quedaba del convoy. Y con esto, habiendo llegado a la satisfactoria conclusión de que no se podía evitar una amonestación, en el caso de que hubiese de ser amonestado, el capitán Hornblower se sintió más animado. La vida marinera le había enseñado a saber aceptar con filosofía lo inevitable.
Tocaron las ocho campanadas y oyó claramente llamar a la guardia bajo cubierta. Bush apareció en el puente de popa a relevar a Gerard. Hornblower sentía clavada en él la aguda mirada de su segundo, pero fingió no darse cuenta, manteniéndose en hosco silencio. Experimentaba cierta satisfacción no haciendo caso de Bush, que seguía mirándole con ansiedad, dispuesto a contestar con premura en el momento en que le interrogase, lo mismo que un perro fiel a su amo. Luego se dio cuenta de que no debía de tener un aire muy digno sin afeitar, con los hirsutos cabellos despeinados y, seguramente, con la cara verdosa por el mareo. Más indignado que nunca, volvió a bajar a su camarote.
Permaneció un largo rato allí sentado, apretándose la cabeza con las manos. Las cortinas se balanceaban rítmicamente, siguiendo el movimiento del bajel. Pero, mientras no las miraba, Hornblower conseguía dominar las náuseas. Apenas avistaran Ouessant podía bajar allí y cerrar los ojos. Entró Polwheal, sosteniendo elegantemente en equilibrio una bandeja, como si fuese un malabarista.
—El desayuno, capitán —anunció en un repentino derroche de locuacidad—. No sabía que se hubiese levantado, capitán; me lo han dicho los de guardia cuando han vuelto. Café, capitán y pan blanco. El fuego era muy hermoso en la cocina y lo he hecho tostar en rebanadas… No sé si estará bien así, señor.
Con repentina desconfianza, Hornblower miró a Polwheal. Exceptuando el pan, éste no intentaba ofrecerle ninguna de las provisiones frescas llevadas a bordo por cuenta del capitán; ni una costilla, ni una chuleta, ni jamón, ni tocino, ni ninguna otra de las exquisiteces que Hornblower no había vacilado en adquirir. Sin embargo, Polwheal sabía que no había comido desde el día anterior, y solía insistir para que su capitán comiese más de lo que acostumbraba. Y siendo así se preguntó cómo era que ahora Polwheal le ofrecía aquel desayuno a la francesa. La impasibilidad del asistente se descompuso un poco ante la penetrante mirada que le dirigía su jefe, confirmando las sospechas de este último. Polwheal había adivinado que su capitán padecía los efectos del mareo.
—¡Póngalo ahí! —dijo Hornblower, incapaz por el momento de añadir nada más.
Polwheal, después de dejar la bandeja, dudaba.
—Ya llamaré si necesito algo —añadió Hornblower con severidad.
Con la cabeza entre las manos, pasó revista a todos los acontecimientos del día anterior que podía recordar. No eran solamente Bush ni Polwheal, sino Gerard y toda la tripulación en peso los que debían de saber que el capitán estaba mareado. Pequeños indicios en su comportamiento se lo indicaban cuando pensaba en ello. Al principio, ese pensamiento le hizo sentirse humillado y soltó un gruñido de descontento; luego se enfadó. Pensándolo mejor, prevaleció su natural sentido del humor y sonrió. Mientras sonreía, el grato olor del café llegó a su nariz y lo aspiró con delicia, reaccionando ante el aroma con dos tendencias opuestas a la vez: la primera, el estímulo del hambre y de la sed, y la segunda, la repugnancia a la comida que sentía su estómago. Acabó por vencer la primera. Apartando voluntariamente los ojos de las movedizas cortinas de la cabina, se llenó la taza de café y se lo bebió, y cuando en su interior hubo sentido el agradable y estimulante calorcito de la bebida empezó a comer el pan. Sólo al ver vacía la bandeja pensó que tal vez había obrado de forma poco razonable. Sin embargo, tuvo suerte, pues, antes de que le sobreviniera un nuevo ataque de mareo, llamaron a la puerta anunciando que había tierra a la vista, y la actividad que era necesario desplegar le hizo olvidar todo lo demás.
Ouessant no podía verse aún desde el puente, sino solamente desde la cofa; pero Hornblower no intentó subir por las jarcias para comprobarlo. Con el viento que le azotaba de frente y las jarcias silbando sobre su cabeza, aguzaba la vista en dirección de aquel punto al otro lado del plomizo mar, al este, donde debía de hallarse Francia. Entre todas las tierras que pudiesen estar «a la vista» tal vez fuese aquella la que siempre había importado más en la historia naval de Inglaterra. Drake y Blake, Shovel y Rooke, Hawke y Boscawen, Rodney, Jervis y Nelson debieron de hallarse exactamente como él, Hornblower, escrutando el horizonte del este sobre el puente de una nave. Tres cuartas partes de la Marina británica doblaban por Ouessant, bien al salir de su patria, bien al volver a ella. Cuando era todavía teniente de Pellew a bordo de la Indefatigable, durante el bloqueo de Brest, estuvo dando bordadas durante largos y aburridos meses a la altura de Ouessant. En aquellas mismas aguas revueltas y tormentosas, la Indefatigable y la Amazona llevaron a la Droits de l’Homme a los rompientes, y con ella, a un millar de hombres a la muerte. Los detalles de la movida batalla de hacía trece años no eran menos vivos en su memoria que aquéllos del encuentro con el Natividad, que apenas hacía nueve meses que habían ocurrido; eso era señal de lo veloces que pasaban los años.
Hornblower apartó de su ánimo los recuerdos melancólicos, absorbiéndose en la doble tarea de trazar un nuevo rumbo hacia Finisterre y de dirigir por él a los buques de la Compañía de Indias; lo primero, bastante más fácil que lo segundo. Se necesitó una hora larga de señales y de disparos antes de que cada uno de los navíos hubiese repetido las señales de una manera satisfactoria. A Hornblower le parecía que los comandantes del convoy encontraban cierto maligno placer en no entenderle, o en no hacerle caso, o bien en repetir incorrectamente las instrucciones. La Lord Mornington levantó la señal al revés durante diez minutos para indicar que no había comprendido, y, solamente cuando la Sutherland estuvo casi a tiro y Hornblower hervía de furor, demostró haberlo interpretado correctamente colocándolo bien.
Ante aquello, Bush echaba sardónicas risitas, sin ahorrar comentarios ante su capitán, y decía que al comienzo de un viaje las naves de comercio eran tan incapaces por lo menos como los buques de guerra. Hornblower se marchó malhumorado, dejando a Bush con la boca abierta. El grotesco incidente le había exasperado por el temor a aparecer él mismo de forma ridícula; pero al menos contribuyó mucho a que se olvidase de su mareo. Un cuarto de hora de soledad, mientras Bush estaba dando las órdenes para poner a la Sutherland a barlovento, le serenó, pero en cambio estuvo a punto de experimentar nuevos trastornos, y ya iba a meterse otra vez en el camarote cuando Bush le llamó inesperadamente desde el puente.
—La Walmer Castle está virando para navegar ciñendo, capitán.
Hornblower levantó el catalejo. La Walmer Castle era la nave que iba a la cabeza del convoy y estaba más alejada que las demás a babor. Se hallaba a una distancia de tres millas aproximadamente, y no cabía duda de que había virado, daba de banda y luego intentaba desesperadamente ponerse a barlovento, dirigiéndose hacia la Sutherland.
—Ha levantado bandera de señales, capitán —decía Vincent, el guardia marina—. ¡Pero no acabo de entenderlo! Parece ser el número 29; pero diría «Cesen en la acción» y no puede ser.
—¡Vigía! —tronó Bush—. ¿Qué se ve en la amura de babor?
—¡Nada, teniente!
—Ahora ha retirado la señal, —prosiguió Vincent—. ¡Pone otra! Número 11, señor… «Enemigo a la vista».
—Savage —dijo Bush—, suba arriba con el catalejo.
Otro de los navíos desperdigados había virado también. Savage se hallaba ya a la mitad del palo cuando el vigía gritó desde lo alto de la cofa.
—Ya los veo, señor. Dos lugres a babor.
Unos lugres a la altura de Ouessant no podían ser más que naves corsarias francesas. Rápidos, muy marineros y bien equipados, con una experiencia del oficio que, excepto la inglesa, pocas marinas del mundo podían demostrar, eran capaces de afrontar cualquier peligro por conquistar una presa tan considerable como era un navío de la Compañía de las Indias. Una captura semejante sería suficiente para enriquecer a sus capitanes. Bush, Vincent y todos los demás que se hallaban sobre cubierta miraron a Hornblower. Si él perdía cualquiera de los buques que le habían encomendado, perdería para siempre, no cabía duda, la estimación que pudiesen tener por él en el Almirantazgo.
—Reúna a los hombres, señor Bush —ordenó el capitán. Ante la inminencia de una acción no tenía ni un solo pensamiento para la parte dramática del asunto; se olvidaba de la necesidad de adoptar un aspecto marcial y no necesitaba hacer ningún esfuerzo para parecer tranquilo ante sus subordinados a fin de impresionarlos. Instantáneamente, los cálculos que se multiplicaban en su pensamiento le absorbieron por completo hasta el punto de que no traicionaba agitación alguna.
Todos los buques de la Compañía estaban armados. La Lord Mornington llevaba por lo menos dieciocho cañones por banda, y estaba capacitado para rechazar el ataque de un pequeño buque corsario desde larga distancia. Los lugres habrían seguido seguramente la táctica de navegar juntos y abordar la nave enemiga a la vez, y ninguna red antiabordaje conseguiría alejar a unos centenares de franceses ansiosos de oro. Procurarían maniobrar hasta conseguir llevarse lejos al buque que intentaban asaltar y, luego, mientras éste se debatía contra el viento, en menos de tres minutos podrían atacarlo y despojarlo ante las narices de Hornblower. No había ni que pensar en consentir que pudiese darse semejante cosa; sin embargo, los buques de la Compañía eran lentos, la tripulación de la Sutherland no era veterana y un lugre francés era ligero como el rayo (además, no era uno, sino dos), y se hacía preciso parar el golpe por ambos lados.
Ya se veían los corsarios, con sus oscuras velas y sus dos palos, a todo ceñir, desde el puente. Los ojos de Hornblower leían en sus cuadradas velas, que se recortaban amenazadoras sobre el horizonte, algo más que su simple silueta. Eran pequeños; seguramente no tendrían más de veinte cañones cada uno de un calibre que no podía ser superior al nueve; la Sutherland podría hundirlos con un par de descargas en cuanto se les pusieran a tiro, si llegaban a ser tan imprudentes. Pero eran veloces. Ya se les veía todo el casco, y Hornblower distinguía la blanca espuma bajo su proa. Calculaba que podrían siempre coger el viento mucho mejor de lo que él conseguiría jamás con la Sutherland. Cada uno llevaría, por lo menos, ciento cincuenta hombres a bordo; los corsarios franceses se preocupaban poquísimo de la comodidad de la tripulación que llevaban, y tampoco lo necesitaban mucho, puesto que solamente se trataba de salir del puerto, ganar un botín y correr a esconderse de nuevo.
—¿Debo preparar el zafarrancho de combate? —Fue Bush quien se atrevió a arriesgar la pregunta.
—No —contestó Hornblower con brusquedad—. Mande a los hombres a sus puestos y que apaguen todos los fuegos.
Puesto que no veía la necesidad inminente de un encuentro, no creía indispensable bajar las portas, estropeando así algunas de sus cosas y comprometiendo la seguridad de los animales embarcados. Pero una bala desviada que por casualidad fuese a parar al fuego de la cocina podía convertir el buque en una hoguera. Entre tanto, los hombres fueron a sus respectivos lugares, algunos empujados y otros conducidos allí (confundían aún la proa con la popa) con acompañamiento de amenazas y de blasfemias por parte de los contramaestres y suboficiales.
—Haga que carguen y saquen las piezas, por favor, señor Bush —dijo Hornblower.
Más de la mitad de aquellos hombres no habían visto un cañón en su vida. También era la primera vez que oían el extraño y estridente estrépito que hacían las ruedas de madera al rodar por la cubierta de tablones. Hornblower lo escuchó sobrecogido: ¡le traía tantos recuerdos! Los corsarios no parecían dar señales de actividad, aunque no les había pasado por alto que la Sutherland les enseñaba los dientes. Mantenían su camino siempre ciñéndose al viento, e iban al encuentro del convoy. Hornblower se alegró al ver que su aparición había hecho que los buques de la Compañía se reunieran, cosa que él, con todas sus órdenes, no había conseguido. Ya parecían un rebaño, y aquella táctica tan insólita en comandantes mercantes revelaba claramente el temor que sentían. Hornblower veía también los preparativos a que se entregaban a bordo de esos navíos. Contra las bordas colocaban unas redes a fin de evitar el abordaje, y ponían sus cañones al descubierto. La defensa sería poco eficaz; sin embargo, el simple hecho de poder defenderse en la situación en que se hallaban ya suponía algo.
Una voluta de humo y una detonación que partió de uno de los corsarios indicó que había empezado el ataque. Hornblower no pudo saber dónde había ido a parar la bala, pero en el palo mayor de ambos lugres fue izada a la vez la bandera tricolor y, a una orden de Hornblower, en contestación al petulante desafío, la Sutherland enarboló la enseña roja. Aún no había transcurrido un minuto y los dos lugres se acercaron a la Walmer Castle, la primera de las naves del convoy, con la evidente intención de abordarla.
—Larguen los juanetes, señor Bush —mandó Hornblower—. Timón a estribor. Cambia. Vía así.
Asustada, la Walmer Castle intentaba huir, y por poco fue a chocar contra el costado de su vecina, que también se había visto obligada a meter caña.
Entonces fue cuando la Sutherland avanzó en un instante. Los lugres metieron a sotavento, para huir del peligro de una descarga. De ese modo, su primera y mal calculada tentativa de ataque quedaba fácilmente desbaratada.
—¡Gavias en facha! —gritó Hornblower.
Era de la mayor importancia mantener la favorable posición a barlovento del convoy; desde allí podía acudir con prontitud a donde la amenaza fuese más inminente. Las naves del convoy avanzaban con moderación, precedidas por los lugres, que Hornblower no perdía de vista ni por un instante. La práctica de muchos años le permitía mantenerlos dentro del campo visual del catalejo, a pesar de la inseguridad de la cubierta. Inesperadamente viraron con las velas amuradas a estribor, y con la simultaneidad de un movimiento mecánico dispararon y saltaron para coger a la Lord Mornington por el costado de estribor, como perros que saltasen a la garganta de un ciervo. El buque se salió del rumbo y la Sutherland corrió en su ayuda, mientras que los lugres, aprovechándose al momento, viraron por avante y volvieron al ataque de la Walmer Castle.
—¡A estribor todo! —gritó Hornblower ronco. Con gran alivio por su parte, vio que la Walmer Castle conseguía poner las gavias en facha, y la Sutherland llegó a tiempo, poniéndose a la altura de la popa de la perseguida. Hornblower veía claramente al capitán, con patillas y casaca azul, junto al timón, y a cinco o seis marineros lascaris que corrían desorientados de un lado para otro de la cubierta.
Los lugres se pusieron fuera del tiro de la Sutherland. Una de las naves del convoy se veía envuelta en una espesa nube de humo; evidentemente su andanada no había dado en el blanco.
—Están malgastando la pólvora, señor —observó Bush, pero Hornblower, demasiado ocupado en sus cálculos mentales, no le contestó.
—Mientras tengan el sentido común de no dispersarse… —comentó Crystal.
Eso era muy importante; si el convoy se dividía, no había que esperar que la Sutherland pudiese defender a todas las naves. Aquella lucha entre una nave de línea y dos pequeños lugres no produciría honra ni provecho. Si Hornblower los vencía, nadie se preocuparía por ello, pero si una sola de las unidades del convoy se perdía, era fácil imaginar la oleada de indignación pública que se iba a ocasionar. Por un momento, Hornblower pensó en advertir a los buques que se mantuvieran reunidos. Pero las señales no harían más que llenarlos de confusión, aparte de que por lo menos la mitad de ellos no las interpretarían. Era más razonable confiar en su natural instinto de conservación.
De nuevo las dos corsarias volvían a intentar ponerse a barlovento, a popa de la Sutherland. Guiado por su aspecto (los agudos cascos negros, los palos inclinados), Hornblower creyó que habían tramado algún nuevo movimiento. Los estuvo observando con atención, yéndose a popa, y, en efecto, pronto se reveló su plan. Vio cómo uno de los barcos viraba a babor y el otro hacía lo mismo con igual rapidez hacia estribor. Se habían separado y los dos, con el viento de aleta, se deslizaban con las aguas espumeantes delante de su proa. Parecían volar y eran la viva imagen de la eficiencia y la maldad. Apenas estuvieran suficientemente lejos de la Sutherland, volverían a caer sobre algún buque del convoy por ambos lados a la vez. Y Hornblower apenas tendría tiempo para liquidar a uno de ellos cuando ya tendría que ponerse a hacer lo mismo con el otro.
Por un momento pensó en la posibilidad de llevar todo el convoy junto ciñendo el viento, pero en seguida rechazó el proyecto. Con el intento, las naves se dispersarían, o tal vez chocarían unas con otras, y en ambos casos, separadas o con averías, serían una presa fácil para el enemigo. La única solución era atacar a los dos buques, uno después de otro. Podía parecer una solución desesperada, pero resultaba el único plan posible. Jugaría aquella partida hasta el final.
Dejando el catalejo en el puente, Hornblower subió sobre la barandilla agarrándose a las jarcias de mesana. Con una cara que parecía de piedra, tan tensa era su expresión, consideró cuidadosamente a sus enemigos, uno después de otro, calculando su velocidad y observando su rumbo. El lugre de estribor estaba un poco más cerca y por eso alcanzaría antes al convoy. Una vez que se hubiera deshecho de él, Hornblower tenía un par de minutos para volver contra el segundo y afrontarlo. Otra mirada que les echó confirmó su decisión y, sin pensarlo más, Hornblower decidió arriesgarse.
—Dos cuartas a estribor.
—Dos cuartas a estribor —repitió el timonel.
La Sutherland viró, saliéndose de la ruta del convoy, y se dirigió a cortar el camino del lugre que tenía a estribor. A su vez éste, para evitar la poderosa andanada que le amenazaba, se alejó cada vez más a medida que se le iba aproximando la Sutherland. En virtud de su superior velocidad, el pequeño bajel aventajaba al convoy y su escolta; y la Sutherland, en su esfuerzo por mantenerse entre los corsarios y los del convoy, cada vez se veía más alejada del punto desde el que le sería posible defenderlos con eficacia. Hornblower se había dado cuenta de ello, pero no le quedaba más remedio que exponerse a ese riesgo. Sabía que, si los franceses jugaban bien por su parte, él llevaría las de perder. Nunca podría llevar al primer lugre tan lejos y tan a sotavento como para que resultase inofensivo, y luego tener bastante tiempo para deshacerse del otro. La Sutherland ya se había desviado peligrosamente; sin embargo, aún mantenía el rumbo casi en línea recta, lo mismo con el convoy que con el lugre a estribor. De pronto vio que el segundo enemigo viraba para dirigirse hacia el convoy.
—Los hombres a las brazas, señor Bush —mandó. Y al timonel—: ¡A estribor todo!
La Sutherland viró con el viento por el través y una pizca de lona más de la necesaria. Parecía abrirse paso a través de las aguas. Entre tanto, los buques del convoy no pensaban más que en huir. Como si pasase entre un bosque de mástiles y jarcias, pudo ver Hornblower las velas oscuras de un bergantín caer sobre la indefensa Walmer Castle, que seguramente respondía con lentitud al timón o estaba mal gobernada y se veía abandonada por las otras a su propia suerte. Surgieron simultáneamente una docena de suposiciones y cálculos de probabilidad en la mente de Hornblower. Preveía el rumbo del lugre y el de los seis navíos, y al mismo tiempo calculaba las posibles variaciones que podían derivarse de la iniciativa particular de sus capitanes respectivos. Tampoco perdía de vista la velocidad de la Sutherland, y el exceso de velamen que la estaba arrastrando a sotavento. Circunnavegar el desperdigado convoy ya exigía demasiado tiempo y le impediría dar un golpe por sorpresa. Con mucha serenidad, Hornblower llamó al timonel; era preciso dirigirse hacia un lugar entre dos navíos que cada vez se iba estrechando más. Pero, como Hornblower ya había previsto, al ver acercarse a la Sutherland, la Lord Mornington se apartó.
—¡Señor Gerard! —gritó Hornblower—. ¡Atención a los cañones! ¡Suelten una andanada al lugre en cuanto pasemos a su lado!
La Lord Mornington ya había pasado como un rayo; detrás de ella venía la Europa, que tenía todo el aspecto de ir derecha a una colisión.
—¡Maldición! —rugió Bush—. ¡Dios…!
La Sutherland la había rozado a proa, mientras su botavara del foque casi tocaba las jarcias de mesana de la Sutherland. Pero, unos momentos más tarde, ésta pasaba de nuevo entre otros dos navíos. Más allá se encontraba la Walmer Castle. Al lado de ésta el lugre se vio cogido casi por sorpresa ante la inesperada aparición. En el repentino silencio que se hizo, Hornblower oyó el crepitar de un ruido de mosquetes. Los franceses saltaban a bordo de la Walmer Castle. Ante el encuentro con el gran navío de doble puente, el capitán francés pareció buscar la seguridad. Hornblower vio que los asaltantes volvían precipitadamente al lugre, mientras que a los esfuerzos reunidos de doscientos brazos frenéticos la enorme vela mayor se iba levantando despacio. Girando como una peonza, se separó de los navíos del convoy, con un retraso de cinco segundos.
—¡Cubran las gavias de mesana! —gritó Hornblower a Bush—. ¡Señor Gerard!
La Sutherland se preparaba para el impacto.
—¡Apunten! —gritaba Gerard fuera de sí por la excitación. ¡Esperen a estar a tiro! ¡Fuego!
A los nervios excitados de Hornblower les pareció que la descarga, que llenó el aire con su fragor, duraba cinco minutos. Los cañonazos se sucedían de un modo irregular; algunas piezas disparaban antes de estar a tiro. También la puntería era defectuosa, como demostraban dos chorros de agua que se levantaban a los dos lados del lugre y más allá de éste. Sin embargo, algunos proyectiles habían dado en el blanco; se veían volar astillas en algunos puntos y un par de vergas desmochadas. Dos huecos repentinos entre la desorientada dotación revelaron que también por allí había hecho blanco algún cañonazo.
El viento disipó el humo y Hornblower pudo ver con claridad el lugre a un centenar de yardas. Aún no había perdido la esperanza de huir; tenía las velas hinchadas por el viento y se deslizaba rápidamente sobre las olas. Hornblower dio nuevas órdenes al timonel para volver de nuevo a la carga, mientras nueve nubecillas de humo que se desprendían de los costados del lugre demostraron que los franceses descargaban sus cañones.
Los franceses eran duros. Una nota musical, casi como un acorde de órgano a punto de extinguirse, silbó en los oídos de Hornblower cuando una bala le pasó por encima de la cabeza, y el estrépito que siguió le anunció que la Sutherland había sido tocada. Pero sus robustas cuadernas podían soportar muy bien los proyectiles del nueve a aquella distancia.
Oyó el rodar de las piezas que volvían a ser colocadas en posición y se separó de la baranda para dar una voz a los artilleros que estaban en cubierta.
—¡Atención al tomar la alzada! ¡Esperad a estar a tiro!
Los cañones fueron disparados de uno en uno o de dos en dos mientras la nave daba guiñadas. Para sus setenta y cuatro cañones, la Sutherland no disponía más que de un artillero veterano por cada pieza, y, aunque los oficiales de la batería de babor hubiesen mandado a algunos de sus hombres en ayuda de los de estribor, era natural que no quisiesen desguarnecerse del todo, para el caso de que ellos también hubiesen de entrar en acción en cualquier momento. Y los artilleros que habían quedado de la Lydia no sumaban en total setenta y cuatro. Hornblower recordaba las dificultades con las que debió enfrentarse para combinar los turnos de guardia.
—¡Tapad esos fogones! —gritaba Gerard, y su voz se elevaba, llena de entusiasmo—. ¡Allá va! ¡Bien hecho, hombres! El palo mayor del lugre, con la gran vela y el palo de gavia y toda la maniobra fija, se inclinó hacia un costado. Por unos momentos pareció mantenerse milagrosamente en equilibrio, hasta que de repente se vino abajo. En aquel mismo instante, los franceses dispararon un cañón de popa como un insolente desafío. Hornblower se dirigió al timonel para ordenarle que pusiese a la Sutherland al alcance del tiro de los mosquetes para completar la destrucción del pequeño buque. Dominando su propia agitación, recordó que no había que perder un instante a fin de no dar tiempo al otro lugre para atacar a los buques del convoy. Observó su propio nerviosismo como un fenómeno curioso e interesante, mientras la nave viraba siguiendo sus instrucciones. Aún no había acabado de maniobrar cuando un prolongado alarido de desafío se elevó en el lugre que, cabeceando desesperadamente sobre las grandes olas, parecía un gran escarabajo negro malherido. Desde el puente, un hombre agitaba una bandera tricolor.
—¡Adiós, monsieur Crapaud! —dijo Bush—. ¡Ha de pasar mucho tiempo antes de que puedas ver de nuevo Brest!
La Sutherland volvía a tomar el nuevo rumbo y los buques de la Compañía se dirigían hacia ella. El lugre andaba pegado a sus talones, lo mismo que un perro tras un rebaño de ovejas; pero, apenas avistó de nuevo a Sutherland, pareció querer huir. Aún viró con obstinación para abordar a la Walmer Castle. Pero Hornblower maniobró de nuevo, y las naves mercantiles se apresuraron a acercársele como buscando su protección. Para un buque tan pesado como la Sutherland, también podía ser fácil parar el ataque de un enemigo cuando solamente era uno. Los franceses debieron de darse cuenta de ello, porque unos minutos más tarde se alejaban, resignándose a correr en ayuda de sus compañeros reducidos a la impotencia.
Hornblower vio al lugre virando e hinchando las velas, y al otro, macheteando hasta que se abrió camino a barlovento. Desde el castillo de la Sutherland pronto dejó de verse al lugre desarbolado. Para Hornblower fue un alivio ver a los franceses abandonar sus belicosas intenciones. Si él hubiese estado en su lugar, hubiese abandonado al lugre a su suerte, pegándose al convoy por lo menos hasta la llegada de la noche, y hubiese sido fácil en la oscuridad asaltar a uno que se alejara de los demás…
—Señor Bush, puede volver a asegurar y atrancar los cañones —dijo, finalmente.
Alguien de la cubierta lanzó un grito de júbilo, que inmediatamente fue secundado por el resto de la tripulación. Todos agitaban las manos y los sombreros, como si acabasen de vencer en la batalla de Trafalgar.
—¡Silencio! —gritó Hornblower, rojo de furor—. ¡Señor Bush, tráigame aquí a los hombres!
Llegaron todos muy excitados, dándose empujones y riendo como una bandada de colegiales, hasta los más novatos se habían olvidado del mareo con la emoción de la lucha. Ante aquel ridículo espectáculo, Hornblower sintió que le hervía la sangre.
—¡Basta! —gritó—. ¿Qué creéis que habéis hecho? ¡Asustar a un par de barquitos no mayores que nuestra lancha! ¡Dos descargas de una pieza de setenta y cuatro que les han partido un palo y vosotros os dais por satisfechos! ¡Por Dios! ¡Tendríais que haber hecho saltar en pedazos a esos franceses! ¡Dos descargas! ¡Desgraciados! Debéis aprender a manejar mejor los cañones para cuando tengamos que luchar en serio, y ya me encargaré yo de ello. Yo y el gato de nueve colas. Y con las velas, ¿cómo os manejáis? He visto a unos negros portugueses hacerlo muchísimo mejor.
No podía negarse que las palabras que salen de un corazón vehemente tienen más peso que todos los artificios retóricos. La justa indignación de Hornblower y su franqueza habían producido una profunda impresión; de tal manera se había sentido ofendido su instinto de marino a la vista de aquella chusma de inútiles y majaderos. Bajando la cabeza y sintiéndose humillados, los hombres no sabían qué cara poner, dándose cuenta de que lo que acababan de realizar no era ninguna maravilla. Para hacerles justicia, hay que hacer constar que la mitad de la euforia que habían sentido era causada por la inesperada carrera de la Sutherland a través del convoy, escurriéndose entre los diversos buques como una anguila. En los años por venir, al narrar sus aventuras, fueron adornando aquella historia hasta llegar a jurar que el capitán Hornblower había maniobrado un buque de dos puentes entre el fragor de una tempestad y a través de una flota de doscientos navíos que marchaban todos en dirección contraria.
—Y ahora, despídalos, señor Bush. Y después del rancho hágales ejercitarse en las jarcias.
En la reacción que siguió a su excitación, ansiaba retirarse a la soledad de la galería de popa. Pero se encontró con Walsh, el cirujano, que subía al puente.
—Vengo a traer mi informe, capitán —le dijo llevándose la mano al sombrero—. Un contramaestre muerto. Ningún herido, ni marinero ni oficial.
—¿Un oficial muerto? —dijo Hornblower, estupefacto—. ¿Quién es?
—John Hart, guardia marina —contestó Walsh.
Hart era un prometedor marinero de la Lydia a quien el mismo Hornblower había llevado al puente de popa dándole patente de oficial.
—¿Muerto? —repitió Hornblower.
—Puedo darle por mortalmente herido si lo prefiere, capitán —contestó el cirujano—. Perdió una pierna cuando un proyectil entró por la porta número 11, bajo cubierta. Aun vivía cuando lo trajeron a la enfermería, pero en seguida ha muerto. La arteria poplitea.
Walsh no había servido nunca a las órdenes del capitán Hornblower, pues de otro modo no se hubiese metido a dar detalles de aquel género con una complacencia tan profesional.
—Quítese de delante, maldito sea —espetó Hornblower. Toda ilusión de quedarse a solas se la había llevado el diablo. Sería necesario más tarde hacer un funeral poniendo la bandera a media asta. La cosa en sí ya era bastante fastidiosa y además se trataba del pobre Hart, un buen muchacho de facciones sonrientes. Este pensamiento echaba a perder todo su contento por el desenlace del asunto de aquella mañana. Entretanto, en el alcázar, Bush sonreía satisfecho, tanto por el recuerdo de lo hecho hasta entonces como ante la perspectiva de cuatro bonitas horas de ejercicios en las maniobras. Sentía la necesidad de hablar, lo mismo que Gerard, que estaba también allí, siempre dispuesto a hacer comentarios sobre las proezas de sus adorados cañones. Hornblower los miró a ambos de arriba abajo, desafiándolos casi a dirigirle una palabra; pero hacía años que ellos servían a sus órdenes y ya sabían lo que debían hacer.
Hornblower giró sobre sus talones y se metió bajo cubierta. Los navíos del convoy hacían señales con las banderas. Él ya conocía la clase de estupideces de tono congratulatorio que podían esperarse por parte de aquellos buques de la Compañía de las Indias, seguramente la mitad con faltas de ortografía. Bush ya se cuidaría de contestar «No entiendo» hasta que aquellos imbéciles hiciesen las señales correctas, y entonces se limitaría a darse por enterado.
No quería tener nada que ver con aquellas gentes, ni con nadie. Su única esperanza y su único deseo en este odioso mundo era que, con un viento favorable y el convoy a sotavento, le dejaran encerrarse en la galería de popa, lejos de las miradas y hasta de los indiscretos catalejos de otros navíos.