Entre el jaleo de los preparativos de la inminente partida, el capitán Hornblower medía el alcázar con inquietos pasos. Aquellos últimos preparativos le sacaban de quicio; creía que se habían dilatado en exceso, aunque en el fondo ya sabía que siempre había una razón verosímil para que cualquier cosa provocase una tardanza. Dos tercios de los hombres que trabajaban bajo los bastonazos de Harrison y los látigos de los suboficiales eran gente de tierra, que no solamente ponían los pies por primera vez a bordo de un buque, sino que la mayoría de ellos ni siquiera había visto jamás el mar. Ante la orden más sencilla se quedaban perplejos; era necesario llevarlos de acá para allá, como a los niños pequeños, y ponerles las cuerdas entre las manos; y hasta si se trataba de tirar de ellas, servían menos que los marineros, pues no conocían aún el truco de colgarse con todo su peso del cabo al tiempo que tiraban de él. Una vez que ya se habían acostumbrado a tirar, era difícil a los suboficiales recordar que a aquellos infelices gritarles «¡Basta!», o «¡Paren!», era inútil, porque no lo entendían. Más de una vez sucedió que los pocos marineros de oficio que se hallaban entre los novatos perdieron el equilibrio y cayeron sobre los inexpertos, arrastrados por el peso de los cabos. Una vez, un cable que subía por medio de una polea al palo de mesana se desprendió inesperadamente, y sólo la misericordia divina evitó que atravesara de parte a parte el fondo de la lancha amarrada a sotavento.
Hornblower había dado la orden expresa de que el agua no fuese llevada a bordo hasta el último momento, a fin de conseguirla lo más fresca posible, puesto que debería conservarse durante varios meses en los recipientes y, en ese caso, ganar un día podía resultar muy conveniente. En cuanto a aquellas doce toneladas de galleta, el retraso se debía a la acostumbrada desidia de los empleados del almacén de aprovisionamiento, que al parecer no sabían ni leer ni escribir ni hacer números. Y la complicación de tener que descargar al mismo tiempo la chalupa que contenía las provisiones del capitán y hacer pasar el precioso cargamento por la escotilla de popa se debía a la tardanza con que la Fundación Patriótica había mandado la famosa espada de oro de cien guineas. Ningún comerciante o proveedor daba crédito a un capitán que se disponía a zarpar. La espada había llegado el día anterior, con el tiempo justo para empeñarla en casa del proveedor Duddingstone, quien, aunque un poco de mala gana, había consentido en hacer a Hornblower un crédito por todo su valor, y le hizo prometer que la rescataría a la primera ocasión que tuviera.
—Demasiado honor para mí, esta dedicatoria —había declarado Duddingstone, señalando con el nudoso índice la historiada dedicatoria que la Fundación Patriótica se había tomado el trabajo de hacer grabar, sin reparar en gastos, sobre el azulado acero de la hoja.
Solamente el oro de la empuñadura y de la vaina y las perlitas del pomo tenían un valor intrínseco. A decir verdad, Duddingstone tenía razón al afirmar que aquello apenas valía cuarenta guineas de crédito en su almacén, y aún había que deducir sus utilidades y el riesgo de que pasase mucho tiempo antes de que fuese rescatada. Sin embargo, supo mantener su promesa y mandó las provisiones al amanecer del día siguiente. A lo largo de las pasarelas, Wood, el comisario de a bordo, corría furioso e impaciente.
—¡Que Dios os maldiga a todos, paletos, manazas! —rugía—. ¡Y usted, caballero! ¡Reprima esa sonrisita y tenga más cuidado, o le hago meter en el calabozo y no le suelto hasta que estemos en alta mar! ¡Eh! ¡Vosotros! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡El ron de a siete guineas el barrilillo no se deja caer como si fuese una barra de hierro!
Wood vigilaba la carga del ron. Los veteranos del buque hacían lo posible para que los nuevos, con su poca habilidad, por lo menos reventasen una barrica para poderse aprovechar de ello, y por su parte los cargadores, desde la chalupa, los ayudaban riendo. Por los rostros enrojecidos y las enormes ganas de reír que tenían algunos, comprendió Hornblower que habían conseguido beber del codiciado ron ante las propias barbas de Wood y de los soldados de marina puestos allí de centinelas, pero no tenía intención alguna de intervenir. Tratar de sorprender a un marinero en el momento en que estaba robando el ron no hubiese servido más que para rebajar la dignidad del capitán, en el caso de que hubiese llegado jamás a conseguirlo.
Desde lo alto del castillo en donde se hallaba, Hornblower tenía la ocasión de ver cómodamente una escena que se desarrollaba en la cubierta principal. Un joven de gigantesca estatura, confundido (debía de ser minero, por sus bíceps), se había vuelto contra Harrison, exasperado por la granizada de órdenes y maldiciones que llovían sobre él. A los cuarenta y cinco años, Harrison había llegado a conseguir su cargo de contramaestre después de centenares de conflictos semejantes, y en sus buenos tiempos podría haber competido con éxito en el ring. Eludiendo el torpe puñetazo del gigante de Cornualles, le mandó un directo a la mandíbula y luego, sin ceremonias, lo cogió por el cogote y de un puntapié lo envió hacia el cabrestante, donde el aturdido muchacho se unió a los compañeros. Hornblower hizo un gesto de aprobación. El gigante de Cornualles, al levantar la mano a un superior, se había hecho reo de «pena de muerte u otros castigos menores», según el Código Militar. Pero no era ocasión de invocar el código, aunque el culpable lo oyó leer la noche anterior después de ser alistado por la fuerza. El guapo Gerard había dado una vuelta por Redruth, Camborne y Saint Yves con la lancha y, cayendo por sorpresa, volvió con medio centenar de cornualleses bien plantados, de los que aún no se podía esperar que supiesen reconocer la maquinaria administrativa de la que acababan de entrar a formar parte. Tal vez dentro de un mes, cuando todos y cada uno hubiesen llegado a comprender la enormidad de tal falta, se podría reunir un Consejo de guerra y aplicar penas corporales —quizás incluso una sentencia de muerte—; pero de momento no había que emplear más sistema que el de Harrison: un puño bien colocado en la mandíbula y poner de nuevo al trabajo al recalcitrante. Hornblower dedicó unos segundos a dar gracias al Todopoderoso por ser capitán y no tener que meterse nunca en asuntos de aquella índole, pues por su parte cualquier tentativa de colocar puñetazos en las mandíbulas ajenas hubiese resultado un lamentable fracaso.
Apoyándose ya en un pie, ya en el otro, empezaba a sentirse enormemente fatigado. Hacía varias noches que no dormía y los días los pasaba cómodamente entregado a las numerosas y complicadas ocupaciones que requería la preparación de un buque. La tensión nerviosa provocada por sus preocupaciones, lady Bárbara y su mujer, el dinero y la falta de hombres le habían impedido dejar los detalles en manos de Bush o de Gerard, aunque ambos fueran capaces de arreglarse perfectamente sin necesidad de ayuda. Pero la preocupación y el nerviosismo no le dejaban en paz y no hacían más que estimularle al trabajo. Se sentía enfermo, estúpido y agotado. Día tras día, suspiraba por aquel momento en que, hallándose ya lejos de tierra, pudiera abandonarse a la agradable soledad, patrimonio del capitán de un buque, dejando en tierra todas sus preocupaciones y hasta a la propia lady Bárbara.
Era imposible no reconocer lo mucho que le había conmovido el encuentro con ella. Ya había renunciado a resolver el enigma de si debía o no debía su nombramiento como comandante de la Sutherland a la influencia de ella, y había apelado a toda su fuerza de voluntad para combatir los devoradores celos que le inspiraba su marido. Al fin se había convencido de que lo que deseaba más apasionadamente era huir; huir lejos de Bárbara, lo mismo que de las fastidiosas ternuras de María y su amable estupidez, y de todas las complejas miserias de la vida en tierra firme. Él suspiraba por el mar, como un náufrago muerto de sed suspira por un vaso de agua. Dos días antes, la perspectiva de hallarse sobre el puente, en medio del desorden producido por la inminente partida, le había parecido maravillosamente deseable. Ahora, angustiado, ya no estaba tan seguro. Separarse así de lady Bárbara era como si le arrancaran un miembro. Y también, extrañamente, se sentía preocupado por María. Estando él en el mar, nacería un niño que cuando él volviera tendría ya un año y habría dado los primeros pasos y balbuceado las primeras palabras. María tendría que soportar todo su embarazo y las consiguientes angustias del parto sin su apoyo moral, y sabía, a pesar del valor con que ella evitaba hablar de aquello, a pesar de la sencillez con que le había dicho adiós, que la pobre mujer sentiría un gran vacío, y eso hacía la separación aún más triste.
A pesar de todo su valor, a María le temblaban los labios y tenía los ojos llenos de lágrimas cuando volvió la cara hacia él, allá en el saloncito de la hostería. Ya hacía tiempo que habían pensado que era absurdo prolongar la angustia de la separación y que, por eso, se despedirían allí mismo. También entonces, la impaciencia por verse libre había conseguido imponerse sobre toda otra consideración. Hornblower se separó de los brazos de su mujer sin excesiva emoción; pero ahora era diferente. Mentalmente se tachaba de tonto sentimental y dedicaba impacientes ojeadas a la banderola del palo mayor.
No había duda: el viento cambiaba hacia el norte. Si se dirigiese hacia el norte o el noroeste, seguramente el almirante tendría prisa por levar anclas. Casi estaba reunido todo el convoy con la Pluto y la Calígula en la bahía de Cawsand, y, si el almirante decidía no esperar más tiempo a los que faltaban, se irritaría por la tardanza de la Sutherland, aunque ésta fuese debida a causas inevitables.
—¡Diga a los hombres que se den prisa, señor Bush! —gritó Hornblower.
—Sí, señor —contestó Bush pacientemente.
La paciencia que indicaba el tono de voz de su teniente consiguió aumentar la irritación del capitán. Era un tono tal que suponía un leve reproche para Hornblower, un reproche que sólo ellos dos podían percibir. Hornblower sabía que Bush era un trabajador infatigable y que nunca retrocedería cuando se trataba de dar ejemplo a los demás. La observación del capitán sólo había servido para desahogar su impaciencia y Bush lo comprendió. Hornblower se indignó consigo mismo, por faltar a su costumbre habitual de no hacer observaciones inconvenientes a sus oficiales, y bajó a su camarote, cosa que de ningún modo había pensado hacer.
El centinela se separó para dejarle entrar en el camarote situado bajo el puente de popa. El lugar era espacioso y la presencia de un cañón del doce aun dejaba sitio para la litera, el arcón y el escritorio. Polwheal ya lo había ordenado todo y Hornblower pasó a la cabina que estaba al lado de la suya. También era amplia. El holandés que diseñó la Sutherland tenía ideas grandiosas acerca de la comodidad de que debía disfrutar un capitán. El camarote se extendía a todo lo ancho de la popa. Las ventanas eran amplias y dejaban entrar la luz a raudales. Las paredes, pintadas de color piedra, daban al saloncito un aspecto alegre y soleado; y hasta la negra mancha de una pieza del doce a cada lado ponía un contraste de color que no desentonaba. Dos marineros ayudaban a Polwheal, que estaba de rodillas colocando las botellas en el armario que luego cerraría con llave. Hornblower le echó una mirada de contrariedad; mientras supiese que podían verle desde las ventanas no podría retirarse a su galería de popa para disfrutar de la soledad.
Se volvió a su camarote y lanzando un suspiro se echó en la litera; pero, en seguida, el nerviosismo le hizo ponerse de pie otra vez para acercarse al escritorio. Sacó de él un documento de grueso papel apergaminado y se sentó para examinarlo de nuevo:
Órdenes al escuadrón de la costa de sir Percy Gilbert Leighton, caballero de la Orden de Bath, contralmirante de la flota del Mediterráneo Occidental.
Nada nuevo en todo ello. Señales nocturnas; señales particulares inglesas, españolas y portuguesas, puntos de referencia en caso de separación; un par de líneas dedicadas a la táctica a seguir en el caso de tener un encuentro, mientras estaban vigilando el convoy, con una escuadra enemiga de cualquier clase La nave almirante acompañaría al convoy de Lisboa hasta la altura del Tajo (seguramente iba a tomar órdenes). La Calígula tenía por misión escoltar a los mercantes Harriet y Nancy hasta Mahón. La Sutherland escoltaría a los buques de la Compañía de las Indias hasta el grado 35 de latitud, antes de dirigirse al estrecho, hacia su destino definitivo de Palamós. Los capitanes de las naves de su majestad británica eran informados de que las costas de Andalucía, con excepción de Cádiz y Tarifa, estaban en manos de los franceses, y asimismo las costas catalanas, desde la frontera hasta Tarragona. Al mismo tiempo, los capitanes que entrasen en cualquier puerto español debían tomar las necesarias precauciones para saber de antemano que no estaba ocupado por los franceses. Las hojas de instrucciones para los contramaestres del convoy iban anejas y no hacían más que repetir la mayor parte de las disposiciones.
Pero a Hornblower, mientras reflexionaba sobre ellas, le narraban una compleja e intrincada historia. Significaba ésta que, a pesar de la victoria de Trafalgar, que ya hacía cinco años que se había ganado, y no obstante el hecho de que Inglaterra mantuviese en los mares la mayor de las flotas que se vio jamás, aún no se había dicho la última palabra. El corso seguía armando escuadras en todos los puertos más importantes de Europa (Hamburgo, Amberes, Brest, Tolón, Venecia, Trieste) y en otros de menor categoría; y ante esos puertos, las escuadras de navíos ingleses, victoriosamente puestas a prueba, se veían obligadas a una continua vigilancia. Ciento veinte buques de línea habrían tenido mucho trabajo, solamente con este bloqueo, sin contar con las demás empresas. Y al mismo tiempo, no había ensenada o pequeño puerto de pescadores donde no se ocultaran naves corsarias, aunque no fuesen más que grandes barcazas movidas a remo y llenas de hombres dispuestos a saltar fuera de su escondrijo y caer sobre las indefensas naves mercantes inglesas que se hallaran cercanas. Para protegerse contra aquellos actos de piratería, era necesario ejercer una severa vigilancia en los mares, y ningún barco de su majestad partía a misión alguna sin aprovechar la ocasión de proteger en su camino a algún barco mercante. En esa guerra contra el mundo entero, sólo se podía tener éxito con una sabia y bien calculada distribución de fuerzas; y esta vez, llamando en su auxilio a toda su potencia, Inglaterra tomaba la ofensiva. Sus ejércitos estaban combatiendo en España, y tres navíos de línea sacados de lugares que podían necesitarlos eran enviados a atacar el flanco vulnerable que Bonaparte, incautamente, había dejado desguarnecido en la Península. La Sutherland estaba llamada a ser la lanza que se hundiera en el costado del poder que dominaba a Europa.
Todo eso estaba muy bien, se dijo Hornblower mientras, doblando los pliegos, se ponía a caminar maquinalmente de un extremo al otro con la cabeza inclinada para no tropezar con el techo. El paseo se limitaba a dar cuatro pasos entre la pieza del doce y la puerta. La suya era una posición honrosa y respetable, pero aún le faltaban hombres para completar su tripulación. Para las maniobras que era necesario realizar sobre un navío de su majestad británica se requerían doscientos cincuenta marineros bien adiestrados; por lo menos, ésa era la cantidad necesaria para que las maniobras fuesen realizadas con la celeridad y precisión que podían decidir una victoria y evitar un fracaso. Porque, si todos los marineros había que emplearlos en las maniobras, no quedaría ninguno para el manejo de los cañones. Para el servicio de los cañones, si eran atacados por los dos costados, eran necesarios cuatrocientos cuarenta hombres (doscientos de los cuales, pongamos, podían ser novatos), y otro centenar, más o menos, para el transporte de las municiones y otros quehaceres a bordo.
De la Lydia le quedaban ciento noventa hombres veteranos, y ciento noventa más que hasta aquel momento jamás habían puesto el pie en un buque. Durante los preparativos de la Sutherland solamente veinte hombres procedentes de la Lydia habían desertado, abandonando la paga de dos años y exponiéndose a un castigo de mil azotes. Hornblower había tenido suerte en esto, pues otros capitanes, con una estancia tan prolongada en el puerto, ya hubiesen perdido los dos tercios de la tripulación. Sin embargo, no dejaba de ser una pérdida. Le faltaban ciento setenta hombres, y bien entrenados. Se necesitaban seis semanas para convertir a los hombres de tierra en pasables marineros y artilleros, exceptuando a un porcentaje de idiotas, enfermos, inútiles e incapaces de cualquier tipo, que era lógico esperar entre aquella gente. Pero al cabo de seis semanas, quizás antes de tres, la Sutherland podía hallarse en plena acción en las costas de España. Tal vez al día siguiente por la noche tropezasen ya con el enemigo. El viento que empezaba a rolar al este podía empujar una escuadra de buques de línea franceses a aventurarse a la altura de Brest y, evitando a las naves del bloqueo, caer sobre una presa tan envidiable como el convoy de las Indias Orientales. ¿Qué suerte le estaba reservada a la Sutherland frente a un navío francés de primer orden, cuando llevaba sólo dos tercios de su tripulación y la mitad fuera de combate por el mareo?
Hornblower apretaba los puños sintiéndose exasperado ante ese solo pensamiento. Porque él sería el responsable de cualquier desastre y él debería soportar la lástima o el desprecio de sus colegas; ambas alternativas eran igualmente horrendas. Sentía hambre y sed de hombres con mucha más intensidad que la de un avaro por el oro, o un enamorado por su amada. Ya había desaparecido la última esperanza de podérselos procurar. La correría de Gerard a Saint Yves y a Redruth fue la última tentativa, y había que agradecer a Dios que hubiesen dado como fruto la llegada de cincuenta hombres. Tampoco había esperanza de poderlos obtener del convoy. Los transportes del gobierno a Lisboa, los transportes de material a Mahón, los buques de la Compañía de las Indias ya sabía Hornblower que no podrían cederle un solo hombre. Y le parecía sentirse aprisionado dentro de una jaula de hierro.
Se acercó de nuevo al escritorio y sacó el rollo de instrucciones personales que tanto a él como a Bush les había costado un montón de fatigosas horas nocturnas redactar. En las actuales condiciones de inferioridad, la buena marcha de los asuntos de a bordo dependía exclusivamente de los turnos de guardia; era necesario saber distribuir cuidadosamente a los veteranos en los puntos estratégicos, con la debida proporción de novatos, a fin de facilitar a éstos la instrucción, sin que fuesen una rémora para el desarrollo del trabajo. Cofa de trinquete, cofa mayor y cofa de mesana; castillo de popa y castillo de proa. Era preciso colocar a cada uno en un lugar determinado, de manera que en cualquier maniobra de las mil que era necesario realizar con buen tiempo o con mal tiempo, de día y de noche, en paz y en guerra, fuese cada uno a su puesto sin dudas ni vacilaciones, sabiendo exactamente lo que tenía que hacer. Debía ocupar su lugar junto a los cañones que le correspondían y ponerse bajo el mando del oficial de su división.
Hornblower volvía de nuevo a doblar el papel. Era todo lo razonable que se podía exigir. Tenía una inmutabilidad de castillo de naipes; es decir, que a primera vista parecía perfectamente bien pensado, pero no soportaba la más mínima mudanza. Solamente con que un hombre faltase a la llamada, o estuviese imposibilitado por cualquier causa, todo se venía abajo. Hornblower tiró rabiosamente la lista de guardias a un lado al recordar que, aunque el viaje se desarrollase a la perfección, cada diez días por lo menos habría una muerte por accidente o por causa natural, y eso sin tener en cuenta la probabilidad de un combate. Afortunadamente, los que solían ponerse enfermos con más facilidad eran aquellos que no estaban acostumbrados a la vida marinera.
Hornblower prestó oído a los rumores que le llegaban de cubierta. Los gritos roncos, la estridencia de los silbatos y el ruido de numerosas pisadas le indicaba que se estaba izando la lancha a bordo. Un raro gruñido que, desde hacía algún tiempo, le llamaba la atención sin atinar a identificarlo, descubrió de repente que provenía de varias parejas de cerdos jóvenes que habían sido llevados a bordo y formaban parte de las provisiones particulares que él había comprado. También oyó el balido de una oveja y hasta un sonoro quiquiriquí coreado por una salva de carcajadas. Hornblower no recordaba haber mandado comprar un gallo con sus gallinas; debía de ser propiedad de alguno de la cámara o de la camareta de guardiamarinas.
Llamaron a la puerta de su camarote. Hornblower recogió los papeles y se volvió a sentar. Por nada del mundo hubiese querido ser sorprendido de pie y en espera de la llegada del instante de la partida con evidentes señales de nerviosismo.
—¡Adelante! —gritó con voz estentórea.
Un joven guardiamarina asomó por la puerta una cara asustada. Era Longley, el sobrino de Gerard, que se embarcaba por primera vez.
—El teniente Bush anuncia que se están cargando las últimas provisiones, capitán —dijo temeroso.
En lugar de dedicarle una sonrisa, Hornblower prefirió mirar de arriba abajo con severa impasibilidad al espantado chico.
—¡Muy bien! —gruñó, fingiéndose ocupado en sus papeles.
—Bien, capitán —dijo el muchacho, y después de dudar un momento se dispuso a retirarse.
—¡Señor Longley! —gritó Hornblower.
La cara del infeliz, más asustado que nunca, volvió a aparecer en el marco de la puerta.
—¡Venga aquí, joven! —le dijo Hornblower enfadado—. ¡Entre y póngase firme! ¿Qué es lo que me ha dicho antes de marcharse?
—He dicho que… que el teniente Bush…
—No es eso. ¿Qué ha dicho al final?
El chico arrugó el ceño en su esfuerzo por recordar y luego sus facciones volvieron a tomar su aspecto normal; había comprendido.
—He dicho: «Bien, capitán» —balbuceó.
—¿Y qué tenía que haber dicho?
—Sí, señor.
—Perfectamente. Muy bien.
—Sí, señor.
El muchacho era listo y no se dejaba dominar demasiado por el miedo. Si aprendía pronto a tratar con los hombres, sería un excelente oficial. Hornblower dejó al fin los papeles y cerró con llave el cajón del escritorio. Dio aún algunos pasos por el camarote y al cabo, considerando que ya había pasado un tiempo prudencial para hacer dignamente su aparición, se decidió a subir al alcázar.
—Hagámonos a la vela en cuanto esté dispuesto todo, Bush —le dijo.
—Sí, señor. ¡Cuidado con eso! ¡Eh, los de abajo, a vosotros…!
También el pobre Bush había llegado a aquel momento en que las interjecciones ya no sirven para nada. La nave era una temible confusión; las cubiertas estaban llenas de porquería; la dotación, extenuada. Con las manos a la espalda, Hornblower afectaba una indiferencia olímpica cuando se dio la orden de soltar las velas, y los hombres fueron llevados a sus puntos azuzados por los suboficiales. Savage, el guardiamarina más antiguo, a quien Hornblower había visto crecer y hacerse hombre, gritaba a la guardia de popa para que equiparan las drizas de la gavia. Savage tenía la cara pálida y los ojos inyectados en sangre; una noche de juerga en cualquier prostíbulo de Plymouth no le había dejado en muy buenas condiciones. Mientras gritaba las órdenes, se apretaba las sienes con las manos; con aquel formidable estrépito debía de sentir que se volvía loco. Hornblower no pudo evitar sonreír al verle; algunos días de vida a bordo y volvería a estar tan fresco como antes.
—¡Capitán de la guardia de popa! —Savage se había quedado ronco a fuerza de gritar—. ¡No veo a sus hombres! ¿A qué están esperando? ¡Más de prisa, idiotas! ¡A las drizas de gavia! ¡Y usted, sargento de marina, mande a los ociosos a popa! ¿Me ha oído?
Casi encima de Hornblower, un segundo del contramaestre encabezó una carrera a las jarcias de mesana seguido por sus compañeros. Hornblower vio al guardiamarina Longley vacilar un instante al mirar a los hombres que le precedían; luego, con un gesto decidido, saltó y subió detrás de los demás. Bravo muchacho, que sabía vencer el temor que le inspiraban las alturas vertiginosas que veía sobre su cabeza y no temía aventurarse allí donde iban los otros.
Bush, con un ojo en el reloj que tenía en la mano, estaba furioso y se volvía hacia el contramaestre:
—¡Han pasado nueve minutos! ¡Por Dios, mírelos! ¡Los soldados son mejores marineros!
Los infantes de marina estaban a popa, con las drizas de la gavia de mesana. Las maderas retumbaban bajo sus pesadas botas. Realizaban su trabajo con una rigidez militar, como si estuvieran haciendo la instrucción. Los marineros, por lo común, se solían reír de ellos, pero no había duda de que en aquel momento eran los soldados los que lo hacían mejor.
Los hombres corrían de las drizas a los brazos. Una descarga de improperios de Harrison que se oyó hacia la proa reveló que se estaban aflojando las amarras, y Hornblower, echando una última mirada a la banderola del palo mayor, vio que el viento había rolado tanto al este que no sería ningún juego de niños doblar la Punta del Diablo. Con las vergas braceadas en cruz, la Sutherland viró sobre sí misma y poco a poco fue empezando a moverse. Los gritos de las mujeres y el revoloteo de unos pañuelos que provenían de una pequeña flotilla de barcas que no estaban lejos demostraron a Hornblower que algunas de las mujeres que hacía veinticuatro horas él había expulsado de su buque se habían aventurado hasta allí para despedir a sus hombres. Muy cerca vio a una mujer en la cámara de un bote, sollozando sin pudor alguno, con la boca abierta y las lágrimas fluyendo como ríos de sus ojos. No existía más que una remota posibilidad de que volviera a ver algún día a su hombre.
—¡Eh! ¡Miren lo que hacen! —gritó Harrison, que había sorprendido a dos o tres hombres contestando al saludo de las mujeres. Era indispensable que pusiesen toda su atención en la maniobra.
Hornblower sentía que la nave bailaba bajo sus pies mientras Bush la ponía en su rumbo lo mejor que le permitía el viento; estando tan cercana la Punta del Diablo, y él poco acostumbrado a manejar aquel buque, valía más llevarla todo lo más posible hacia barlovento. Aquel ligero balanceo evocaba en Hornblower una multitud de recuerdos. Solamente cuando estaban todas las velas desplegadas y sentía bajo sus pies el inestable suelo del puente y en los oídos el antiguo y familiar arpegio de las jarcias, sólo entonces los mil detalles de la vida marinera se le hacían vividos y sensibles. Hornblower tenía la boca seca por la emoción.
Ya pasaban casi rozando la Punta del Astillero. Muchos de sus obreros suspendieron su labor y se quedaron mirando con la boca abierta al buque que pasaba, pero ni uno de ellos dio un grito de salutación. En diecisiete años de guerra ya habían visto partir demasiados buques del rey para sentirse conmovidos al ver partir uno más.
Hornblower sabía que debía haber tenido a bordo una banda que tocase himnos y canciones marineras, pero no había nada semejante a bordo de la Sutherland. El no tenía medios para ello y en aquel momento hubiese sido ridículo que el violinista irlandés o el gaitero de la Marina real hiciesen oír sus débiles sonidos.
Luego se abrió ante ellos Stonehouse Pool y detrás se veían los tejados de Plymouth. Allí estaba María y tal vez desde algún lugar contemplaba las blancas gavias a todo ceñir. También era posible que lady Bárbara viese pasar a la Sutherland. Y Hornblower volvió a notar la garganta seca.
Una brisa que se puso a soplar a lo largo de Stonehouse Pool por poco coge al buque desprevenido. Estuvo dando tumbos hasta que el piloto lo pudo dominar con el timón. Hornblower miró a estribor. Estaba peligrosamente cerca de Cremyll; no se había equivocado en sus suposiciones de que la Sutherland derivaría mucho. Observó el viento y la marea alrededor del promontorio. Desde la proa no perdía de vista ni un instante la Punta del Diablo; de un momento a otro, tal vez fuese necesario virar de bordada y dirigirse nuevamente hacia el norte antes de afrontar la marea. En el instante preciso en que vio que iban a doblar el cabo, Hornblower observó que Bush levantaba la cabeza disponiéndose a lanzar una orden.
—Manténgala derecha como va, señor —le dijo, y aquella orden, que casi parecía un Consejo, significaba que él se hacía cargo. A Bush no le quedó más remedio que callar.
Pasaron apenas a cincuenta yardas de la boya sin novedad; el agua formaba una estela de blanca espuma a sotavento. Hornblower no había hecho su intervención solamente para demostrar su superioridad de marino y su buen juicio, sino sencillamente porque no sabía estar sin hacer nada y viendo hacer las cosas un poco menos hábilmente de lo que se podían hacer. Cuando se trataba de calcular fríamente alguna cosa era más capaz que su segundo, y su habilidad en el whist lo demostraba. Por lo demás, Hornblower tenía una completa ignorancia de sus cualidades; en realidad, casi nunca era consciente de haber realizado ninguna cosa de particular. Jamás se le ocurrió que fuese un marino excepcional.
La Sutherland se dirigía directamente hacia la Punta del Diablo, que Hornblower no perdía de vista cuando enfilaron el estrecho.
—Timón a babor ahora —dijo Hornblower—. Y que larguen las velas de juanete, señor Bush.
Con el viento por el través entraron en el estrecho; tenían a babor las ásperas cimas de Staddon y a estribor, Mount Edgcumbe. A cada yarda que adelantaban en el mar, el viento soplaba más fresco, arrancando cada vez notas más agudas a las jarcias. La Sutherland empezaba a sentir el mar y cada vez cabeceaba más sensiblemente sobre las olas. Con el movimiento, se oían ya los chasquidos de las maderas, y si los que se hallaban sobre cubierta apenas lo notaban, bajo ella era un rumor muy intenso hasta que el oído se acostumbraba a él.
—¡Que el diablo se lleve a esos patanes! —gruñía Bush, observando cómo largaban las velas de juanete.
Dejaron la isla de Drake a barlovento; la Sutherland volvió la popa a la isla, en tanto que con el viento a babor bajaba por el estrecho. Antes de que se hubiesen largado las velas de juanete habían dejado atrás la punta de Picklecomb y entraban en la bahía de Cawsand. Allí estaba el convoy: seis bajeles de la Compañía de las Indias, pintados como buques de guerra y enarbolando la bandera rayada de la honorable Compañía, y hasta uno de ellos se pavoneaba con la hermosa insignia de comodoro de su majestad, nada menos. En conjunto eran dos buques mercantes y cuatro transportes destinados a Lisboa. En el mar abierto bailaban ancladas la Pluto y la Calígula.
—La nave insignia hace señales, capitán —decía Bush mirando con el catalejo—. Vincent, tendría que haberlas interpretado ya hace un minuto por lo menos.
La Pluto no había estado a la vista, pero había que reconocer con toda rapidez aquella señal, la primera del almirante.
—Gallardete de la Sutherland, señor —decía el infortunado guardia marina aguzando la mirada a través del anteojo—. Negativo. Número 7… El número siete es «ancla», señor.
—Recibido —dijo Hornblower con brusquedad—. Señor Bush, largue de nuevo los juanetes y ponga en facha las gavias.
Con el catalejo veía Hornblower trepar a los marineros por las jarcias de ambos buques. En cinco minutos, la Pluto y la Calígula habían desplegado una nube de velas.
—Se han equipado en el Nore, malditos sean —gruñó Bush.
En el Nore, la entrada del puerto más concurrido del mundo, los buques de su majestad británica tenían ocasión de completar sus tripulaciones con marineros de primera, procedentes de las naves mercantes que acudían allí y que para llegar por el río hasta Londres no necesitaban más que media docena de hombres. Además, la Pluto y la Calígula habían tenido ocasión de ejercitar a su gente mientras bajaban por el canal. Ya estaban fuera de la bahía y volvían a hacer señales desde el buque insignia.
—Al convoy, capitán —dijo Vincent—. «Dense prisa. Leven anclas. Suelten todas las velas que permita el viento». ¡Jesús, un cañonazo!
Una detonación estrepitosa y una nubecilla de humo indicaban que el almirante pedía mayor atención a sus señales. Los navíos de la Compañía, con sus tripulaciones numerosas y militarmente disciplinadas, ya se hallaban levando anclas, mientras que los demás, como era de esperar, eran más lentos y estuvieron bailando con indecisión durante un rato que pareció interminable, antes de que, con exasperante lentitud, el último de ellos salió de la bahía.
—Otra señal del almirante, capitán —anunció Vincent leyendo las banderas de señales y luego traduciéndolas rápidamente—: «Tomen posiciones según el orden establecido».
Para la Sutherland quería decir a barlovento del convoy, y con el viento en popa que ahora llevaba, a la cola. De aquel modo, los buques de guerra estaban preparados para acudir en socorro de un buque en peligro si otro francés hubiese intentado atacarlos a la vista de los demás. Hornblower sentía la fresca brisa en la cara. La nave almirante desplegaba las velas de juanete, y según la miraba vio que largaba también los sobrejuanetes. Él tendría que ajustarse a ello, pero con el viento que aumentaba preveía que no pasaría mucho tiempo sin verse obligado a retirar sus velas de nuevo. Antes de la llegada de la noche sería necesario arrizar las gavias. Sin embargo, dio las órdenes a Bush y se quedó mirando cómo acudía la tripulación a las órdenes de Harrison: «¡Todos los hombres a largar velas!». Vio vacilar a los novatos y era muy natural, pues la verga mayor del sobrejuanete estaba a treinta y cinco metros de altura sobre la cubierta y, ahora que la nave empezaba a cabecear sobre las olas del canal de la Mancha, oscilaba en círculos vertiginosos.
Hornblower volvió su atención hacia el buque almirante y el resto del convoy. Se le hacía insoportable la vista de aquellos desdichados, víctimas del miedo, empujados a latigazos a las obencaduras por los segundos contramaestres. Era necesario; eso lo sabía muy bien. La Marina no podía admitir (no podía por necesidad) los «no puedo» o «tengo miedo». No debía hacerse absolutamente ninguna excepción, y ése era el mejor momento para inculcar en aquellos hombres que hasta entonces jamás supieron lo que era disciplina que las órdenes no se discutían. Si los oficiales se mostrasen indulgentes, siempre tendrían que seguir siéndolo, y la indulgencia, en un servicio que en cualquier momento podía exigir de un hombre el sacrificio voluntario de la propia vida, solamente se podía emplear con una dotación bien disciplinada, que hubiese tenido tiempo de adquirir ciertas nociones y comprender ciertas cosas. Pero Hornblower conocía y comprendía el miedo atroz que sentía un hombre que, no habiendo subido a una altura mayor que la del tejado de un granero, de pronto se veía obligado a subir al calcés de un navío. Sí, era una vida cruel y despiadada.
—Se habrán firmado las paces antes de que hayamos podido hacer marinos de estos patanes —murmuraba Bush a Crystal, el oficial de derrota.
Una buena parte de los desgraciados patanes había vivido en la paz de sus aldeas, sin soñar jamás en aventuras marítimas, hasta tres días atrás. Ahora se hallaban bajo un cielo gris y sacudidos por un mar alborotado, y soplaba un viento como jamás lo conocieron, y veían sobre su cabeza oscilar la amenazadora longitud de los palos y bajo los pies tenían las quejumbrosas maderas de un buque en movimiento.
Ya estaban en plena mar. El faro de Eddystone se veía muy bien desde cubierta y, con la presión de las velas, la Sutherland parecía despertar. Encontró la primera gran ola: irguiéndose y levantándose mucho de proa, dio media vuelta y casi viró sobre sí misma; la dejó pasar bajo la quilla y se zambulló mientras se alejaba por la popa la pequeña montaña de agua. Cuando el fragor se hubo mitigado, se elevó un gran vocerío de desesperación desde el combés.
—¡Fuera de cubierta! ¡Maldición! —rugía Harrison.
Ya empezaba a causar víctimas el mareo, con la impunidad de los hombres cogidos por sorpresa.
Hornblower vio una docena de siluetas pálidas que se tambaleaban y se inclinaban, bamboleantes, sobre las bordas. Dos de ellos hasta se habían dejado caer sentados sobre las tablas y se apretaban la frente con las manos. La nave volvía a levantarse y a girar sobre sí misma y seguía subiendo y bajando sin parar, como si ya no pudiese parar nunca, y los gemidos proseguían a coro. Casi hipnotizado por el ingrato espectáculo, Hornblower miraba a un campesino que vomitaba en los imbornales. El estómago se le contrajo y tuvo que tragar saliva con fuerza. Aunque temblaba de frío, tenía la frente perlada de sudor.
Estaba a punto de marearse. Deseó estar solo para vomitar con toda discreción, lejos de las irónicas miradas de sus oficiales. Pudo dominarse y se esforzó en hablar con indiferencia, pero sus oídos le decían que no lo conseguía y que su tono de voz era falsamente animado.
—Siga así, señor Bush. Llámeme si es necesario.
Su larga permanencia en tierra le había hecho perder la costumbre del mar, y andaba dando tumbos al atravesar el puente. Tuvo que apoyarse con ambas manos en la barandilla de la escala. Tropezando en los últimos escalones, consiguió meterse por la puerta de su camarote.
—¡Váyase! —ordenó jadeante a Polwheal, que estaba colocando la comida en la mesa—. ¡Váyase!
Polwheal se retiró y Hornblower se dirigió con paso vacilante a la galería de popa y, abalanzándose a la barandilla, pudo al fin inclinarse hacia fuera, sobre la estela espumeante que dejaba tras de sí la nave.
El mareo se le hacía odioso, tanto por su propia fealdad como por la debilidad que revelaba. No le consolaba decirse, desesperadamente agarrado a la barandilla, que también Nelson sufría de él cada vez que empezaba un viaje en el mar. Tampoco era una justificación a sus ojos que un viaje empezara siempre después de haberse extenuado tanto física e intelectualmente que era presa fácil del mareo. Todo eso era cierto, pero no servía de ningún consuelo mientras estaba inclinado allí, gimiendo y con el viento silbando a su alrededor.
Ahora soplaba viento del nordeste y Hornblower temblaba de frío; la pesada casaca estaba en su camarote, pero él sabía que no podría hacer el esfuerzo de ir a buscarla y de ningún modo quería llamar a Polwheal. Y ésta es —se decía con amarga ironía— la tranquila soledad que tanto había deseado en los últimos días pasados en tierra firme. A sus pies, el timón chirriaba y la espuma hervía de un modo incesante bajo la bovedilla. El barómetro había ido bajando desde el día anterior; era evidente que se estaba preparando un temporal del nordeste. Acosado por éste, a lo largo del golfo de Vizcaya no veía alivio para él hasta al cabo de muchos días, y en aquel momento podía dar cualquier cosa por volver a la paz de que disfrutaba en el Hamoaze.
Sus oficiales nunca se mareaban, pensaba con rencor; o si les sucedía alguna que otra vez, era leve y no tenían que sufrir aquella angustia. Y, sobre la cubierta, doscientos desdichados, víctimas del mareo, eran empujados despiadadamente por los segundos contramaestres, que los obligaban a seguir trabajando. A cualquier hombre le sentaba bien que le empujaran al trabajo a pesar de su mareo, siempre que ello no pusiera en peligro la disciplina, como habría sucedido en su caso. Hornblower habría jurado que no había a bordo de su buque nadie más desdichado que él… Gimiendo y maldiciendo, volvió a asomarse a la borda. La experiencia le había enseñado que dentro de tres días habría pasado todo y se sentiría mejor que nunca, pero en aquellos momentos las horas que habían de pasar antes de llegar al tercer día le parecían la eternidad. Y las maderas crujían y el timón chirriaba, el viento silbaba y el mar mugía, contribuyendo a aumentar el formidable fragor, mientras el capitán Hornblower, tembloroso, seguía asomándose a la barandilla.