Apenas hubieron salido del Ángel a la calle, donde ya reinaba la oscuridad, María se colgó del brazo de su marido.
—Una tarde deliciosa —dijo, contentísima—. Y lady Bárbara me ha parecido una señora finísima.
—Me alegro mucho de que te hayas divertido —contestó Hornblower. Sabía muy bien que, en cuanto se veían a solas después de haber ido juntos a algún sitio, María disfrutaba hablando de las personas con las que habían estado, y ya se sentía a disgusto pensando en la crítica de lady Bárbara que iba a oír y que consideraba inevitable.
—Tiene mucha clase —proseguía María, implacablemente—, mucha más de lo que esperaba por lo que tú me habías dicho.
Hurgando en sus recuerdos, Hornblower hubo de reconocer que él no hizo otra cosa que alabar el valor de lady Bárbara y su desenvoltura al hallarse entre los hombres sin sentir ningún temor. Entonces María se figuró a la hija del conde como una especie de marimacho, y ahora en cambio le complacía verla del modo tradicional y admirarla por su buena educación, halagada por la familiaridad con que lady Bárbara se había dignado hablar con ella.
—Es una mujer encantadora, desde luego —dijo él intentando ponerse a tono con el humor de su mujer.
—Me ha preguntado si te acompañaré en el próximo viaje; pero yo le he dicho que, con las esperanzas que acariciamos para dentro de algún tiempo, eso no sería prudente.
—¿Le has dicho eso? —preguntó Hornblower con brusquedad. Milagrosamente, consiguió disimular la angustia que hacía temblar su voz.
—Ella me ha deseado buena suerte, encargándome que te felicite y te dé su… su enhorabuena. —El pensamiento de que María hubiese hablado de su estado con lady Bárbara se le hacía penosísimo. No se atrevía a profundizar demasiado en el porqué. Pero la certeza de que lady Bárbara lo sabía no hacía más que enredar más la enmarañada madeja de sus sentimientos, y el camino que debían recorrer para llegar a su alojamiento era demasiado corto para tener tiempo de desenredarla, aunque sólo fuese un poquitín.
—¡Ay! —exclamó María apenas estuvieron en la alcoba—. ¡Qué estrechos son estos zapatos!
Sentada en la pequeña butaca, se frotaba los pies calzados con las medias de algodón blanco; la llamita de la vela colocada en la mesita de noche proyectaba la sombra de ella sobre la pared a su espalda.
—Cuelga bien esa casaca, que es la mejor que tienes —continuaba diciendo María mientras se quitaba las horquillas de la cabeza.
—No tengo sueño —dijo Hornblower con el valor de la desesperación. Si hubiese tenido que pagar para poder huir de allí, ningún precio hubiese sido excesivo. Había marchado gustoso a buscar la soledad de su buque. Pero era imposible. A semejantes horas hubiese parecido una rareza y, además, con su uniforme de gala, llamaría demasiado la atención.
—¿Que no tienes sueño?
¡Oh, aquella mala costumbre que ella tenía de repetir siempre sus palabras!
—Es muy extraño después de una velada tan agotadora. ¿Es que has comido mucho asado?
—No.
Era inútil intentar explicar a María las ideas que le andaban por la cabeza y aún más inútil intentar la huida. Eso la heriría en su amor propio y Hornblower sabía por experiencia que no era capaz de hacerlo. Suspirando, se dispuso a dejar la espada.
—No tienes más que echarte en la cama y ya verás cómo te duermes —dijo María, hablando por propia experiencia—. Además, nos quedan pocas noches para estar juntos, querido.
Así era, en efecto; el almirante Leighton había dicho que la Pluto, la Calígula y la Sutherland estaban obligadas a servir de escolta hasta la altura del río Tajo al convoy de las Indias Orientales que se estaba reuniendo. Y esto le recordaba de nuevo la condenada cuestión de la falta de personal…
¿Cómo diablos se arreglaría para completar a tiempo su dotación?, pensaba Hornblower. Bodmin podía mandarle unos cuantos criminales más. Y los oficiales que ya estaban a punto de llegar uno de aquellos días le traerían algunos voluntarios. Pero Hornblower necesitaba por lo menos otros cincuenta gavieros, y a ésos no se los hallaba en las cárceles, ni mucho menos se daban en las plazas de los mercados.
—Es una vida dura —decía su mujer, pensando en la próxima separación.
—Es mejor que la de enseñar a contar por ocho peniques semanales —replicó Hornblower, esforzándose en bromear.
Antes de casarse, María había enseñado en una escuela, en donde los alumnos pagaban cuatro peniques por aprender a leer, seis para aprender a escribir y ocho para las cuentas.
—Claro que sí. Ya sé que te debo muchísimo, Horatio. Aquí está tu camisa de dormir. ¡Los malos ratos que pasé cuando miss Wenthworth descubrió que había enseñado a Alice Stone la tabla de multiplicar, aunque sus padres no pagaban más que cuatro peniques! Y luego, cuando a aquella chiquilla ingrata y chismosa se le ocurrió convencer al pequeño Hopper para que soltara un ratón en la clase. Sin embargo, sé que volvería a empezar de nuevo, ¡cariño!, si con eso pudiese conseguir tenerte a mi lado.
—No puede ser, pues el deber me llama, querida —le dijo su marido poniéndose la camisa de dormir—. Pero ya verás como antes de dos años vuelvo con un saco lleno de guineas como botín. Palabra de honor.
—¡Dos años! —exclamó María, desolada.
Hornblower se abandonó a un prolongado bostezo y María, como él ya había esperado, se tragó el anzuelo.
—¡Y decías que no tenías sueño!
—Me ha venido de repente. Será el vino de Oporto del almirante, que empieza a hacerme efecto y ya no consigo tener los ojos abiertos. Así que, buenas noches, amor mío.
Se acercó a dar un beso a María, que seguía sentada en la butaquita, y enseguida, apresuradamente, se subió a la alta cama y se quedó acostado e inmóvil, en el lado más alejado, hasta que María apagó la vela de un soplo y se acostó a su lado. Su respiración se hacía tranquila y regular. Solamente entonces se relajó, cambió de postura y dejó que sus inquietos pensamientos galoparan a rienda suelta.
Recordaba lo que Bolton le había dicho con un gesto y una mirada significativos, cuando en el transcurso de la reunión se hallaron ambos en un rincón en donde nadie podía oírlos.
—Vale por seis votos para el gobierno —y al decir esto señalaba con la cabeza al almirante. Aunque Bolton era un buen marino, no brillaba por su perspicacia; pero había estado en Londres hacía poco y hallándose presente en una recepción había oído aquello. El pobre rey, como era tan viejo, volvía a perder al cabeza. Era inminente una regencia y, con la regencia, podían caer los Tories y subir al poder los Whigs; y los seis votos de que Leighton podía disponer con su influencia no eran de despreciar. Siendo el marqués de Wellesley secretario de Asuntos Exteriores y Henry Wellesley embajador en España, y sir Arthur Wellesley (¿cuál era su nuevo título?; lord Wellington, eso es) comandante en jefe de los ejércitos en la península Ibérica, no era extraño que lady Bárbara se hubiera casado con sir Percy Leighton, y mucho menos que a este último le diesen un cargo en el Mediterráneo. La virulencia de la oposición aumentaba de día en día, y la historia mundial se hallaba en juego.
Hornblower se agitó inquieto en el lecho ante ese pensamiento y un ligero movimiento que hizo María le obligó a quedarse de nuevo inmóvil. Había un grupo de hombres que aún no había abandonado la decisión de continuar la lucha contra el dominador corso, y de este grupo, no muy nutrido, formaban parte los Wellesley. El más pequeño fracaso en tierra, en el mar o en el parlamento podía hacerles caer de sus eminentes posiciones y poner sus cabezas bajo el hacha del verdugo y tal vez hasta arruinar a Europa entera.
En cierto momento de la reunión, lady Bárbara sirvió el té y Hornblower se encontró solo y a su lado de pie, en espera de que llenase su taza.
—Me he alegrado mucho —le había murmurado ella— al enterarme por mi marido de que le han confiado el mando de la Sutherland. Inglaterra necesita en estos momentos el concurso de sus mejores capitanes.
Seguramente quiso expresar algo más de lo que dijeron sus palabras. Era probable que insinuara la necesidad de mantener a Leighton en su puesto de mando. Sin embargo, eso no quería decir que ella hubiese interpuesto su influencia para favorecer a Hornblower. De todas maneras, ya era una satisfacción saber que era por razones ajenas al amor por lo que lady Bárbara se había casado con sir Percy Leighton. Hornblower no podía soportar el pensamiento de que ella sintiese amor por nadie y empezó a recordar cada palabra que ella había dirigido a su marido, cada mirada que le había dedicado. Estaba claro que no parecía una esposa feliz y enamorada. Pero ella era la mujer de Leighton y en aquellos mismos instantes estaría en la cama con él… Y al pensar en esto, Hornblower se retorcía entre las angustias de nuevas torturas.
Se rehízo. Apelando a toda su sangre fría, se dijo que solamente podía esperar la miseria moral y la locura si se empeñaba en seguir pensando aquellas cosas, y aferrándose, en consecuencia, a la primera idea que le vino a la mente, se puso a analizar la partida de whist que habían jugado. Si él no hubiese sostenido aquella desgraciada finesse contra la apertura de Elliot, hubiese salvado el rubber. Su juego había sido correcto —las probabilidades eran de tres contra dos—, pero un verdadero jugador no se hubiese detenido allí; hubiese seguido impávidamente hacia delante y, en aquel caso concreto, hubiese obtenido un brillante resultado. Sólo un jugador ocasional podía arriesgar un rey en semejantes condiciones. Hornblower se enorgullecía de la precisión casi científica de su juego. Sin embargo, el resultado de aquella velada le había empobrecido en dos guineas; y la pérdida de dos guineas, tal como estaban las cosas, era un asunto endiabladamente serio.
Antes de levar anclas necesitaba comprar cinco o seis cerdos, unas docenas de pollos y un par de ovejas. También había que pensar en el vino. Más tarde podría comprarlo en buenas condiciones en el Mediterráneo, pero era mejor tener cinco o seis docenas de botellas desde el primer momento. Hubiese hecho muy mal efecto ante los oficiales y la dotación que él no estuviese provisto de todos los lujos convenientes a un capitán que se respetase, porque en el caso de que el viaje se prolongara podía verse en la necesidad de recibir a otros capitanes y tal vez también al almirante; y si él, entonces, se viera obligado, por imprevisión, a obsequiarlos con la comida ordinaria de a bordo, le mirarían de arriba abajo. La lista de las provisiones se hacía cada vez más larga en su imaginación. Oporto, Jerez y Madeira, manzanas, pasas, queso, cigarros. Una docena de camisas. Otros cuatro pares de medias de seda, porque era probable que hubiese necesidad de bajar a tierra. Una caja de té. Pimienta, clavo y pimentón. Ciruelas e higos secos. Velas de cera. Todas esas cosas eran indispensables para su dignidad de capitán y también para su amor propio, pues sentía pánico ante la idea de que le tomaran por pobre.
Sería necesario gastar en ello toda la paga del próximo trimestre y aun así no podría hacer primores. María se resentiría en los primeros tiempos. Por suerte, estaba acostumbrada a la pobreza y a hacer esperar a sus acreedores. Era duro para ella; pero, si alguna vez llegaba a ser almirante, pagaría su devoción ofreciéndole una vida lujosa. Y también quería comprar libros; no para distraerse, pues tenía un cajón lleno, incluyendo a su viejo amigo Decadencia y caída del Imperio romano, de Gibbon, sino para informarse sobre la campaña en la que iba a tomar parte. En el Morning Chronicle del día anterior había un artículo sobre una Crónica de la actual guerra de España, que deseaba procurarse, y también otra media docena de obras. Era necesario que conociese bien la península en cuyas costas iba a combatir y a los jefes de la nación a la que debía ayudar. Pero los libros costaban dinero y él no sabía qué hacer para procurárselo.
Por milésima vez daba vueltas en su pensamiento a la idea de la mala suerte que le había perseguido incansablemente en lo referente al dinero de presa. El Almirantazgo se negó a pagarle ni un solo céntimo por el hundimiento del Natividad. Desde que capturó a la Castilla, siendo aún teniente, jamás había vuelto a tener un golpe de suerte, mientras que existían capitanes de fragata que habían hecho dinero a espuertas. Era desesperante, especialmente con las dificultades que atravesaba y ante la imposibilidad de completar la tripulación de la Sutherland. Aquella falta de hombres era la más terrible de sus preocupaciones… Ésa y la visión de lady Bárbara en los brazos de Leighton. Los pensamientos de Hornblower habían dado la vuelta y estaban de nuevo en su punto de partida. Ya tenía bastante con ello para permanecer despierto y exasperado durante el resto de la insoportable noche. Tuvo fantásticas ensoñaciones acerca del estado de ánimo de lady Bárbara e hizo astutos proyectos para equipar de hombres a la Sutherland.