—¿Te parece que estoy bien? —preguntó María apenas hubo acabado de arreglarse. Hornblower, que se estaba abrochando el traje de gala, se retiró unos pasos para observar mejor a su mujer y sonrió con admiración.
—Muy bien, querida —dijo—. Ese vestido realza tu figura mucho más que ninguno de los que has llevado.
La inocente mentira fue pagada con una sonrisa de contento. ¿De qué iba a servir decirle la verdad a la pobre María, haciéndole ver que precisamente aquel tono de azul se daba de bofetadas con el rojo de sus rubicundas mejillas? Pequeña y gruesa, con sus ásperos cabellos negros y el feo color de su piel, María era una de aquellas mujeres que nunca parecen bien vestidas. En el mejor de los casos parecía la mujer de un tendero y, en el peor de ellos, una criada que se había puesto cualquier traje regalado por su señora.
—También tengo mis guantes franceses… —le dijo ella No se le había escapado hacia dónde se dirigían las miradas de su marido. ¡Era una desdicha aquella facilidad que tenía para adivinar sus deseos! Él tenía el poder de herirla horriblemente, y aquella seguridad le desazonaba.
—¡Perfectamente! —dijo él, galante. Se estaba poniendo la casaca nueva ante el espejo.
—¡Qué bien te sienta el traje de gala! —comentaba María llena de admiración.
El primer cuidado de Hornblower al volver a Inglaterra con la Lydia fue comprarse nuevos uniformes. No quería que se pudiesen reproducir los humillantes incidentes causados por la pobreza de su guardarropa. Se miró al espejo por última vez. La casaca que llevaba era del mejor paño azul que existía. Las pesadas charreteras que la adornaban eran de oro verdadero, lo mismo que los anchos entorchados de los bordes y los ojales. Relucían botones y gemelos y daba gusto ver en las mangas aquellos anchos galones dorados que distinguían a los capitanes con más de tres años de antigüedad en el puesto. La corbata era de gruesa seda china. También admiró el corte de sus calzones blancos y las medias de seda blanca, las mejores que pudo hallar. No sin ciertos remordimientos, recordó Hornblower que María ocultaba bajo sus faldas unas medias de algodón barato, de cuatro chelines el par. En resumen, él se hallaba vestido de arriba abajo como un verdadero caballero, ni más ni menos. El único punto negro eran los zapatos. Las hebillas eran de similor, y Hornblower temía que el brillo rojizo que despedían contrastase demasiado con el del oro verdadero de los demás adornos. Pero cuando las compró ya empezaba a faltarle el dinero y no se había atrevido a gastar veinte guineas en un par de hebillas de oro. Durante la reunión iría con mucho tiento para no poner los pies demasiado en evidencia. Era una lástima que aún no le hubiesen entregado la espada de cien guineas que el Fondo Patriótico le debía por su triunfo sobre el Natividad; por eso se veía obligado a llevar la espada de oro de cincuenta guineas que le fuera otorgada ocho años antes, cuando siendo un simple teniente capturó la Castilla.
Cogió el sombrero de tres picos, también galoneado de oro auténtico, y requirió los guantes.
—¿Estás dispuesta, querida? —preguntó.
—Sí, Horatio. —Conocía muy bien el odio que sentía su marido por la falta de puntualidad y ponía mucho cuidado en no caer en ella.
En la calle, el oro de las charreteras brillaba pomposamente bajo el sol de las primeras horas de la tarde. Un oficial del ejército saludó respetuosamente al cruzarse con la pareja. Hornblower notó que la señora a la que aquél daba el brazo miraba a María con más atención que a él, y le pareció leer en aquella mirada una compasión mezclada con ironía. Evidentemente, no era María la mujer que se podía esperar ver del brazo de un oficial tan elegante. Pero de todos modos ella era su mujer, la compañera de su juventud, y ahora era preciso pagar por la indulgencia y bondad de corazón que le indujo a casarse con ella. Los pequeños Horatio y María habían muerto de viruela en la posada de Southsea, y él le debía su devoción, aunque sólo fuera por eso.
Además, María iba a darle un nuevo hijo, o, por lo menos, eso era lo que ella afirmaba. Esto había sido una locura por su parte, pero una locura comprensible en un hombre que tenía el corazón envenenado por los celos al saber que lady Bárbara se había casado. ¿Y qué otra cosa podía hacer él, sino mostrarse aún más cariñoso con su mujer? Todos sus buenos instintos y su innata honradez le obligaban a permanecer fiel a su María, darle a ella todas las satisfacciones y proceder como si fuese el más apasionado de los maridos.
Pero eso no era todo. Su orgullo jamás le permitiría reconocer públicamente que había cometido un error o una equivocación garrafal, como cualquier muchacho. Solamente por esa razón, aunque hubiese tenido el valor de destrozar el corazón de su mujer, no rompería nunca abiertamente con ella. Hornblower recordaba los comentarios salaces que circulaban en los medios de marina a propósito de los asuntos del matrimonio de Nelson, y luego los de Bower y Samson. A condición de que siguiese unido con su mujer nunca se dirían de él cosas semejantes. El mundo, que toleraba las excentricidades, se reía de las debilidades. En su caso, la gente se podría asombrar de tanta fidelidad, pero nada más. Y mientras se comportase con María como si para él no existiesen más mujeres en el mundo fuera de ella, tal vez las gentes llegasen a creer que tenía un espíritu mucho más sólido de lo que podía suponerse después de un examen superficial.
—¡Horatio! ¿Verdad que es en el Ángel donde estamos invitados? —le preguntó ella interrumpiendo sus meditaciones.
—¿Eh? ¡Ah, sí!
—Acabamos de pasar por delante y cuando te lo he dicho no me has oído.
Volvieron sobre sus pasos y, al llegar, una criada muy jovial, del Devonshire, los acompañó a la sala a través de los pasillos oscuros y frescos del interior de la hospedería. Se hallaban reunidas algunas personas en la habitación forrada de madera de roble, donde les hicieron entrar, mas para Hornblower no existía sino una entre todas ellas. Lady Bárbara vestía un traje de seda azul, de un azul grisáceo, el mismo color de sus ojos. Llevaba al cuello, pendiente de una cadena de oro, un joyel de zafiros, pero los zafiros parecían muertos si se comparaban con el brillo de sus ojos. Hornblower se inclinó y murmuró el nombre de María, presentándola. La estancia entera le parecía envuelta en una niebla en medio de la cual lady Bárbara era el único resplandor. La dorada palidez de las mejillas que Hornblower le había visto antes, ahora había desaparecido; la piel de ella era blanca, como debía ser la de una gran señora.
Hornblower se estremeció; alguien le estaba hablando ya hacía unos segundos.
—Una agradable ocasión ciertamente, capitán Hornblower. ¿Me permite que le presente? La señora Elliot. El capitán Hornblower. La señora Bolton. Mi ayudante, el capitán Elliot de la Pluto. Y el capitán Bolton, de la Calígula, que me ha dicho que fue compañero suyo a bordo de la Indefatigable.
La niebla se aclaraba un poco. Hornblower pudo finalmente balbucear algunas palabras; por suerte el posadero entró anunciando que la comida estaba servida y esto le dio algunos minutos más para acabar de recuperar el aplomo.
Se sentaron a una mesa redonda. Hornblower tenía enfrente el honrado, rubicundo y franco rostro de Bolton, y aún sentía el cordial apretón de su mano y el contacto con la callosa palma. En efecto, Bolton no tenía el aspecto de pertenecer al gran mundo y mucho menos su señora, a la que Hornblower tenía a su derecha, entre él y el almirante. Era una mujer vulgar y, con enorme alivio por su parte, se fijó en que no iba mejor vestida que María.
—Debo felicitarle, capitán, por su nombramiento para la Sutherland —le decía lady Bárbara a su izquierda. Por el aire se difundió un efluvio perfumado mientras ella hablaba, y a Hornblower se le subió a la cabeza. Oler su perfume, oír su voz, le hacía el efecto de una droga. Nunca supo qué fue lo que contestó…
—Nuestro buen hostelero —dijo el almirante, volviéndose a sus comensales y metiendo un cucharón en la sopera de plata que tenía delante— me ha jurado que conoce el arte de preparar la sopa de tortuga y por eso me he arriesgado a encargársela. ¡Dios quiera que nos haya dicho la verdad! Y espero que encuentren que el jerez no está mal… ¡George, el sherry!
Sin darse cuenta, Hornblower había tomado una cucharada de sopa hirviente, y la quemadura que sintió al verse obligado a tragarla fue tal que le hizo volver de nuevo a la realidad. Se volvió a mirar a aquel personaje que durante dos o tres años iba a ser su jefe, y que después de un noviazgo que no podía haber durado más de tres semanas había conquistado el corazón y la mano de lady Bárbara. Era alto, macizo, moreno; un buen tipo, en conjunto. La estrella de la Orden de Bath y la cinta roja realzaban su ostentoso uniforme. No tendría más de cuarenta años —uno o dos más que Hornblower—, y si alcanzó tan elevado cargo fue seguramente debido a las influencias familiares. Pero la redondez de su papada, ajuicio de Hornblower, era una señal de indulgencia o de poca inteligencia; o, tal vez, de ambas cosas a la par.
Todo eso lo descubrió Hornblower en una rápida ojeada. Enseguida se vio obligado a pensar en la conversación, aunque entre lady Bárbara y el almirante no le fuese nada fácil razonar con claridad.
—Me parece que la veo llena de salud, lady Bárbara-le dijo. Una ligera reminiscencia del puente de mando daba a su voz un tono demasiado elevado en tanto trataba de hallar el matiz exacto que exigía la complicada situación. No se le ocultó que María, que estaba sentada al lado del capitán Elliot, levantaba levemente las cejas. María, como siempre, estaba dispuesta a percibir las reacciones de su marido.
—¡Oh! Sí, es verdad —contestó lady Bárbara con desparpajo—. ¿Y usted, capitán?
—Nunca vi que Horatio estuviese mejor —intervino María.
—Eso está muy bien, ¿verdad? —dijo lady Bárbara volviéndose hacia ella—. El pobre capitán Elliot aún se resiente a veces de las fiebres que cogió en Flushing.
Menos mal. Allí estaban María, lady Bárbara y el capitán Elliot enfrascados en una conversación en la cual él no podía meter baza. Después de prestar un instante de atención, Hornblower se volvió hacia la señora Bolton, que, según parecía, no era una mujer sociable. «Sí» y «no» era todo lo que sabía decir, y el almirante, a la derecha de Hornblower, estaba ocupado charlando con la señora Elliot animadamente. Hornblower se quedó en melancólico silencio; María y lady Bárbara siguieron la conversación de la que pronto quedó excluido Elliot, y que proseguía a través de su persona con una constancia que ni siquiera la llegada del otro plato logró interrumpir.
—¿Puedo servirle una tajada de este asado de buey, señora Elliot? —preguntaba el almirante—. Hornblower; tenga la bondad de hacer los honores a esos ánades que hay ahí delante. Éstas son lenguas en adobo, Bolton, de una especialidad local, como ya debe de saber. ¿Quiere probarlas? A menos que sus preferencias no se inclinen por el asado. Elliot, ofrezca ese ragú a las señoras. Tal vez prefieran los entremeses. No es un plato de mi gusto. Pero allí veo, en el aparador, un pastel de carne fiambre. El hostelero me ha jurado que es uno de los que han dado más renombre a su casa; y también hay una pierna de carnero como sólo se hallan en Devonshire. ¿Señora Hornblower? ¿Bárbara, querida?
Hornblower, ocupado en trinchar el pato, sintió una punzada en el pecho al oír pronunciar con tanta indiferencia un nombre que para él era sagrado. La impresión que esto le causó fue por un instante un obstáculo para seguir trinchando con habilidad los largos pedazos de pechuga de pato. Haciendo un esfuerzo, terminó su trabajo y, como nadie deseaba ánade asado, llenó su propio plato con todo lo que había trinchado. Gracias a eso pudo ahorrarse el tener que cruzar su mirada con ningún otro comensal.
Lady Bárbara y María seguían hablando. A la excitada imaginación de Hornblower le pareció que lady Bárbara le volvía la espalda de un modo especial. Tal vez ella pensara que amarla había sido un magro cumplido para ella, ahora que conocía a la compañera por él elegida y que podía constatar la tosquedad de sus gustos. Esperaba que María no se mostrase demasiado tonta. De lo que hablaban, poco o nada conseguía oír. No pudo gustar más que a medias aquellos manjares que cubrían la mesa; su apetito, naturalmente moderado, había disminuido aún más. Sin embargo, bebía con avidez el vino de que estaba su copa siempre llena, hasta que al darse cuenta de ello se abstuvo de seguir bebiendo; sentirse embriagado le era aún más odioso que sentirse ahíto. Jugueteando con lo que tenía en el plato, fingía comer. Por suerte, su vecina, la señora Bolton, tenía muy buen apetito y se entretenía en hartarse a más no poder sin decir una palabra; de otro modo, ambos hubiesen hecho un ridículo papel.
Luego desocuparon la mesa de las fuentes y platos para hacer lugar al queso y las frutas.
—Las piñas no son tan deliciosas como aquéllas que tuvimos en Panamá, capitán Hornblower —dijo lady Bárbara volviéndose de pronto hacia él—. Pero tal vez quiera comprobarlo, ¿verdad?
Le había cogido la pregunta tan de improviso que casi no podía cortar la fruta con el cuchillito de plata de puro azoramiento. Con mano insegura sirvió a lady Bárbara. Ahora que ella le honraba con su atención, deseaba hablarle, pero no le salían las palabras. La pregunta que le quemaba la lengua era la de si se sentía feliz y le gustaba la vida de casada, pero, como tenía aún bastante buen sentido para no salir con semejante tontería, no se le ocurría otra cosa que decir.
—El capitán Bolton y el capitán Elliot —proseguía lady Bárbara— me han hecho mil preguntas acerca del combate entre la Lydia y el Natividad; pero casi todas ellas son de una naturaleza excesivamente técnica para que yo las pueda contestar, puesto que, además, y como ya les he contado, me tuvieron encerrada en el sollado, donde no podía ver nada de lo que pasó en el puente. Pero parece que todo el mundo me envidia por esa aventura.
—¡Su señoría tiene razón! —tronó la voz de Bolton desde el otro extremo de la mesa. Su vozarrón había seguido ganando en sonoridad desde la época en que Hornblower le conoció, cuando no era más que un tenientillo—. ¡Vamos! ¡Cuéntenos lo sucedido, Hornblower!
Colorado como un tomate, éste se manoseaba el corbatín, sabiéndose blanco de todas las miradas.
—¡Vamos, compañero! ¡Díganoslo de una vez! —insistía Bolton. Poco acostumbrado a la compañía de las señoras que le azoraban, apenas había despegado los labios hasta aquel momento; pero la perspectiva de oír relatar por el propio protagonista la descripción de la batalla le soltaba la lengua.
—Así fue… —empezó Hornblower, disponiéndose a explicar las condiciones en que tuvo que combatir. La atención general estaba pendiente de sus labios, y las preguntas de los hombres, que eran muy oportunas, le ayudaban a seguir adelante casi sin que él se diese cuenta. De ese modo y gradualmente se iba desarrollando su narración; y aquella locuacidad contra la que Hornblower de ordinario procuraba defenderse le volvía, en verdad, elocuente. Y habló, contando la larga lucha sostenida en las soledades del Pacífico; contó las fatigas, la mortandad y la agonía; hasta el instante en que, apoyándose extenuado sobre la baranda del alcázar, se sintió embriagado de triunfo a la vista del enemigo vencido que se hundía en la negrura de la noche y del mar.
Al llegar a este punto se detuvo, azorado, y sintió que una llamarada de vergüenza le había sacado los colores a la cara, pues se daba cuenta de haber cometido un pecado imperdonable al alabarse de sus propios éxitos. Echó una mirada alrededor de la mesa, temeroso de leer en los rostros reticencia o sincera desaprobación, piedad o desprecio. Con enorme estupor pudo comprobar, en cambio, que en ellos se pintaban expresiones que sólo produce la más franca admiración. Bolton, que tenía cinco años de antigüedad más que él y era diez años mayor, le miraba como se mira a un héroe. Elliot, que mandó un buque de línea a las órdenes de Nelson, le hacía gestos de asentimiento con su cabezota, con aires de aprobación. Y el almirante, cuando Hornblower se atrevió a dirigirle una mirada a hurtadillas, parecía meditabundo, pero evidentemente impresionado; no había duda de ello. Tal vez hubiese, además, una sombra de añoranza en sus morenas y regulares facciones; un sentimiento de pesar, pensando que a él no le había ofrecido jamás la vida de marino una ocasión tan buena para cosechar gloria.
Pero la sinceridad que se descubría en la narración de Hornblower le había conquistado y, al fin, se volvió hacia él con los ojos llenos de admiración.
—¡A su salud! —le dijo levantando la copa—. ¡Deseo que el capitán de la Sutherland pueda compararse con el de la Lydia!
Con un murmullo de aprobación se unieron todos al brindis y bebieron, mientras Hornblower enrojecía y balbuceaba, muy emocionado. La admiración de aquellos hombres cuya aprobación tanto valoraba le abrumaba, especialmente cuando se daba cuenta de que se la había ganado con engaños. Ahora volvía a recordar la angustia mezclada de náuseas con la que esperaba la descarga del Natividad, y revivía el horror por la mutilación, que le obsesionó durante la batalla. No; él no era de la misma madera que Leighton, Bolton y Elliot, hombres que en oda su vida no conocieron el miedo; si les hubiese contado todas sus emociones, lo mismo que hizo con las maniobras y los incidentes del combate, le hubiesen tenido la lástima que se experimenta hacia un infeliz enfermo… Y todo el fulgor de la victoria de la Lydia se hubiese evaporado por completo.
Lady Bárbara le sacó de su azoramiento, levantándose de la mesa, seguida inmediatamente de las otras señoras.
—No se entretengan demasiado con los licores —dijo mientras los caballeros se levantaban a su vez cortésmente, en espera de que las señoras se marcharan—. El capitán Hornblower es un gran jugador de whist y nos espera una mesa de juego.