El chico del Ángel ha traído una carta para los señores —dijo la dueña de la hostería entrando en el saloncito donde se hallaba Hornblower, después de haber dado con los nudillos en la puerta—. Espera contestación.
Con sólo leer el sobre, Hornblower sintió una punzada en el pecho. Había reconocido instantáneamente la caligrafía femenina, aunque ya habían pasado varios meses desde aquél que tan significativo fue para él. Se esforzó por disimular su turbación volviéndose hacia su mujer.
—Está dirigida a ambos, querida —le dijo—. ¿La abro?
—Como quieras —contestó María.
Hornblower rompió la oblea y desplegó el billete.
Hostería del Ángel.
Plymouth, 4 de mayo de 1810.
El Contralmirante sir Percy y lady Bárbara Leighton se verán muy honrados si el capitán Horatio Hornblower y su señora quieren comer en su compañía en esta dirección mañana, día 5 de mayo, a las cuatro de la tarde.
—El contralmirante está en el Ángel y nos invita a comer —dijo Hornblower con toda la indiferencia que los latidos de su corazón le permitieron fingir—. Lady Bárbara está con él. Creo que debemos aceptar, querida.
Le entregó el billete a su mujer.
—No tengo otro vestido que el azul —hizo observar María, levantando la cabeza después de haberlo leído.
El primer pensamiento de una mujer en cuanto recibe una invitación siempre será el de: «¿Qué me pondré?». Hornblower intentó concentrar su pensamiento en el vestido azul, mientras que su corazón cantaba locamente al saber que lady Bárbara se hallaba sólo a doscientas yardas de allí.
—Te sienta muy bien, querida —le dijo a su mujer—. Ya sabes que ese vestido siempre me ha gustado mucho.
Otro vestido mucho más elegante hubiese sido necesario para sentar bien al achaparrado tipo de María. Pero Hornblower sabía que debían —a toda costa debían— aceptar la invitación, y, por su parte, sería un acto de bondad tranquilizar a María. Poco importaba el vestido que se pusiera si estaba convencida de que le sentaba maravillosamente bien.
Contentísima, sonrió al cumplido que le hacía su marido y Hornblower sintió un poco de remordimiento. Su conciencia le acusaba de ser un judas. Al lado de lady Bárbara, María resultaría ordinaria, mal vestida y sosa; pero sabía que mientras él le diese a entender que estaba enamorado de ella, María se sentiría feliz en su ignorancia.
Escribió, pues, un cortés billete aceptando la invitación y llamó para hacerlo entregar al mozo que esperaba.
—Es preciso que vaya a la Sutherland —dijo luego, abrochándose la casaca.
Se sintió molesto por la mirada de reprobación que le dirigió su esposa. Sabía muy bien que ella se había alegrado ante la idea de pasar la tarde a su lado y, realmente, no había tenido ningún pensamiento de volver al buque. Aquello no era más que una excusa para hallarse a solas consigo mismo. Se le hacía insoportable la idea de permanecer encerrado en aquel saloncito con María y sus insustancialidades. Quería estar solo para saborear el pensamiento de que lady Bárbara estaba en aquella misma ciudad y que al día siguiente la vería. Y con estas ideas que brotaban en su interior, ¿cómo permanecer sentado sin hacer nada? Hubiese querido dar gritos de alegría mientras se dirigía al muelle a paso ligero, olvidándose voluntariamente del obediente y silencioso consentimiento de María cuando le vio marchar. Claro que ella no ignoraba cuán lleno de quehaceres se hallaba un capitán en los momentos en que estaba preparando su barco…
En sus deseos de hallarse solo cuanto antes, Hornblower azuzó a los remeros hasta que sudaron. Una vez que se vio a bordo, se dirigió hacia el puente de popa y contestó apresuradamente a los saludos de los oficiales de guardia antes de encerrarse en aquel lugar solitario y lleno de paz que tanto había deseado. Había mil cosas que debían de reclamar su atención, pero no pensó en ellas ni por un segundo. Atravesando su camarote, en donde reinaba el desorden de los preparativos, salió de la amplia galería por el balcón de popa y, ya allí, y seguro de no ser observado por ojos indiscretos, pudo por fin apoyarse en la borda y dejar vagar su mirada sobre las aguas.
Crecía la marea y soplaba una leve brisa de nordeste. Desde la galería de popa de la Sutherland, la vista descubría hacia poniente una gran extensión del Hamoaze. A la izquierda, veía Hornblower el astillero zumbando con la actividad de una colmena; ante él, las aguas centelleantes hormigueaban de embarcaciones, entre las que había una multitud de chalupas que se movían en todas direcciones. A lo lejos, al otro lado de los almacenes de víveres, se descubría Mount Edgcumbe. La ciudad de Plymouth permanecía oculta tras el recodo del promontorio llamado la Punta del Diablo; por eso le estaba vedada la satisfacción de poder descubrir el techo de la fonda en donde se albergaba lady Bárbara.
Sin embargo, ella estaba allí; dentro de veinticuatro horas ya la habría visto. Como extasiado, apretó entre sus manos la barandilla hasta hacerse daño. Separándose de ella, se puso a pasear con las manos detrás de la espalda para poderse inclinar más fácilmente al llegar al arco. El sentimiento de dolor que había experimentado tres semanas atrás, cuando oyó hablar del matrimonio de lady Bárbara con el almirante Leighton, ya se había disipado; solamente sentía una gran alegría al pensar que ella no le había olvidado. Tal vez se había trasladado con su marido hasta Plymouth con la esperanza de verle a él, Hornblower… No era imposible, pero Hornblower no podía dejar de pensar que lady Bárbara quizás había obrado así solamente por el deseo de estar durante algunos días más al lado de su marido. Debió de ser ella misma la que indujo a sir Percy a mandar la invitación el mismo día de su llegada. Hornblower prefería no pensar que cualquier almirante ansia la ocasión de hacerse una idea de cómo es un capitán que está a sus órdenes y al que aún no conoce. Tuvo que ser lady Bárbara la que consiguió que su marido pidiese al Almirantazgo que pusieran a sus órdenes al capitán Hornblower. Eso explicaría el hecho de que le hubiesen encomendado el mando de un nuevo buque, sin haber tenido que esperar ni siquiera un mes a medio sueldo. Sí; era a lady Bárbara a quien debía el agradable aumento de diez chelines diarios al sueldo que el comando de un buque de línea llevaba consigo.
Ahora ya había recorrido la cuarta parte de la lista de capitanes. En menos de veinte años —tal vez antes de llegar a los sesenta— adelantando de esa forma, podría ostentar la insignia de almirante. Entonces habría realizado todas sus esperanzas; con el grado de almirante estaría satisfecho. Aun a medio sueldo. Podría vivir en Londres y tal vez hallar un protector que le proporcionase un escaño en el Parlamento. Autoridad, dignidad y seguridad maternal; todas esas cosas serían suyas. Todo eso no era imposible, no… Y lady Bárbara no le había olvidado; ella conservaba un buen recuerdo de él y no desdeñaba volverle a ver de nuevo, a pesar de la forma ridícula en que él se había comportado con ella. Hornblower volvía a sentirse eufórico.
Una gaviota que estaba parada en el aire sacudió las alas de pronto, poniéndose de nuevo a volar con celeridad, y al pasar ante la galería soltó un ronco chillido en la cara de Hornblower. Revoloteaba incansablemente y chillaba a lo largo de la galería y luego, sin ninguna razón, se alejó raudamente. Hornblower la siguió con la mirada; cuando de nuevo volvió a pasear, el hilo de sus pensamientos se había cortado. Pero de pronto le asaltó, más apremiante que nunca, el recuerdo de que le era necesario encontrar hombres. Al día siguiente debería confesar al almirante que seguía necesitando ciento cincuenta, y ésa sería la primera falta de sus obligaciones de capitán. Un hombre podía ser el mejor marino del mundo, podía ser un guerrero intrépido —y Hornblower no se creía ni una cosa ni otra—; pero cualquiera de estas buenas cualidades disminuía si no conseguía equipar su propio barco.
Leighton probablemente habría pedido que le pusieran a sus órdenes; solamente fue un capricho de la suerte lo que hizo que le asignaran a la escuadra del almirante. Tampoco era imposible que el almirante sospechase que Hornblower había sido el amante de su mujer y, devorado por los celos, no dejaría escapar la ocasión para arruinarle. Le haría desgraciado, le torturaría de tal modo que acabaría enloqueciendo, para terminar liquidándole con una razón cualquiera. Un almirante siempre halla manera de deshacerse de un capitán con sólo desearlo. Tal vez fue la misma lady Bárbara la que le puso a merced de Leighton y tramaba su ruina para vengarse de la vergüenza a que él la expuso. Sí; esta última razón era la más plausible, mucho más que todas las otras suposiciones románticas, pensaba Hornblower, y sintió que una rabia fría le iba ganando poco a poco.
Lady Bárbara se habría figurado cómo era María y había mandado la invitación para tener el placer de comprobar de cerca sus deficiencias. Aquel convite del día siguiente amenazaba con resultar una gran humillación para él. Durante una decena de días, al menos, no podía contar con los honorarios del trimestre próximo; de otro modo, hubiese llevado a María a comprar el vestido más hermoso que pudiese hallar en Plymouth, aunque, pensándolo bien, ¿qué suponía un vestido confeccionado en Plymouth para la hija de un conde acostumbrada a comprar sus vestidos en París? Pero, precisamente en aquellos momentos, y después de haber mandado a Bush, a Gerard, Rayner y Hooker, sus cuatro tenientes, a buscar reclutas a son de tambor, Hornblower no tenía ni veinte libras esterlinas en el bolsillo. Aquellos cuatro oficiales se habían llevado consigo a treinta hombres, los únicos de los que podían fiarse, entre todos los que había a bordo. Por lo tanto, a lo mejor tenían problemas en el castillo de popa, y el malhumor alcanzaría su punto álgido probablemente al día siguiente, mientras el capitán se encontrase comiendo con el almirante.
Los sombríos pronósticos de Hornblower se detuvieron allí momentáneamente. Irritado, levantó la cabeza con gesto violento y se dio un buen coscorrón con una viga del techo. Apretó los puños, soltando maldiciones; pero luego no pudo evitar reírse de sí mismo (si no hubiese sido capaz de reírse de sí mismo, probablemente se hubiese vuelto un poco loco, como otros colegas suyos) y, al fin, con un esfuerzo, dominó sus emociones y se puso a pensar seriamente en el porvenir.
Las órdenes que le obligaban a ponerse a la disposición del almirante Leighton establecían concisamente que estaba destinado a servir en el Mediterráneo Occidental; y ya era una gracia muy especial la que le concedían los lores del Almirantazgo permitiéndole saber tanto. Hornblower sabía de ciertos capitanes que se habían aprovisionado a sus propias expensas, en espera de ser destinados a las Indias Occidentales, para luego ser enviados a formar parte del convoy del Báltico. El Mediterráneo Occidental quería decir en realidad el bloqueo de Tolón, la protección de Sicilia y fastidiar a las naves genovesas de cabotaje, y, posiblemente, meterse un poco en la guerra de España. Desde luego, era una vida más movida que el bloqueo de Brest, pero ahora que España era aliada de Inglaterra, había muchas menos probabilidades de conseguir un rico botín.
Dados los conocimientos de español que Hornblower poseía, era probable que tuviese algo que hacer en las costas de Cataluña, de acuerdo con el ejército español. Lord Cochrane se había distinguido allí, pero Cochrane no estaba en el candelero, de momento. El ambiente seguía saturado por los ecos de los Consejos de guerra que se siguieran a la acción en el País Vasco, y Cochrane podría creerse afortunado si llegaba a poder mandar algún otro buque; él representaba el caso típico de locura de un capitán en servicio activo que se había dejado arrastrar por la política. Tal vez, pensaba Hornblower intentando combatir el optimismo y el pesimismo a la par, tal vez estaba él destinado por el Almirantazgo a reemplazar a Cochrane. Si era así, quería decir que su reputación profesional era mucho más importante de lo que él se había atrevido a suponer. Hornblower se vio obligado a reprimir severamente sus propias impresiones ante este pensamiento, y se halló sonriendo mientras que se decía a sí mismo que los excesos de emoción no tenían más resultado que el de hacer que se diera un porrazo contra las vigas del techo.
Aquello le tranquilizó, y se dijo, filosóficamente, que semejantes conjeturas no eran más que un derroche de energías; antes o después lo sabría y todas sus suposiciones no alterarían un ápice su propio destino. Había ciento veinte buques de línea de la Marina de guerra británica en el mar, y casi doscientas fragatas, y en cada uno de aquellos trescientos veinte buques había un capitán que, para su propia dotación, era casi un dios y, en cambio, no era seguramente para el Almirantazgo más de lo que podía ser un empleadillo cualquiera; es decir, un títere. Lo mejor que podía hacer era obrar como hombre de buen sentido; apartar del pensamiento todas aquellas fantasías, marcharse a su casa y pasar una velada tranquila al lado de su mujer, sin preocuparse demasiado del porvenir.
Sin embargo, mientras salía de la galería y daba la orden de preparar su lancha para volver a tierra firme, una nueva oleada de júbilo le invadió por completo al pensar que al día siguiente vería a lady Bárbara.