El capitán Horatio Hornblower releía una sucia prueba que los impresores acababan de enviarle a la fonda.
¡A todos los Jóvenes Valientes! Marineros, Campesinos y Muchachos de cualquier clase que quieran Romper una Lanza por la Libertad y hacer que el Tirano Corso se arrepienta de haberse atrevido a provocar el Furor de las Islas Británicas. El Buque de Su Majestad Sutherland, de dos puentes y setenta y cuatro cañones, se está armando en Plymouth y aún tiene algunos Puestos Libres para completar su Dotación. El Capitán, Horatio Hornblower, que es su comandante, hace poco ha vuelto de un crucero por los Mares del Sur en el transcurso del cual, como Comandante de la fragata Lydia de treinta y seis cañones, hizo frente y hundió al buque español Natividad, de doble cubierta y de una potencia casi del doble. Es inútil hacer constar que tanto los Oficiales como los Suboficiales y toda la dotación de la Lydia, todos han seguido a su Capitán a bordo de la Sutherland. ¿Qué corazón valeroso resistirá la llamada y no se unirá a este grupo de héroes para compartir sus nuevos laureles? ¿Quién se negará a enseñar a Monsieur Jean Crapaud que los Mares son británicos y que los Franceses Comerranas harán bien en no presentarse ni dejarse ver? ¿Quién rechazará un sombrero lleno de Luises de Oro por botín? Habrá Músicas y Bailes todas las noches y Comida abundante, la Mejor Carne de Buey, el Mejor Pan y Grog a mediodía todos los Días de la Semana y los Domingos, además, la Paga con la Garantía de Nuestra Graciosa Majestad el Rey Jorge. En la Localidad en donde se fije esta Invitación, se encontrará un oficial de la Sutherland dispuesto a alistar a toda Persona de Buena Voluntad y Sedienta de Gloria.
Releyendo estas palabras, el capitán Hornblower se debatía contra su pesimismo. Llamamientos de esa clase los había a docenas en todos los pueblos grandes. Y le parecía poco probable poder atraer reclutas al viejo casco de la Sutherland, cuando había muchos capitanes de fragata más famosos que él y que podían alardear de la cantidad de botín que habían recogido en anteriores empresas y ya habían pasado por los condados llevándose a los jóvenes antes de su llegada. Mandar a cuatro tenientes, cada uno con media docena de hombres, por los condados meridionales a recoger a los reclutas que respondiesen a la llamada era un trabajo que le costaría lo poco que había podido ahorrar en el último viaje, y aún no podía decir si eso no habría sido tirar el dinero.
Sin embargo, era necesario hacer algo. La Lydia le había proporcionado doscientos marineros (la verdad era que habían sido embarcados por la fuerza en el nuevo bajel, sin que se les permitiese bajar a tierra después de un viaje de dos años); pero para completar su tripulación necesitaba otros cincuenta marineros y doscientos hombres de a bordo más o menos, hombres y mozos. La oficina de reclutamiento no le había proporcionado ninguno. La imposibilidad de completar su dotación suponía la pérdida de su comandancia, con el consiguiente resultado de encontrarse sin empleo y a medio sueldo (ocho chelines diarios) durante el resto de su vida. No sabía si gozaba de algún favor en el Almirantazgo, y por eso era natural creer que su empleo pasase por unos momentos de peligro.
La angustia y la tensión le hacían soltar imprecaciones mientras golpeaba con el lápiz en la hoja de pruebas; eran locas imprecaciones, cuya insensatez comprendía perfectamente a medida que las iba profiriendo. Instintivamente bajó la voz; María descansaba en la habitación de al lado, detrás de la doble puerta, y él no quería despertarla. Ella, aunque era demasiado pronto para poder estar segura de ello, creía estar encinta, y Hornblower estaba harto de las melifluas ternezas de su mujer. Con sólo recordarlo creció su irritación; él odiaba la tierra firme y la necesidad del reclutamiento y aquel saloncito asfixiante; sentía la falta de aquella libertad de la que había gozado durante tantos meses. Malhumorado, cogió su sombrero y se marchó sin hacer ruido. Ya estaba esperando en el vestíbulo el chico de la imprenta. Hornblower le entregó la prueba, con la orden de imprimir una gruesa de prospectos, e inmediatamente se marchó a lo largo de las bulliciosas calles.
Al ver su uniforme, el recaudador de impuestos que estaba a la entrada del puente, donde cobraba medio penique por peatón, le dejó pasar sin exigirle nada; una docena de barqueros, que estaban desocupados en el muelle, le reconocieron como el capitán de la Sutherland, y compitieron para atraer su atención, pues suponía una buena ganancia llevar a su capitán hasta su buque a lo largo del Hamoaze. Hornblower se decidió por un bote de dos remeros y, con cierta satisfacción, se dio el placer de no despegar los labios cuando ellos se separaron del muelle y empezaron a remar por entre el laberinto de las embarcaciones. El segundo remero movía el tabaco de mascar en la boca y estaba dispuesto a charlar con su pasajero, pero al ver aquel aspecto sombrío y aquellas cejas tan fruncidas lo pensó mejor y la primera palabra se convirtió en una tosecilla inocua. Hornblower, consciente de aquel juego aunque no hubiese dirigido ni una vez la vista a la cara del hombre, se sintió casi reconciliado y algo mejor dispuesto hacia la humanidad en general. Veía el esfuerzo de aquellos músculos mientras el remero se entregaba afanoso a su tarea; tenía un brazo tatuado junto a la muñeca y un pendiente de oro brillante en la oreja izquierda. Antes de hacer de barquero debió de ser marino. Hornblower sentía unos enormes deseos de hacerle subir a bordo por la fuerza, en cuanto estuvieran al lado de la Sutherland. Si tuviera la suerte de poder echar la mano a una docena de robustos marineros como aquél, su ansiedad desaparecería. Pero aquel individuo seguramente poseía un certificado de exención, porque, de otro modo, jamás hubiese podido desempeñar su oficio en un puerto en donde una buena parte de la marina inglesa venía a la caza de hombres.
Los almacenes de víveres y los tinglados junto a los que pasaron rebosaban de hombres, todos bien plantados y casi todos marineros del astillero y aparejadores. Hornblower los miró codicioso, como un gato que estuviese viendo a unos pececitos dentro de su pecera. La cordelería y el depósito de los palos, la grúa flotante y el horno de las galletas con su humeante chimenea desfilaron lentamente ante su vista. Y luego, allí estaba la Sutherland anclada al otro lado de Bull-Point. Mientras la miraba a través del agua agitada, era consciente de que un cierto disgusto se hallaba mezclado al natural orgullo que sentía por su nuevo mando. Su proa redondeada tenía un aire grotesco, en una época en que todos los buques de línea de construcción inglesa tenían el tajamar esbelto y fino al que Hornblower se había acostumbrado. Aquellas líneas tan desgarbadas hablaban del sacrificio (y Hornblower se daba cuenta de ello cada vez que miraba el bajel). Por lo demás, todo en la Sutherland, exceptuando los palos de construcción inglesa, revelaba que era de origen holandés y que había sido construida para navegar entre los bancos de cieno y los poco profundos estuarios de las costas de Holanda. En otro tiempo, la Sutherland fue el 74 holandés Eentracht, capturado a la altura del Texel y luego armados de nuevo; el más feo y el menos deseable de todos los buques de dos puentes de toda la Marina real. «Que Dios me ayude —pensaba Hornblower mirándola con un disgusto más acentuado aún por el hecho de la falta de hombres con que equiparla— si alguna vez tengo que ir de bolina con una costa a sotavento. Se iría a la deriva como un barquito de papel. Y ante el subsiguiente Consejo de guerra nadie querría escuchar una palabra de explicación sobre los defectos de la Sutherland, que la hacían poco capaz de afrontar los vientos».
—¡Despacio! —gritó a los remeros, e instantáneamente los remos dejaron de hacer ruido al rozar con las chumaceras, mientras los hombres hacían una pausa. Con mayor claridad se oyó entonces el chasquido del agua contra los costados del bote.
Mientras se mecían sobre las pequeñas e inquietas olas, Hornblower proseguía con su examen. La nave estaba recién pintada, pero las autoridades del arsenal se habían mostrado de una tacañería increíble. No le habían puesto ni una sola pincelada de blanco y rojo que alegrase el amarillo y negro que la cubría.
Un capitán y un primer oficial adinerados habrían subsanado aquella deficiencia de su propio bolsillo, procurando que en algunos sitios hubiese un poco de pan de oro, pero Hornblower no tenía dinero para emplearlo en comprar pan de oro y sabía muy bien que Bush, que tenía madre y cuatro hermanas a su cargo, se hallaba en iguales condiciones que él, aunque el porvenir de ambos dependiese del buen aspecto de la Sutherland.
Otro capitán hubiese conseguido obtener de algún modo un poco más de generosidad por parte de los señores del astillero y, tal vez, hasta el pan de oro, pensaba Hornblower tristemente, pero él era incapaz de ir con exigencias, y ni todas las brillantes pinturas de este mundo le podrían obligar jamás a darle golpecitos en la espalda a un empleado del astillero, obteniendo lo que deseaba a fuerza de adulaciones y amabilidades. Y no era tanto su conciencia como aquel dichoso amor propio que tenía lo que se lo habría impedido.
Alguien le había visto desde la cubierta. Oyó el sonido de los silbatos; ya se preparaban a recibirle. Que esperasen un poco, que él no tenía ninguna prisa. La Sutherland, ahora que se hallaba descargada, enseñaba una ancha banda de cobre. Gracias a Dios, aquel cobre era nuevo. Ante el viento, la vieja y fea barcaza podría alcanzar cierta velocidad. Cuando el viento la hizo girar contra la marea, la embarcación le reveló su racel. Y, mientras la examinaba con la vista, estaba calculando el buen partido que podría sacar de ella. Ahora le ayudaban sus veinte años de experiencia en la navegación marítima. Con el pensamiento formaba un diagrama compuesto por todas las fuerzas que actuarían sobre ella cuando navegase en alta mar: la presión del viento sobre las velas, el timón, que hacía de contrapeso para las velas de proa, las resistencias laterales de la quilla, las fricciones del revestimiento exterior, el choque de las olas contra la proa. Hornblower trazó un plano preliminar para calcular (hasta que en la práctica pudiese estudiar nuevas pruebas) cómo levantaría la arboladura y aparejaría el buque. Pero de pronto recordó con amargura que de momento no tenía suficiente tripulación, y mientras no encontrase a los hombres que necesitaba, todos aquellos proyectos resultaban inútiles.
—¡Remad! —volvió a decirles a los remeros, que volvieron a la faena con entusiasmo.
—¡Despacio, Jake! —le dijo el primer remero al que estaba detrás, mirándole por encima del hombro.
La barca dio la vuelta bajo la popa de la Sutherland, aquellos hombres sabían, por supuesto, cómo debía acercarse un bote a un barco de guerra, y Hornblower pudo ver la galería de popa, que, para él, era uno de los lugares más atractivos del buque. Se alegraba de que en los astilleros no lo hubieran suprimido, como habían hecho con muchos otros buques de línea. En aquella galería podría tomar el aire y el sol y ver el mar en una soledad que era imposible conseguir cubierta. Daría sus paseos lejos de las inoportunas miradas de los demás. La galería tenía dieciocho pies de largura, y solamente se abatía un poco bajo las bovedillas, que se inclinaban bastante.
Hornblower sentía una indecible nostalgia por verse en alta mar, lejos de todos los cuidados y molestias que le asaltaban en tierra firme, paseando por la galería de popa en una soledad que a él le parecía su único reposo. Sin embargo, por la falta de dotación, aquella perspectiva se alejaba indefinidamente. Era necesario encontrar hombres a toda costa.
Metió la mano en el bolsillo para sacar el dinero con que pagar a los barqueros y, aunque por desdicha andaba escaso de fondos, su amor propio le obligó a ser de una exagerada generosidad que él suponía patrimonio de sus colegas, capitanes en otros buques de línea.
—¡Mil gracias, señor! ¡Mil gracias! —le dijo el segundo remero llevándose la mano a la frente en ademán de saludo.
Hornblower subió por la escalerilla y desembarcó en la entrada pintada de un negro sucio, precisamente en donde en tiempo de los holandeses brillaban elegantes dorados. Los silbatos resonaron en una prolongada cadencia. Los infantes de marina presentaron armas; la guardia se puso firme con rigidez. Gray, el oficial de la derrota —los tenientes estaban libres de hacer el cuarto en los puertos—, era el oficial de guardia, y saludó al capitán, que se llevó la mano al sombrero, dirigiéndose hacia el alcázar. Hornblower no condescendió a hablar con él, aunque Gray era uno de su favoritos. Se lo impedía la rígida guardia que mantenía sobre sí mismo para evitar innecesarias locuacidades. Sin proferir una palabra, miró a su alrededor.
La instalación del aparejo progresaba; las cubiertas estaban llenas de una enmarañada red de cordajes, pero Hornblower veía que, en medio de aquel laberinto, existía un orden y una pauta. Los rollos de cuerdas, los grupos de hombres entregados a diversas labores, el maestro velero y sus ayudantes, que en el castillo de proa cosían una vela de gavia; todo eso podía parecer desorden, pero era un desorden ordenado y disciplinado. Indudablemente, las severas órdenes que Hornblower había dado a sus oficiales daban óptimos frutos. Los tripulantes de la Lydia, cuando oyeron decir que serían llevados por orden superior a bordo de la Sutherland sin disfrutar ni un solo día de permiso en tierra, estuvieron a punto de amotinarse. Ahora estaban todos muy juiciosos.
—El sargento de marina pregunta si puede venir a verle, capitán —dijo Gray.
—Hágale venir ahora mismo —contestó éste.
El sargento de marina era el oficial responsable del mantenimiento de la disciplina. Era un tal Price, al cual Hornblower no conocía y que, inmediatamente dijo que tenía que exponer algunas quejas y suspiró mientras adoptaba un aire de extremada severidad. Probablemente debía de tratarse de la aplicación de unos azotes, uno de aquellos espectáculos de sangre y sufrimiento que le eran tan odiosos. Pero al principio de una empresa como aquélla, con una dotación reacia, no había que vacilar en recurrir al látigo si era necesario y ver arrancar impasible algún pedazo de piel y a veces hasta de carne de la espalda del ofensor.
Price avanzaba por la pasarela a la cabeza del más extraño cortejo que imaginarse pueda. De dos en dos, detrás de él, llegaba una columna de treinta hombres esposados uno a otro. Sólo los dos del final no estaban unidos por las esposas y cojeaban con un siniestro ruido metálico, que era producido por los grillos que les sujetaban los tobillos. Casi todos llevaban andrajos, pero unos andrajos que no tenían nada de marinero. La mayoría iban vestidos de estameña; algunos llevaban pana, y Hornblower vio que uno hasta vestía unos vestigios de calzones de piel. Aún había otro que llevaba los andrajos de lo que, en otro tiempo, debió de ser un traje de fino paño negro; a través de un desgarrón en la espalda aparecía la piel blanca.
Todos ellos llevaban descuidadas las barbas: las había castañas, negras, rojas y grises, y los que no eran calvos tenían los cabellos largos y enmarañados. Los dos cabos de los infantes de marina cerraban el singular desfile.
—¡Alto! —mandó Price. Con un estrépito de pisadas se detuvo el cortejo y los hombres quedaron plantados en una torva espera. Algunos clavaban los ojos en el suelo y otros miraban a su alrededor atónitos y con aire de borregos.
—¿Qué diablos significa todo esto? —preguntó bruscamente Hornblower.
—Le traigo algunos hombres nuevos, capitán —le contestó Price con tono satisfecho—. Ya firmé el recibo a los soldados que los han acompañado hasta aquí.
—Pero ¿de dónde los han traído?
—De la cárcel de Exeter, capitán —contestó Price, sacando del bolsillo una lista—. Tenemos cuatro cazadores furtivos. ¡Mire!, aquél de los calzones de piel está acusado de un robo de ovejas. Y aquél, vestido de negro, es culpable de bigamia; parece que era cervecero antes de caer en manos de la justicia. Los demás, casi todos están acusados de hurto, menos aquellos dos de allí, que han pegado fuego a unos graneros, y esos otros dos con los grilletes en los pies, que son culpables de robo.
Hornblower se había quedado mudo. Entretanto los hombres le miraban, unos con esperanza, otros, con odio y los de más allá, con indiferencia. Habían preferido la vida a bordo a tener que subir al patíbulo o sufrir la deportación, o solamente a estar en la cárcel. Su miserable aspecto indicaba los largos meses de reclusión preventiva que llevaban en espera del juicio. Estupenda adquisición, que iba a completar la digna brigada que ya tenía a bordo: amotinados en ciernes, vagos de profesión, labradores medio idiotas… Pero eran hombres, y había que hacer virtud de la necesidad. Entretanto, estaban asustados, acobardados, resentidos. Valía la pena intentar conquistar su afecto. Y después de haber pensado breves instantes, su instinto humanitario le señaló la conducta que convenía seguir.
—¿Por qué están aún maniatados? —preguntó en voz lo bastante fuerte para que todos le oyeran—. ¡Soltadlos inmediatamente!
—Perdón, capitán —intervino Price—. Es que, viniendo de donde vienen y teniendo en cuenta lo que son, no quería hacerlo sin haber recibido las órdenes correspondientes.
—Eso es absurdo —repuso Hornblower—. Ahora están alistados para servir al rey, y yo no quiero hombres maniatados en mi barco, a menos que tenga mis razones para dar la orden de maniatar a alguno.
Hornblower había vuelto sus ojos hacia Price, dirigiéndole la recriminación sin mirar a aquel triste cortejo. Seguramente de ese modo harían más efecto sus palabras, aunque se avergonzaba de tener que recurrir a aquel truco.
—¡Y no quiero ver a los nuevos en manos del sargento de armas! —prosiguió enérgicamente—. Son reclutas de un servicio honroso, que tienen ante sí un honroso porvenir. Le agradeceré que lo tenga presente para otra vez, Price. Y ahora, vaya a buscar a uno de los ayudantes del sobrecargo y vea que todos y cada uno de estos hombres sea vestido decentemente según mis instrucciones.
En tiempo normal, podía resultar perjudicial para la disciplina reñir a un oficial en presencia de sus subordinados, pero, tratándose del sargento de armas, Hornblower sabía que no podía hacer mucho daño. Tarde o temprano los hombres le odiarían. Él disfrutaba de los privilegios de rango y paga para desempeñar el papel de cómitre, visto con malos ojos por todo el mundo. Hornblower, después de eso, podía bajar el tono de voz y dirigirse directamente a los hombres.
—Un hombre que cumpla su obligación lo mejor que pueda nada ha de temer en este barco, y en cambio puede ganar mucho. Quiero ver lo guapos que vais a quedar con vuestros vestidos nuevos, después de haberos limpiado de toda la porquería que habéis cogido en el lugar en donde estabais. Podéis marcharos.
Seguramente había debido de conquistar a alguno de aquellos infelices, pensó. Al verse tratar como hombres y no como bestias por primera vez durante tanto tiempo —si no era por primera vez en su vida—, en alguna de aquellas caras, embrutecidas por la desesperación, ya se podía leer algún atisbo de esperanza.
Hornblower los siguió con la mirada mientras bajaban. ¡Pobres diablos! En su opinión habían hecho un pésimo trueque al cambiar la cárcel por la vida de marinero. Pero, en fin, por lo menos ya tenía tres docenas de los doscientos cincuenta hombres que necesitaba para tirar de los cabos y de los cabrestantes si quería sacar a la vieja Sutherland del puerto.
El teniente Bush llegó casi corriendo al alcázar y saludó al capitán. En su severa cara, bronceada por el sol de ambos hemisferios y en la que desentonaban un par de ingenuos ojos azules, se esbozó una sonrisa que también desentonaba con el conjunto. Hornblower sintió un raro desasosiego, como un vago remordimiento de conciencia, ante el espectáculo del evidente contento que experimentaba Bush al verle. No acababa de acostumbrarse a la idea de saberse admirado —casi se podría decir amado— por aquel excelente marino, aquel hombre lleno de disciplina y valentía que podía jactarse de poseer cualidades que Hornblower estaba convencido de no poseer.
—Buenos días, Bush —le dijo—. ¿Ha visto a los recién llegados?
—No, capitán; estaba de guardia y acabo de verme libre. ¿De dónde nos han caído, capitán?
Hornblower le puso al corriente y Bush se frotó las manos de contento.
—¡Treinta! ¡Una rara suerte, de veras! No esperaba más allá de una docena de la Audiencia de Exeter, y eso como máximo. Hoy se abren las sesiones en la Audiencia de Bodmin. ¡Si Dios quiere, buscaremos allí otros tantos!
—Seguramente no serán gavieros los que nos lleguen de la Audiencia de Bodmin —replicó Hornblower, que respiraba aliviado al ver la objetividad con que Bush consideraba la llegada de aquellos presidiarios a bordo de la Sutherland.
—No, capitán. Pero el convoy de las Indias Occidentales llegará esta misma semana. Los guardias del puerto echarán mano, por lo menos, de doscientos. Y si nos tratan como corresponde a nuestros derechos, nos entregarán una veintena.
—¡Hum! —se le escapó a Hornblower y se separó un poco azorado. Él no era un capitán lo bastante famoso ni suficientemente intrigante como para contar con el favor del almirante del puerto.
—Tengo que echar un vistazo abajo —añadió.
Esto dio otro giro a la conversación.
—Las mujeres están inquietas —dijo Bush—. Yo también bajaré, capitán, si no se opone a ello.
El puente inferior ofrecía un raro espectáculo, vagamente iluminado por la media docena de portillos abiertos en él. Había allí, poco más o menos, medio centenar de mujeres. Tres o cuatro de ellas, tendidas en las hamacas, miraban a las demás. Algunas, sentadas en el suelo, hablaban animadamente; otras, asomadas a los portillos, regateaban las compras de comestibles que los vendedores ambulantes les ofrecían desde las barcas con que se acercaban al buque. La red colocada allí para impedir la fuga de algún desertor permitía pasar una mano. Dos de aquellas comadres, cada una procedente de distinto grupo, habían empezado a disputar. Hacían un grotesco contraste. Una de ellas era una mujerona de cabello negro, tan alta que debía inclinarse para no darse un coscorrón con el techo bajo, mientras que la otra, pequeñita, regordeta y rubia, se erguía como un gallito de pelea frente a su contrincante.
—¡Sí que lo digo! —insistía tercamente—. ¡Lo digo y lo repito! ¡No me da ni pizca de miedo, señora Dawson, como se hace llamar!
—¡Ah! —chilló la morena ante aquel insulto.
Arrojándose sobre ella, cogió por los pelos a la regordeta y le sacudió la cabeza como si quisiese arrancársela. También ella tenía la cara arañada por su enemiga, que a su vez le daba furiosas patadas en las canillas, y ambas se revolvían entre un remolino de faldas, ciegas y sordas a los gritos de las demás.
—¡Dejadlo ya, locas! —dijo al fin una de las espectadoras, que estaba acostada en una hamaca—. ¡Cuidado, que llega el capitán!
Jadeantes y desmelenadas, ambas se separaron de repente. Todos los ojos se volvieron hacia Hornblower, quien, con la cabeza inclinada para no tropezar con las vigas del techo, se adelantaba en aquella semioscuridad.
—A la primera que vuelva a pelearse aquí, la haré expulsar —sentenció con severidad.
La morenaza se arreglaba el peinado, apartándose los pelos que le caían sobre los ojos, y resoplaba indignada.
—A mí no habrá necesidad de que se moleste en expulsarme, capitán —dijo—. ¡Ya me voy yo! ¡No voy a ganar un cuarto en este buque lleno de pelagatos muertos de hambre!
Era evidente que expresaba la opinión de una gran mayoría de las mujeres, pues a sus palabras siguió un ligero murmullo de aprobación.
—¿Cuándo van a cobrar su paga los hombres? ¿El día del juicio, eh? —chilló la mujer acostada en la hamaca con voz de falsete.
—¡Ya basta! —retumbó de repente el vozarrón de Bush, y éste se adelantó, deseoso de ahorrar al capitán los insultos a que estaba expuesto por culpa de un gobierno que, a pesar de hacer un mes que estaban en el puerto, aún no había pagado a los hombres—. ¡Eh! ¿Qué estáis haciendo ahí en la hamaca después de dadas las ocho?
Pero aquel intento de contraofensiva fue poco afortunado.
—Bueno; ya me bajo, señor teniente, si lo desea —dijo la mujer, quitándose el cobertor de encima y dejándose deslizar al suelo—. He vendido el corpiño para comprar una salchicha a mi Tom y con las enaguas le he comprado una botella de cerveza. Si quieren que suba al puente en camisa…
Un coro de carcajadas acogió sus palabras.
—Cúbrase al instante y no sea descarada —repuso Bush, que se había puesto colorado hasta la raíz del pelo.
Hornblower hacía coro a las carcajadas, tal vez porque, al estar casado, el espectáculo de una mujer medio desnuda no era para él una cosa escandalosa como le parecía al buen Bush.
—¡De ahora en adelante seré de lo más descarada hasta conseguir que mi Tom reciba su paga! —decía la mujer, y mecía las piernas fuera de la hamaca, envolviéndose con dignidad ofendida en el cobertor.
—Y, cuando la tenga —rezongó la rubia—, ¿qué hará con ella, sin permiso para ir a tierra? ¡Dársela a un bote cantina a cambio de un cuarto!
—Cinco libras esterlinas por veintitrés meses —saltó la otra—. ¡Y yo que ya estoy encinta de un mes!
—¡Silencio! —tronó Bush.
Hornblower se apresuró a emprender la retirada, renunciando, o mejor dicho, olvidándose del fin de su visita. No tenía ánimos para enfrentarse con aquellas mujeres una vez planteada la cuestión de la paga. Los hombres de la tripulación de la Lydia habían sido tratados de un modo indigno, quedando encarcelados a bordo apenas habían llegado a la vista de las costas inglesas. Sus mujeres tenían mil razones para quejarse. Y la mayoría de ellas eran esposas verdaderas, aunque, según las órdenes del almirante, para ser admitidas a bordo era suficiente una simple declaración verbal.
Nadie, ni siquiera Bush, sabía que las pocas guineas que los hombres habían conseguido cobrar con mucho trabajo representaban una gran parte del sueldo acumulado de Hornblower; era todo lo que pudo restar, después de poner aparte la cantidad que necesitaba más que el comer para poder pagar los gastos de viaje a sus oficiales cuando salieran a reclutar gente.
Su gran imaginación, unida a una absurda sensibilidad, exageraba tal vez los apuros de la gente de la tripulación. Pero era para él una tortura el pensamiento de la promiscuidad en que se desenvolvía la vida en las oscuras entrañas del buque. Allí, un hombre tenía dieciocho pulgadas de espacio para colocar su hamaca, y a su mujer se le había concedido otro tanto a su lado, formando así una larga fila de maridos, mujeres y hombres solos.
Más conmovedor aún era el pensar en aquellas pobres mujeres, obligadas a compartir la repugnante comida de a bordo. Aunque quizás hubiese subestimado los efectos endurecedores de la costumbre.
Salió meditabundo por la escotilla de proa y se dirigió repentinamente a la cubierta principal. Thompson, uno de los capitanes del alcázar, estaba tratando con los recién llegados.
—Es posible que hagamos marineros de vosotros —les decía— y es posible que no lo podamos hacer. Y entonces acabaréis con una carga de plomo atada a los pies, antes de que volvamos a ver tierra. Y habremos malgastado el plomo. ¡Que se adelante hacia la bomba ése que está allí! ¡Que se vea de qué color tenéis la piel, carne de horca! Cuando salte sobre vuestras espaldas el gato, ya veremos de qué color tenéis la sangre…
—¡Basta, Thompson! —rugió Hornblower furibundo. Según había ordenado, todos los que llegaban a bordo debían ser limpiados de la suciedad que llevaban. Estaban reunidos sobre el puente, desnudos y llenos de temor. A dos de ellos les estaban afeitando la cabeza por completo, y una docena de los que ya habían sufrido el mismo tratamiento (y en cuyas facciones resaltaba extrañamente la palidez de la cárcel, dándoles un aspecto enfermizo), eran empujados por Thompson hacia la bomba y allí los recibían un par de marineros con una mueca de burla. Pero era el miedo, más que el frío, lo que hacía estremecer a aquellos infelices. Seguramente no habían tomado un baño en toda su vida. Y, con aquel temor, los comentarios terroríficos de Thompson y el entorno hostil, daban verdadera lástima.
Aquellas cosas exasperaban a Hornblower, que en cierto modo nunca había olvidado del todo sus dolorosos recuerdos de los primeros años de aprendizaje. Aborrecía los malos tratos, lo mismo que cualquier otra clase de crueldades inútiles y superfluas. En esto no estaba de acuerdo con la mayoría de sus colegas, que recurrían a todos los medios para doblegar el espíritu de los que tenían a su mando. Llegaría un día en que su reputación de comandante y hasta su porvenir dependerían de aquellos mismos infelices, que animosa y alegremente arriesgaban sus vidas —y las sacrificaban, incluso—, y el capitán Hornblower no creía poder exigir tanto a unos hombres desanimados y embrutecidos por los sufrimientos. El rapado radical y el baño de limpieza eran cosas absolutamente indispensables si se quería evitar que las pulgas, los piojos y las chinches les hiciesen la vida imposible a bordo al cabo de poco tiempo, pero eso no era una razón para envilecer a aquellos hombres. Era curioso el hecho de que Hornblower, que jamás llegó a creerse un líder, prefiriese guiar que obligar por la fuerza.
—Vamos; poneos bajo la bomba —les dijo a los hombres bondadosamente. Y, como ellos vacilaban, añadió—: Cuando estemos en alta mar, me habréis de ver a mí bajo el chorro de la bomba todas las mañanas al dar las siete. ¿No es cierto?
—Sí, señor —dijeron a coro los que manejaban la bomba. Aquella rara costumbre del capitán hacerse duchar con agua fría todas las mañanas de Dios siempre fue causa de discusión entre los hombres de la Lydia.
—Ahora id abajo; tal vez un día lleguéis también vosotros a ser capitanes. ¡Venga, Waites! ¡Demuéstrales a éstos que no tienes miedo!
Era una suerte que Hornblower pudiese no sólo recordar el nombre, sino también reconocer a Waites, el ladrón de ovejas de los calzones de piel, aunque estuviese rapado y en cueros. Los hombres miraban con los ojos desorbitados a aquel capitán, lleno de galones dorados, que era tan campechano y que no creía rebajar su dignidad confesando que tomaba un baño por las mañanas. Resistiéndose al principio, Waites acabó al fin por consentir en ponerse bajo el chorro de agua helada y, conteniendo la respiración, se dio unas vueltas bajo la fría ducha. Uno le entregó un pedazo de piedra pómez para frotarse, mientras los otros se empujaban para adelantarse por turno. Aquellos pobres de espíritu eran como los borregos; bastaba que uno fuese delante para que los demás siguieran en montón. A Hornblower no le pasó por alto una raya carmín en la espalda de uno de ellos. Con un gesto se llevó a Thompson a algunos pasos de allí, donde nadie pudiese oírle.
—Se ha apresurado demasiado a emplear el látigo, Thompson —le dijo.
Éste mostró los dientes en una sonrisa de azoramiento, mientras acariciaba el corto pedazo de cuerda con un nudo en los extremos que era el medio, generosamente empleado por los suboficiales, para estimular la buena voluntad de los hombres a sus órdenes.
—Yo no quiero a bordo de mi buque a un oficial que no sepa cuándo puede servirse del látigo y cuándo no debe hacer uso de él —dijo Hornblower—. Estos desdichados, de momento, no saben lo que hacen, y golpearlos no sirve para nada. Otro error como éste, Thompson, y le haré degradar. Y se pasará todo el tiempo que dure este viaje limpiando las letrinas de a bordo. Y basta por ahora.
Thompson se retiró abatido ante la cólera que Hornblower había demostrado.
—Bush, me hará el favor de no perderle de vista —añadió Hornblower—. A veces, estos individuos exageran un poco y con su prepotencia acaban por obtener lo contrario de lo que se proponen. Ésas son cosas que prefiero evitar.
—Sí, señor —replicó Bush filosófico.
Hornblower era el único capitán al que había visto preocuparse por el uso y el abuso de los látigos a bordo de su buque. Los látigos eran cosas que formaban parte de la marina, lo mismo que la comida escasa y mala, las dieciocho pulgadas de espacio para colgar la hamaca y los peligros del mar. En su interior, el teniente Bush no comprendía el sistema disciplinario del capitán Hornblower. Se había quedado estupefacto al oír que el capitán reconocía públicamente que él también se bañaba con la bomba en la cubierta. ¿No era una locura que un capitán demostrase a sus hombres que era de la misma carne que ellos? Pero dos años de servicio a las órdenes de Hornblower le habían enseñado que los extraños sistemas de aquel ser original a veces obtenían sorprendentes resultados. Y, en el fondo, siempre estaba dispuesto a obedecerle ciega y fielmente.