CAPÍTULO 18

Ogomoor acababa de darle su ración de buenas noticias económicas al bossban y se dirigía hacia afuera de la sala para volver a su despacho cuando Soergg eructó tras él.

—¡No es posible! —le gritó el hutt al androide de comunicaciones, cuya tarea era revolotear junto a la cabeza del hutt durante las horas de trabajo.

Ogomoor, que no era tonto, sacó varias conclusiones simultáneas del grito de su amo. La primera era que cuando alguien exclama violentamente que algo no es posible, lo más probable es que sea un hecho consumado. La segunda era que las cosas que no son posibles y que se convierten en hechos consumados suelen acarrear consecuencias negativas. Y la tercera era que ya no había razón para escaparse de la sala, porque seguramente le harían volver de inmediato.

Todo esto se le pasó al consejero por la cabeza en un momento, lo justo como para prepararse mentalmente. Soergg continuó escuchando lo que le decía el que estuviera al otro lado de la transmisión. Los ojos se le salían de las órbitas y las venas del cuello le palpitaban. Tenía que estar realmente enfadado para que esas tuberías sangrientas hicieran el tremendo esfuerzo de salir a la superficie a través de toda la grasa, pensó Ogomoor.

Escuchaba con paciencia y desagrado. Era obvio que no eran buenas noticias. Las malas noticias volaban por la jerarquía de las muchas empresas del hutt, así que él solía ser el primero en compartirlas. De vez en cuando, Soergg le preguntaba algo a la voz. Poco a poco sus comentarios se volvían más frecuentes y soeces.

Cuando la transmisión acabó por fin, el furioso bossban golpeó al mecánico emisor de malas noticias. La manaza destrozó al inocente androide contra la pared. Crujió una vez antes de que sus pedazos cayeran al suelo. Ogomoor tragó saliva. Que el hutt estuviera tan enfadado como para sacrificar el costoso equipamiento en aras de su ira no era buena señal para sus subordinados orgánicos y rompibles. El consejero procuró mantenerse fuera del alcance de su amo.

Soergg no estaba de humor como para medir sus palabras, ni siquiera tras el sacrificio de su amada tecnología.

—¡Los malditos Jedi han vuelto!

—¿Que han vuelto? —Ogomoor se quedó pálido—. ¿A dónde?

Los ojos enormes y amarillos del hutt se lo quedaron mirando, y él se alegró de no estar más cerca.

—¡Aquí, imbécil!

El ayudante miró a su amo absolutamente perplejo.

—¿Aquí? ¿A Cuipernam?

—No —gruñó Soergg amenazador—. A mi dormitorio —gritó una orden y otro androide de comunicaciones salió del armario donde estaban almacenados a pares—. Están en el hotel donde se quedaron por primera vez a su llegada. ¡Por lo menos seguimos teniendo un informador competente! Ve allí. Coge lo que necesites. Contrata a quien haga falta. Puede que tengamos suerte y estén demasiado cansados para hacer preguntas y se retiren para descansar hasta mañana. En caso contrario, si les da por ir hacia el Consejo, deténles. Haz lo que sea. Pero que no lleguen allí. Que no interfieran bajo ningún concepto en la votación de la delegación de la Unidad. Ahora no. No cuando estamos tan cerca de conseguir todo lo que nos ha costado tanto —el hutt hizo un esfuerzo por calmarse mientras miraba el cronómetro del recién activado androide—. Manténlos a raya hasta la puesta de sol. Tras la puesta de sol se habrá realizado la votación y dará igual lo que hagan, pero antes del atardecer ninguno de ellos debe aproximarse al Consejo.

—Sí, bossban. Habéis dicho que haga lo que sea —dudó—. Si tengo que dar ciertos pasos, quizá tenga que hacerlo frente al populacho.

¡No me importa el populacho! Ya veremos qué hacemos con las opiniones públicas adversas más tarde. No es la reacción local la que me preocupa —gruñó y se aproximó al consejero—. ¿Entiendes?

—Sí, bossban —replicó sombrío.

—¿Y qué haces ahí parado rezumando fluidos mentales? Vete ya. Ahora.

Y Ogomoor se fue.

* * *

El encargado era un dbariano, todo tentáculos, costras y nervios, que estaba muy sorprendido de volver a verles, sanos y salvos. Bastaba con decir que sus extensiones de volvieron azul pálido.

¿Que si había habitaciones para tan distinguidos invitados? ¿Acaso no se comía el loomas empezando por la cabeza? ¿Y no podría el encargado notificar a la delegación de la Unidad que los Jedi habían regresado con un tratado firmado no sólo por los borokii sino por los januul?

El dbariano hizo algo parecido a fruncir el ceño.

—¿Cómo? ¿Que la delegación aún no sabe de esta importante noticia?

Cansada, pero feliz, Luminara asintió.

—Nuestros intercomunicadores se perdieron durante la expedición, y ni los borokii ni los januul los utilizan —sonrió—. Tradición.

—Pero… —las cromoforas del dbariano emitían destellos marrones, lo que era señal de su asombro—. La delegación de la Unidad va a votar sobre la secesión de la República. Hoy.

—¿Hoy? —intervino Anakin—. Pero si aún no han oído nuestro informe. No es posible que procedan a la votación sin habernos oído antes.

Obi-Wan pensaba rápido.

—El furor secesionista es profundo entre algunas facciones ansionianas, y sabemos que hay potencias alienígenas que las alientan. Los enemigos de la República podrían haber utilizado nuestra aparente desaparición para presionar la votación —miró al encargado—. Has dicho que iban a votar hoy. ¿A qué hora?

—Eso no lo sé, distinguidos invitados. No es algo que necesite conocer un posadero. Pero toda la ciudad sabe lo de la votación. Lo anunciaron públicamente, no es ningún secreto. Creo… creo que dijeron que por la tarde. Sí —dijo con seguridad—, justo antes del atardecer.

Los Jedi se relajaron.

—Entonces hay tiempo —señaló los aparatos expuestos tras el encargado—. Necesitaré que me prestéis un intercomunicador hasta que podamos sustituir los nuestros.

—Por supuesto, distinguido invitado —cogió uno y, tras asegurarse de que estaba cargado, se lo pasó. Obi-Wan recitó el código de activación y solicitó de inmediato comunicarse con la delegada Ranjiyn.

No hubo respuesta. Lo intentó de nuevo, y una tercera vez.

Luminara miró inquisitiva a su compañero.

—¿Qué pasa, Obi-Wan?

—Lo he intentado con la secuencia personal de contacto de la delegada Ranjiyn, y luego la de Tolut, y por último la de Fargane. La respuesta fue un mensaje automático en las tres llamadas. «Comunicaciones Unidas Ouruvot lamenta comunicarle que todas las transmisiones urbanas han sido interrumpidas temporalmente por un fallo técnico» —se giró para examinar la entrada del hotel—. Me temo que los que no quieren que llevemos nuestro informe a la Unidad saben que estamos aquí. Lo presiento.

Sus compañeros se pusieron alerta de inmediato. Kyakhta y Bulgan comprobaron sus armas y Tooqui vigilaba todo lo que se movía. Mientras tanto, el encargado intentaba llamar por los dispositivos del establecimiento, pero siempre recibía la misma respuesta automática.

—¿Estáis diciendo, distinguidos invitados, que alguien ha ordenado el cierre de todas las comunicaciones urbanas de Cuipernam sólo para impediros hablar con la delegación? —sus cromoforas se tomaron rosa pálido.

—Por lo menos hasta que acabe la votación —Obi-Wan se dirigía ya hacia la puerta—. No os preocupéis, posadero. Presiento que antes de que caiga la noche volverá a haber línea —miró a Luminara, que le seguía de cerca—. Tenemos tiempo, pero hemos de actuar rápidamente.

Sus ansiosos padawan les pisaban los talones, seguidos por los guías alwari a la retaguardia. Salieron del hotel y se adentraron en la avenida principal.

Exactamente tres minutos después de que salieran, los problemas telecomunicativos del hostal quedaron reducidos a ceniza gracias a una impresionante explosión que derrumbó el edificio.

Como por arte de magia, no había ni un vehículo en toda la calle. Luminara y Obi-Wan no hubieran tenido problemas en detener un deslizador privado en nombre de la República, pero no había ninguno. Lo más parecido eran pequeñas formas de transporte de mercancías diseñadas para circular por los laberínticos callejones de Cuipernam. Y dada la cantidad de aerotransportes abarrotados, ansionianos, alienígenas viajeros y animales que poblaban la ciudad, un deslizador hubiera sido peor que ir andando. Cuipernam era un asentamiento antiguo, y no se había diseñado pensando en el transporte moderno, lo que constituía uno de los principales atractivos turísticos, excepto por el hecho de que desplazarse significaba retroceder al pasado.

Por lo menos no estaban lejos del Consejo, hacía buen tiempo y era bastante reconfortante ir andando en lugar de manteniendo el equilibrio sobre el lomo de un suubatar al galope, pensó Luminara. Por la posición del sol calculó que aún les quedaba tiempo para llegar antes de que los delegados emitieran sus cruciales votos.

Y estaban a medio camino cuando la Jedi percibió una perturbación en la Fuerza. Miró en la dirección que le indicaba su intuición y alcanzó a ver un movimiento sospechoso. Extendió la mano para tocar a Obi-Wan en el brazo, y luego a Barriss, que a su vez alertó a Anakin. Kyakhta y Bulgan pasaron de largo y Tooqui revoloteaba entre los puestos. Ninguno de los nómadas percibió el sutil cambio en sus compañeros.

Obi-Wan se acercó aparentemente tranquilo a Luminara y le susurró una palabra.

—¿Dónde?

Ella lo indicó con los ojos, mirando hacia arriba y a la izquierda. Él respondió con un movimiento de cabeza apenas perceptible, y después se lo dijo a Anakin y a los alwari, mientras ella informaba a Barriss. Decidieron no decírselo a Tooqui. No era probable que fueran a por él, y ya se enteraría de lo que pasaba, porque lo último que necesitaban era un gwurran siseante y asustado por las bulliciosas calles.

Cuando los francotiradores que rodeaban la avenida abrieron fuego, sólo pudieron ver disparos rechazados por sables láser. Ninguno de los impactos que caía de los tejados cercanos se acercó a su blanco. Con un grito colectivo de alarma, en no menos de una docena de idiomas, los vendedores, compradores, viajeros y peatones se diseminaron en todas direcciones. Los Jedi y sus compañeros entraron en el gran establecimiento comercial que se hallaba en el extremo opuesto de la calle.

Ogomoor miraba hacia abajo boquiabierto. Hacía un instante, los Jedi y sus socios paseaban tranquilamente, y parecían totalmente despreocupados, inconscientes del futuro inmediato que se cernía sobre ellos. Y de repente, no sólo habían repelido la estratégica emboscada, sino que se habían refugiado en el edificio de enfrente, ocultándose de los asesinos, que, por otro lado, eran los mejores que había podido contratar tras las inflamadas órdenes de su jefe, pero no eran tan buenos como para darle a algo que no podían ver.

El miedo y la frustración se debatían en su interior mientras sacaba del bolsillo su intercomunicador de circuito cerrado y ordenaba a sus tropas de asalto que arrasaran el establecimiento comercial donde se ocultaban las presas. Si podían hacer que salieran de nuevo al exterior, entonces serían pasto de los francotiradores. Hasta un grupo Jedi cedería ante la presión de enfrentarse simultáneamente a dos ejes en una batalla.

—¡Por aquí!

Luminara guió a sus amigos a la salida trasera del edificio mientras los clientes y los vendedores se ponían a cubierto. Y más les valía hacerlo. A los Jedi les preocupaba la seguridad de los inocentes, pero las docenas de asesinos profesionales que arrollaron la entrada principal no tenían tantas consideraciones morales.

Comenzó el tiroteo de rifles y pistolas láser en el interior del establecimiento, y tras la oficina blindada de administración, los propietarios lamentaban la destrucción de sus enseres que llevaban a cabo los dos bandos. Ya habían llamado a las autoridades, pero para cuando se decidieran a hacer acto de presencia, el interior del espléndido centro sería una pura ruina.

No eran los mismos asesinos noveles a los que se habían enfrentado ella y Barriss a su llegada a Ansion, pensó Luminara. Avanzaban con mucha más seguridad, y tenían mejor puntería. Si no fuera por las habilidades Jedi, no podrían mantenerlos a raya. Alguien se había tomado muchas molestias para contratar a semejante escuadrón.

Peleaba con dos atacantes a la vez, así que no vio al pequeño, pero bien armado vrot que emergía entre dos aterrorizados clientes. Sabiendo que sólo tendría una oportunidad de disparar a la escurridiza Jedi, apuntó bien. Justo cuando estaba a punto de apretar el gatillo, algo que era todo ojos, todo brazos y todo patadas aterrizó en su cabeza. El vrot se hundió en la metralla discursiva más imaginativa que había oído nunca.

—¡Tooqui mata! ¡Extranjero malo, malo! ¡Tooqui te asfixia con tus entrañas! ¡Tooqui… agh!

El furioso vrot se liberó de la ligera carga y apuntó su arma al pequeño gwurran. Mientras lo hacía volvió a recibir otro impacto, esta vez de dos cuerpos mucho más grandes y fuertes. Luminara comprobó que podía seguir ocupándose de sus dos oponentes. Kyakhta y Bulgan, junto con Tooqui, molían a palos al desafortunado vrot.

Pero eran demasiados y muy buenos. Lo mejor para la seguridad de los inocentes era la retirada, acordaron Obi-Wan y Luminara. Sería más peligroso pelear en la calle, a tiro de los francotiradores, pero eso era mejor que ver a un montón de civiles masacrados a manos de los mercenarios.

Ogomoor recibió la información de uno de sus hombres dentro del edificio y alertó a sus frustrados tiradores.

—¡Preparados! —les instruyó a gritos por el intercomunicador—. ¡Los Jedi se retiran! ¡Esperad a que salgan todos antes de iniciar el fuego! —volvió a mirar hacia la calle, y añadió con tono más bajo pero con el mismo entusiasmo—. No queremos que se escape ni uno.

De rodillas, con el rifle en las manos, uno de los asesinos preguntó:

—¿Y los alwari que van con ellos? Los dos grandes y el pequeño.

—No os preocupéis por ellos, los de abajo se encargarán. Vosotros id primero a por los Jedi y luego a por sus padawan.

Ogomoor se asomó ansioso para disfrutar de la inminente matanza, mientras él se mantenía a salvo.

Reconoció una vestimenta familiar, que entraba y salía y volvía a entrar.

Venid, nobles Jedi. Mostraos. Salid a calle, a la clara, brillante y maravillosa luz de Ansion. Poneos donde pueda veros. Yo, y mis muy apreciados sirvientes.

Ahí están, gritó en silencio. Pudo ver a ambos Jedi luchando codo con codo, intentando no salir, pero saliendo al fin y al cabo. Y también veía a los dos asesinos arrodillados a su lado, preparándose para disparar. Con un poco de suerte, todo habría terminado en uno o dos minutos.

Por desgracia, el dios Jiaguin de la codicia, no estaba de su parte aquel día. Los alwari que cayeron sobre los dos tiradores podrían haber caído del mismo cielo, a juzgar por su discreción. Los cuchillos y otras armas tradicionales relucían a la luz del sol que Ogomoor invocaba momentos antes para facilitar el trabajo de los asesinos. Mientras el consejero corría hacia la salida del tejado, vio de reojo los adornos de las ropas de los intrusos. Sus ojos se abrieron aún más de lo normal.

Situng borokii… y hovsgol januul. Guerreros de los dos clanes superiores más importantes. Luchadores temibles con reputaciones que se extendían por ambos hemisferios.

¿Pero qué hacían allí, en Cuipernam, interviniendo en una reyerta callejera? Ni lo sabía ni se lo imaginaba, sólo podía pensar en alejarse del tejado, que ya no era un lugar seguro.

Mientras huía, pudo ver escenas similares en otros tejados, en los que los alwari reducían a los francotiradores que quedaban. Sin apoyo desde los tejados, temió que los combatientes del suelo no pudieran con los Jedi y sus padawan. En ese caso ya no habría nada que se interpusiera entre ellos, el Consejo y la delegación de la Unidad. Se vio a sí mismo enfrentándose de nuevo al mal trago de tener que darle malas noticias a su amo. Unas noticias especialmente caras. A Soergg no le iba a gustar nada…

Cuipernam no era la única ciudad de Ansion, y Soergg el hutt no era el único bossban merecedor de los inigualables talentos del consejero. Cansado de tener que comunicar un fallo tras otro, Ogomoor se preguntó mientras bajaba los escalones de tres en tres si no habría llegado el día de que alguien con sus cualidades buscara un nuevo trabajo.

No, se dijo a sí mismo, mientras conectaba el intercomunicador de circuito cerrado. Aún tenía pruebas de su conocimiento y su experiencia. Le quedaba un as en la manga.

Ni Luminara ni Obi-Wan entendían lo que había pasado con los potenciales asesinos de los tejados, hasta que vieron un rostro que les resultó familiar emergiendo entre la calle sembrada de cadáveres. En cuanto lo reconocieron, ellos y sus padawan se vieron tan aliviados como sorprendidos.

—Hola, Bayaar —Luminara se cubrió los ojos con una mano y se puso la otra sobre el pecho, saludando al guerrero borokii de la forma tradicional alwari. Tras ellos, los guerreros borokii y januul acababan con lo que quedaba de los matones, y no tardarían mucho a juzgar por la cantidad de ellos que huían ahora en todas direcciones—. Aunque no esperaba veros otra vez, tengo que admitir que vuestra puntualidad es inmejorable.

—¿Qué es esto? —preguntó Obi-Wan señalando a los otros guerreros.

Bayaar enseñó los dientes al sonreír.

—Vuestra guardia de honor, noble Obi-Wan. ¿No recordáis el regalo que os dije que os harían los dos Consejos de Ancianos? Es esto. No querían que les pasara nada a sus nuevos amigos extranjeros —si hubiera sido físicamente capaz de hacerlo, les habría guiñado el ojo—. Sobre todo hasta el momento en que se apruebe finalmente el tratado entre los alwari y los ciudadanos. Os hemos seguido de cerca desde que dejasteis el campamento. En vuestra retaguardia, alertas ante el peligro, cuidando de vosotros —su tono se volvió más serio—. Casi demasiado lejos de vosotros.

—Nos hubiéramos apañado —le dijo Anakin. Al ver la expresión severa de su Maestro, se apresuró a añadir—. Aunque vuestra ayuda ha sido decisiva.

Bayaar hizo una ligera inclinación ante el padawan, que se sintió incómodo. Cuándo aprendería a pensar antes de hablar. Su entrenamiento le estaba dotando de una seguridad en sí mismo que rozaba la altanería. Tenía que aprender de alguna forma a ser tan paciente como Obi-Wan. De lo contrario jamás podría igualar su talento, y mucho menos superarlo.

—Estamos más ansiosos que vuestros ancianos de que todo acabe.

Luminara se aseguró el sable láser en el cinturón y comenzó a subir la calle. Obi-Wan se reunió con ella, y el resto les siguieron.

Iban flanqueados, tanto a su nivel como desde los tejados, por guerreros del situng borokii y del hovsgol januul. Seleccionados de entre los mejores guerreros del planeta, la escolta ofrecía un espectáculo impresionante mientras acompañaba a los extranjeros por las calles de la ciudad. Los habitantes se detenían en su camino, y salían de las tiendas para contemplar la procesión boquiabiertos, hasta los visitantes de otros mundos estaban estupefactos. Los Jedi habían vencido de nuevo.

Cuando llegaron por fin, vieron el Consejo de la ciudad tal y como lo recordaban. Bayaar y sus guerreros se quedaron fuera montando guardia mientras los visitantes eran anunciados y admitidos. La composición de la delegación había cambiado. La delegada Ranjiyn estaba allí, así como Tolut, y otros cinco que Luminara reconoció, pero con motivo de la votación, la Unidad se había ampliado hasta contar con doce miembros, sin duda en consideración a la importante decisión que iban a tomar. Entre los doce había ocho nativos, y el resto eran residentes alienígenas como los humanos Volune y Dameerd y Tolut el armalat.

Aunque escuchaban atentamente, ni Anakin ni Barriss prestaron atención a las formalidades de bienvenida. Kyakhta y Bulgan tomaron asiento con orgullo tras los humanos, y Tooqui, aburrido, se entretenía buscando por el suelo objetos de valor que se les hubieran caído a los presentes. Mientras se quedara callado y no interrumpiera los procedimientos, no molestaba a nadie.

Los delegados se disculparon sinceramente al oír que unas fuerzas desconocidas habían intentado ejecutar a los visitantes en la calle. A su vez, Obi-Wan y Luminara expresaron su interés por la salud y el estado de los delegados. Como había algunos nuevos, tuvieron que proceder a las obligadas presentaciones.

Antes de que pudieran empezar, una figura jadeante entró en la sala.

—¡Distinguidos representantes de la Unidad de Comunidades de Ansion! Os pido que me concedáis un poco de vuestro tiempo. Tengo una información que os será muy útil para tomar la decisión —el personaje se llevó una mano al bolsillo—. Yo conozco el…

Un haz de energía salió de la parte delantera de la sala. Los sable láser fueron desenfundados, pero no activados. El que había disparado al intruso no había dudado, sino que lo hizo con nervios de acero. El intruso murió al instante.

Anakin se aproximó cauteloso al cuerpo humeante y se inclinó sobre el inesperado invitado ansioniano. Introdujo una mano en el bolsillo y sacó el dispositivo que encontró dentro. Una mirada bastó para saber lo que era. Lo alzó para que lo vieran todos.

—Una grabadora —inspeccionó el aparato—. Está chamuscada.

El tirador volvió a guardar la pistola láser en la funda que le colgaba del cuello.

—Es una lástima. Quemarse de esa forma, mientras gritaba. Es imposible saber lo que pretendía. Cuando se llevó la mano al bolsillo… —dejó la frase inacabada.

A su lado, Tolut el armalat miró al cadáver humeante.

—Es Ogomoor. Le reconozco a pesar del destrozo. ¿No era empleado vuestro?

El tirador se mostró indiferente.

—Trabajaba para mí ocasionalmente, sí. Pero aunque le di muchas oportunidades y le traté bien, siempre me pareció un tanto inestable —una mano señaló al cadáver—. Cuánto lamento que mi apresurado juicio fuera verdad.

Barriss se puso nerviosa, tan violenta fue su reacción que Anakin se violentado de activar su sable láser. A medio camino de la mesa curvada tras la que se sentaban los delegados de la Unidad, comenzó a gesticular acaloradamente al individuo que reposaba ligeramente sobre un costado.

—¡Tú! —exclamó con tal potencia que podría haber sido Luminara la que le acusara—. ¡Eres !

El objeto de su ira miraba sin comprender a la furiosa humana, y luego abrió los brazos en un gesto de súplica inocente hacia los otros delegados.

Luminara miró extrañada a su padawan.

—Barriss. Explícate.

—¿Que me explique? Sí, claro que lo voy a hacer —su mano señalaba firme al individuo en cuestión—. No lo reconocí en principio porque no lo había visto nunca antes, pero cuando me preparaba para huir de la celda en la que estuve presa, antes de irnos de Cuipernam, Bulgan dejó escapar su nombre —señaló al cuerpo humeante que yacía en el suelo tras ella—. Y ahora todo tiene sentido —sus ojos se clavaron en otros más grandes y acuosos. Se miraron con hostilidad, enmascarando los pensamientos que fluían en sus mentes.

—Soergg el hutt, te acuso de ordenar mi secuestro, de tratar de impedir la reconciliación entre el pueblo de las ciudades y los alwari de las praderas, de dirigir uno y probablemente dos de los intentos de ejecución hacia nosotros, de ofrecer soborno al clan qulun o a cualquiera que pudiera secuestramos y retrasar nuestra expedición hasta que tuviera lugar la votación, y de estar probablemente al servicio del Gremio de Comerciantes.

Se llevó la otra mano al sable láser.

Una mirada de su Maestra bastó para detener a la padawan, pero no para acallar su cólera.

—Ésta es una reunión importante, Barriss. No importa los sentimientos que podamos tener sobre temas tangenciales, hay que seguir un protocolo.

—¡Tangenciales! ¡Pero, él es el que me secuestró! —protestó Barriss con vehemencia—. Y probablemente esté detrás de casi todos los problemas que hemos tenido en Ansion.

—Esto no es un tribunal, padawan —dijo Luminara suave pero firmemente—. Las palabras como casi no son bienvenidas. No es ni el momento ni el lugar para expresar estos temas. Haz el favor de controlarte —su tono se endureció— o lo tendré que hacer yo.

Barriss volvió a su sitio a regañadientes. Pero sus ojos no se apartaron de su desparramado objeto de resentimiento. Detrás de ella, los sirvientes del Consejo retiraban el cadáver del exconsejero de Soergg.

Sacudiendo la cabeza con parsimonia, Soergg se dirigió a los expectantes delegados.

—Está claro que nuestros amigos extranjeros han estado bajo mucha presión, lo cual es comprensible. Han pasado mucho tiempo entre los salvajes nómadas de las praderas, y eso es muy duro para cualquier persona civilizada —ante este insulto, Bulgan se fue a por el hutt, pero Kyakhta le detuvo—. No tendré en cuenta las palabras de la niña. Quién sabe las privaciones que han sufrido sus compañeros y ella todas estas semanas en las vacías praderas.

—Por lo menos no teníamos que preocupamos de emboscadas mortales por parte de los «nómadas salvajes» —replicó Barriss. Luminara le lanzó una advertencia en forma de mirada, pero la padawan no se inmutó esta vez. Estaba muy enfadada.

Uno de los nuevos delegados ansionianos miró al conocido y respetado representante de la comunidad comercial de Cuipernam. La delegación le había permitido estar presente en un gesto de cortesía, para que hablara en nombre de los intereses económicos de la ciudad.

—Las palabras de la alienígena me preocupan, Soergg. ¿Está del todo equivocada?

El hutt abrió los brazos en todo su diámetro.

—Todos me conocéis. Sabéis que no soy más que un comerciante cualquiera intentando sobrevivir en un mundo en el que no nací, como vosotros. He prosperado en Ansion gracias a la hospitalidad y el cariño de sus gentes. Pensad un poco. ¿Pensáis que yo haría algo que pudiera poner en peligro todo lo que he conseguido, todo lo que he construido? —dedicó una mirada amable a la incontrolable padawan, lamentándose abiertamente—. ¿Es ésta la comprensión que nos darán los enviados del Senado si aceptamos este acuerdo que nos proponen los Jedi?

Pero qué listo era, pensó Barriss. La babosa gorda era un Maestro de la palabra al servicio de la audiencia. Quizá carecía de minucias como conciencia, escrúpulos o piernas, pero tenía un verbo impecable. Ahora entendía por qué la Maestra Luminara le había pedido silencio. Una de las primeras cosas que ha de hacer un Jedi, recordó con desagrado, es aprender a controlar su temperamento. Y en momentos cruciales como aquella reunión, los sentimientos personales y las emociones individuales no podían interferir. Así que contuvo su rabia, e intentó no emplear la Fuerza para ahogar a la babosa hasta que se le salieran los ojos, y se mantuvo quieta como una escultura de piedra mientras los delegados discutían con los Jedi los términos del acuerdo propuesto entre la ciudad y la pradera.

Pero no pudo evitar sentir una ligera satisfacción cuando vio la cara de disgusto de Soergg al ver que el resultado final era de nueve contra dos a favor del acuerdo, siendo Kandah y otro ansioniano los que votaron en contra. También le gustó verle mentir sin esfuerzo cuando alababa lo justo del acuerdo y juraba respetar los términos del tratado.

Con el aplomo que le daban su entrenamiento y su experiencia, Barriss se abrió paso entre los presentes que se felicitaban tras la votación para enfrentarse cara a cara con el hutt, que la miraba desde arriba, enorme, pero torpe. Ella no había demostrado nada, pero pudo percibir con agrado los primeros síntomas de miedo dentro de él.

—Espero que volvamos a encontramos, Soergg —sonrió—. En otro lugar y en circunstancias en las que la diplomacia sea irrelevante —señaló a Obi-Wan y Luminara, que conversaban con otros delegados—. Y en las que la expresión de mis sentimientos no esté sujeta a limitaciones externas.

Su respuesta fue un encogimiento de hombros que provocó un temblor en sus colgajos.

—No albergo malas intenciones, padawan. Los negocios son los negocios.

Pero su tono no iba con sus palabras, y ella sabía que por dentro ardía de rabia.

—¿Quién te contrató para que nos detuvieras? —soltó ella sin poder evitarlo—. Yo sé a quién pagabas tú, pero no quién te pagaba a ti.

El enorme bicho se rió con un profundo y desagradable jo-jo-jo.

—Ah, pequeña, sabrás mucho de secretos Jedi, pero nada de política o de negocios. ¿Pagarme para qué? Hago todo lo que hago porque es bueno para mis empresas. Los Jedi siempre buscan ruedas dentro de las ruedas, complicaciones en cosas sencillas.

—No hay nada sencillo en que un planeta se una a un movimiento de secesión de la República.

—¿Secesión? Pero si esa polémica está muerta y enterrada. ¿Acaso no la han rechazado aquí mismo ante tus ojos? —su voz retumbó suavemente.

—¿Entonces te adherirás al tratado entre los ciudadanos y los nómadas? ¿No intentarás estropearlo? —miró intencionadamente hacia la puerta por la que había entrado el individuo que el hutt había matado—. Supongo que el ansioniano que has matado no llevaba pruebas incriminatorias encima, ¿no?

Soergg desvió la mirada, una reacción que ya de por sí decía mucho.

—Qué sugerencia más impertinente, padawan. Muy poco propia de una joven tan atractiva como tú —entre los bulbosos labios del hutt, emergió una lengua gorda que se agitó hacia ella.

El razonamiento enrevesado del hutt no era suficiente para que ella se retirara de la confrontación, pero el gesto y el cumplido repulsivos fueron más que suficientes para que se fuera. Se reunió con sus compañeros.

—Ya es hora de que nos pongamos en camino —dijo Luminara.

Se giró para ver cómo Obi-Wan agradecía a los representantes su consideración, y elogiaba su sabia decisión de permanecer en la República.

Una vez fuera, Barriss intentó dejar a un lado su ira al unirse a su compañero.

—¿Cómo te sientes, Anakin?

Él miraba el cielo, claramente ansioso por marchar.

—Mucho mejor, ahora que nuestro trabajo aquí ha terminado —vio que ella le miraba persistentemente—. ¿Por qué?

—No, nada. Es que creo que he sido injusta contigo. Creo que he llegado a conocerte y a comprenderte un poco mejor en el tiempo que hemos pasado juntos, Anakin. Ahora entiendo que estás buscando algo. Y tu búsqueda es más dura que la del resto, en mi opinión —le puso una mano en el brazo—. Sólo quería decirte que espero que lo encuentres.

Él la miró atónito.

—Yo sólo quiero ser un Jedi, Barriss. Eso es todo.

—¿Ah, sí? —le dijo ella incrédula. Al ver que no respondía, añadió—: Bueno, si alguna vez necesitas hablar con alguien que no sea Obi-Wan, que sepas que puedes contar conmigo. Otra cosa no, pero por lo menos te podré dar otro punto de vista.

El joven dudó y luego respondió agradecido.

—Lo aprecio, Barriss. De verdad. Sé que hay cosas de las que sería más fácil hablar contigo que con el Maestro Obi-Wan —dijo señalando con la cabeza a los dos Jedi.

Ella rió suavemente.

—Cualquiera es mejor que un Maestro Jedi para hablar con él.

Estaban totalmente de acuerdo en ese punto, así que siguieron charlando amigablemente, conversando por primera vez con la sinceridad y la facilidad de los viejos amigos.

Luminara los miraba con aprobación. Era importante que los padawan se llevaran bien, porque algún día tendrían que llevarse bien como Jedi, bajo circunstancias más difíciles. Al igual que Anakin, se quedó mirando al cielo un momento. Más allá del límpido cielo de Ansion, la República fermentaba. Para los ciudadanos de a pie todo parecía ir bien, pero los que tenían una perspectiva más amplia sabían que había algo preparándose, y no era precisamente bueno. El mal crecía como las malas hierbas, y era el deber de los Jedi extraerlo de raíz y aniquilarlo. ¿Pero cómo iban a hacerlo, si ni siquiera el Consejo Jedi estaba seguro de la fuente o del propósito de esta fuerza?

Pero no era problema suyo, pensó. Yo sólo puedo resolver una misión.

No, había otra cosa que podía hacer. Al menos durante un momento. Apretó el paso y se unió a Obi-Wan. Para pedirle sus sabios consejos sobre algunos temas de importancia, para felicitarle una vez más por hacer bien su trabajo, y por último, pero no menos importante, para disfrutar del placer de su compañía.

Había ciertos placeres que ni una galaxia llena de conflictos podía eliminar.

* * *

Los tres llegaron a la Torre Bror Tres de uno en uno, para no llamar la atención. Los turboascensores les habían llevado al piso 166. No era tan seguro como un transporte aéreo, pero las diversas salas de exposición de los mejores artistas de lumino de Coruscant no eran el lugar más adecuado, donde uno esperaría encontrar a la élite de la capital planeando una traición.

Shu Mai vio acercarse al corelliano y al ansioniano. Salvo ellos tres no había nadie más en la galería. La expresión del senador reflejaba su preocupación. Y Tam Uliss no se esforzaba por ocultar su descontento.

—Lo habéis oído —fue todo lo que murmuró la presidenta del Gremio de Comerciantes. Ya sabía la respuesta.

Lo que no impidió que el industrial asintiera frenéticamente.

—Ansion ha decidido permanecer en la República —dirigió una sombría mirada a su derecha—. No habéis cumplido, senador.

Mousul se pasó una larga mano por la cresta y respondió fríamente.

—Hice todo lo posible. Pero la decisión no dependía de mí. Yo voto aquí, en el Senado, no en el Consejo de la Unidad. Mi influencia sobre ellos es limitada.

—No ha sido culpa del senador —interrumpió Shu Mai—. Si esos Jedi no hubieran conseguido la paz entre los nómadas y los ciudadanos, la Unidad habría optado por la secesión.

—Da igual —el tono del industrial era seco y sus modales impacientes—. Ya os habéis puesto de acuerdo. Es el momento de actuar. Con secesión ansioniana o sin ella.

—¿Y los malarianos y los keitumitas?

Tam Uliss continuó:

—Con ellos o sin ellos.

Shu Mai dejó escapar un largo suspiro.

—Ya sabéis mi opinión y la del resto del Gremio. Sin el empuje que nos habría dado la secesión de Ansion no podemos damos a conocer abiertamente. Sin la provocación que habría supuesto la retirada de Ansion y sus aliados, no contamos con el suficiente apoyo para nuestras acciones.

Mousul asintió a modo de confirmación.

—Con Ansion, los malarianos y los keitumitas en el Senado, no tenemos el apoyo suficiente para presentar nuestras demandas.

—Eso no fue lo que dijisteis la semana pasada —Tam Uliss se mostraba inflexible—. ¿Recordáis el acuerdo al que llegamos?

—Sí, lo recuerdo —Shu Mai se dirigió a la izquierda hacia un pasillo—. Pero ya no estoy cómoda hablando de esto aquí. Puede que llegue alguien a ver la exposición. Me he tomado la libertad de alquilar una sala de juntas segura en Tone Bror Cuatro. Se han tomado las debidas precauciones y mi gente la ha inspeccionado cuidadosamente. Los androides de seguridad están en sus puestos. ¿Me seguís? —sonrió—. Estoy segura de que podremos resolver nuestras diferencias.

—No hay nada que resolver —Uliss estaba muy contrariado—. Lo decidimos la semana pasada, en la aeronave.

Pero qué engreído es, pensó Shu Mai con desprecio mientras abandonaban el área de exposiciones y bajaban por el pasillo.

Uliss hablaba mientras caminaban.

—Llega un momento en que uno no puede negar lo que siente. Los otros están dispuestos a declarar el movimiento públicamente desde hace un año —buscó la mirada de la presidenta del Gremio.

—Y seguirían esperando si tú no les hubieras regalado tu apoyo —no había enfado en la voz de Shu Mai, ni rencor, sólo era una afirmación.

Uliss se encogió de hombros.

—Siento la discrepancia, pero ahora ya no tiene solución. No podíamos esperar eternamente.

—Eternamente no —le corrigió Shu Mai mientras guiaba a sus compañeros hacia la pasarela que comunicaba los dos edificios—, sólo hasta que llegara el momento.

—¿Y cuándo llegará? ¿Tras otro año de espera? ¿Dos más? ¿Tres?

—Lo que sea necesario, amigo mío —sus zapatos resonaban contra el suelo. Se sacó una unidad de control del cinturón y la utilizó para asegurarse de que no había peligro en cruzar la pasarela. Porque no era cuestión de encontrarse de repente con un alto funcionario—. Espero que no sea tanto, pero si ha de ser así, que así sea.

Junto a ella, Mousul asentía.

—Lo que no parecéis entender ni vos ni vuestros amigos, Uliss, es que en materia de política la paciencia es el arma más poderosa que uno puede utilizar.

El industrial negó con la cabeza.

—Hay un tiempo para la paciencia, y hay un tiempo para actuar. Y este argumento es irrebatible.

—Si nos damos a conocer demasiado pronto, ya no habrá argumentos que valgan —replicó ella convencida—. Y es una pena que no estemos de acuerdo en esto.

El industrial sonrió.

—Sin rencores, Shu Mai. Ni siquiera tú puedes ganar siempre.

Se volvieron hacia la pasarela. Más allá de las transparentes paredes y del tejado del pasillo que conectaba las Torres Bror Tres y Cuatro, Coruscant resplandecía a la luz del día. Filas de vehículos seguían las líneas energéticas del tráfico en el aire de la tarde. Las naves de los servicios automáticos se deslizaban en misiones preprogramadas entre los enormes edificios. Un buen sitio, Coruscant. El centro de la civilización moderna. Tarde o temprano, cualquiera que deseara el poder de cualquier clase, político, financiero o artístico, venía a Coruscant. Los que querían influir en los asuntos interplanetarios acababan viviendo allí o ante el mismo Senado, el organismo de deliberación más importante de la galaxia. Cada uno intentaba llevar a sus miembros en una u otra dirección a su manera. Sólo hacía falta un poco de orientación, pensó Shu Mai. Las sugerencias adecuadas.

Pero tenían que hacerlas en el momento adecuado y bajo las circunstancias correctas. Apretó el paso. Mousul hizo lo mismo. Uliss, que contemplaba distraído la ciudad, se quedó atrás.

Cuando llegaron al final de la pasarela, la presidenta del Gremio de Comerciantes se dio la vuelta. A su lado, Mousul la imitó. Shu Mai cogió el dispositivo que llevaba en la mano y apretó un botón.

Tam Uliss pareció lógicamente sorprendido cuando chocó contra el campo de fuerza. Era invisible e impenetrable. El rostro del industrial pasó por una variada gama de expresiones en un tiempo mínimo. Sus palabras, que, a juzgar por sus muecas, eran cada vez más hostiles, no traspasaban la barrera que se había alzado de repente entre él y sus compañeros. Sus manos y su cuerpo tampoco.

La presidenta del Gremio de Comerciantes y el senador Mousul miraban sin pestañear a su colega. El ansioniano permanecía inexpresivo y la presidenta pensativa. La alarma se dibujó en la cara de Uliss. Se giró bruscamente e intentó volver a la torre anterior. Pero se vio bloqueado por una barrera igual a la primera.

Shu Mai se pegó a la barrera para estudiar al individuo atrapado, que estaba asustado. Ni todo su dinero ni todos sus contactos le servían de nada ahora. Qué pena. No le gustaba Tam Uliss especialmente, pero le respetaba. A un palmo de su cara, Uliss lanzaba imprecaciones y amenazas a sus socios conspiradores. Pero la barrera seguía conteniendo su voz y sus puños.

Durante un largo rato, Shu Mai se quedó mirando a su antiguo socio.

—La paciencia, amigo mío, es un arma que no podemos desperdiciar —susurró, a pesar de que el objeto de su admonición no podía oír nada. Se giró para colocarse junto a Mousul, que se había retirado ligeramente al pasillo. El senador observó a Shu Mai tocando varios botones en sucesión rápida y experimentada.

Un ligero crujido llenó la pasarela, y pronto se elevó de intensidad. Uliss dejó de maldecir a la impasible barrera. Su rabia se tornó en confusión y luego en estupor. El metal se deshizo y el compuesto se disolvió. Con las palmas pegadas a la barrera, el industrial siguió mirando a Shu Mai y Mousul, mientras la pasarela entera se despegaba de los edificios y caía los 166 pisos hasta la superficie.

Shu Mai se asomó a la abertura que había dejado la pasarela, que a pesar de los ruidos de la ciudad hizo un considerable estruendo al dar contra la superficie. La presidenta del Gremio de Comerciantes miró apenada el desastre un momento antes de dar la vuelta para ponerse a cubierto de las corrientes de aire. Al otro lado, la Torre Bror Tres lucía el mismo agujero.

—Fatiga estructural —murmuró a Mousul—. No es muy frecuente hoy en día, pero existe.

—Por supuesto —replicó él.

—Una personalidad tan importante. Que terrible tragedia. Terrible. Yo misma daré el discurso en su funeral —cruzó las manos a la espalda y avanzó por el pasillo.

—Qué considerado de tu parte, Shu Mai —el senador respiró hondo—. Cuando sepan lo que le ha ocurrido a Tam Uliss, y tras lo que le sucedió a Nemrileo de Tanjay, no creo que ninguno más nos dé problemas.

—Estoy de acuerdo. Podremos controlar mejor a nuestros seguidores.

El senador hizo un gesto a mitad de camino.

—Si me disculpas, creo que me voy a ir, tengo mucho trabajo esta tarde.

La presidenta del Gremio de Comerciantes asintió comprensiva.

—Lo entiendo. Yo también tengo mucho trabajo.

Se separaron amistosamente. Mousul volvió a sus ocupaciones senatoriales y Shu Mai regresó a su despacho privado, en el que se encerró tan herméticamente que ni una pequeña nova podría haberla interrumpido. Cuando se hubo asegurado de que todo estaba bien, activó el código especial que le pondría en contacto con el notable individuo a quien tenía que informar del progreso de la conspiración en Coruscant.

En cuanto el conocido rostro apareció ante ella, comenzó a hablar sin dudarlo.

—Ha habido… problemas. Los Jedi consiguieron la paz entre las facciones nómada y urbana de Ansion y, por tanto, sus delegados han votado en contra de la secesión de la República.

La voz al otro lado sonaba segura.

—Es una lástima. Nos obliga a retrasar nuestros planes inmediatos —sonrió—. Nunca pensé que lo conseguirían. Y tan rápido.

—Hay algo más. El senador Mousul permanece fiel a la causa, pero hay otros preparándose para seguir adelante a pesar de la decisión de Ansion. Me vi obligada a… dar una clase magistral.

El individuo del otro lado escuchó hasta que Shu Mai terminó de hablar.

—Lamento la pérdida de Tam Uliss, pero entiendo la razón de tus acciones —la presidenta del Gremio de Comerciantes se sintió mucho más aliviada—. No importa. Los acontecimientos avanzan y los designios llegan. Podremos soportar la pérdida.

—La resolución del Gremio sigue siendo fuerte —le dijo Shu Mai.

El conde Dooku sonrió.

—Así como el respaldo de tus seguidores. Esto no es más que un parón momentáneo. El resultado final es inevitable, hagan lo que hagan los Jedi. Se avecinan grandes cambios. El destino nos espera, amiga mía. Llegará en cualquier momento. Y sólo los que estén preparados sabrán aprovecharlo.

Era un buen pensamiento al que agarrarse, pensó Shu Mai cuando acabó la transmisión. Desactivó el escudo de privacidad y abandonó la habitación.

Tenía mucho que hacer.