Por encima del clamor de la aldea y del mugido comunal de las apretujadas bestias, pudo oírse claramente cómo todos los borokii presentes aguantaban la respiración. Su asombro era comparable al de los dos padawan, aunque éstos temían lo que podía pasar.
Demostrando tener la fuerza de un levantador de pesos, la agilidad de un gimnasta y el entrenamiento de un auténtico Jedi, Luminara avanzaba rápidamente sobre el rebaño. Anakin contemplaba la escena con admiración. Posándose en los lanudos lomos sólo lo justo para impulsarse de nuevo, Luminara volaba sobre los animales, acercándose cada vez más al centro. Alguna de las bestias levantaba la cabeza sorprendida, pero al no ver nada sospechoso volvía a bajarla para seguir pastando.
Sus amigos observaban la escena con sus macrobinoculares, pero Kyakhta, Bulgan, Tooqui, Bayaar y el resto de los borokii se conformaban con aguzar la vista.
Incapaz de aguantar la incertidumbre, el centinela se acercó al extranjero llamado Obi-Wan.
—¿Qué tal lo está haciendo? —preguntó—. Supongo que sigue viva por vuestra falta de reacción.
—Se mueve rápido —dijo Obi-Wan sin dejar de mirar por los prismáticos—. Atrás y adelante. Tan veloz que no podría verla sin este dispositivo.
Tras lo que parecieron horas, pero en realidad eran minutos de tenso silencio, el Jedi murmuró excitado.
—¡Ya está! —su voz se elevó a pesar de sus esfuerzos por controlarla—. ¡La tiene!
—¿Tan pronto? —Bayaar estaba absolutamente atónito—. Se mueve realmente rápido vuestra hembra.
—No es mi hembra —se apresuró Obi-Wan a corregirle—. Somos compañeros, iguales. Como vos y vuestros guerreros.
—Ah —murmuró Bayaar sin entender muy bien al alienígena.
—Sí, lo cierto es que es rápida —añadió Obi-Wan—. Ya está de vuelta.
De repente, dio un respingo. Se quitó los macrobinoculares de los ojos un instante, y volvió a colocarlos.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —Bayaar se volvió hacia el rebaño e intentó escudriñar lo que pasaba. Su visión nocturna era excelente, pero no era rival para el otro espectador—. Ha pasado algo.
—Ha resbalado —la voz del extranjero ya no era tan neutral—. Ha resbalado y ha caído. Ya no puedo… no la veo.
Un mugido creciente les llegó desde el lugar en que Luminara había desaparecido. Incluso sin el aparato pudo ver que varios animales comenzaban a agitarse. Y al lado de éstos, otras bestias comenzaban a despertar.
No había tiempo para discutir las alternativas. Tenían que hacer algo antes de que el caos se dispersara.
—Vamos a por ella —les dijo a los padawan.
Pudo ver las ansiosas expresiones de las caras de ambos, pero no había tiempo para tranquilizarles.
—Concentraos —les ordenó—. Concentraos tanto como podáis. Más que nunca. Y no os separéis.
Tomó a Barriss de la mano derecha y a Anakin de la izquierda y los guió a través de la barrera.
Presionados, empujados por la orientación de la Fuerza de tres individuos entrenados, los surepp les dejaron pasar. Mugiendo y siseando, se hicieron a un lado abriendo un camino para los extranjeros. Los animales les contemplaban furiosos con sus tres ojos. Pero algo les mantenía a raya, había algo que les impedía sepultar a aquellos intrusos bajo sus afilados cascos.
Obi-Wan sabía que si uno de ellos perdía el ánimo, si algún padawan se asustaba y abandonaba la concentración, los otros dos no bastarían para protegerles del rebaño cada vez más inquieto. Intentó centrar algo de su propia Fuerza en los dos aprendices. Pero mientras se adentraban más y más en el rebaño, algo extraño sucedió.
Barriss se mantenía concentrada, pero la potencia de Anakin aumentó aún más. Era como si al sentir la proximidad del peligro mortal, la Fuerza del joven creciera en su interior. Obi-Wan no alcanzaba a entender lo que ocurría, pero en aquel momento no podía detenerse a examinar el fenómeno. Sólo una cosa importaba.
Encontraron a Luminara inconsciente en el suelo, y un hilo de sangre le caía por la frente. Obi-Wan comprobó de inmediato que la herida era superficial. Pero no tenía forma de saber los daños internos que había provocado la caída. Los músculos de la mano con la que agarraba la de Barriss temblaron. Vio la preocupación en el rostro de la joven. Pero Barriss Offee era digna estudiante de su Maestra. Como sanadora, podría pensarse que lo primero que haría sería echarse al suelo para curar a Luminara. Pero como aprendiz de Jedi, sabía que lo que realmente importaba ahora no era la curación individual, sino mantener la Fuerza entre ellos y los siseantes animales que los rodeaban.
Haciendo gala de una fuerza mental y física inusitada, Anakin cogió en brazos a la Jedi inconsciente. Y comenzaron a desandar el camino juntos. Cada vez eran más las bestias alertadas de la presencia de intrusos en mitad del rebaño. Aunque no había señales de peligro, y no se había producido ningún ataque, los surepp estaban muy intranquilos.
Cada vez era más difícil mantener a raya a los animales. El sudor caía por el rostro de Obi-Wan. Aunque contaba con la ayuda de Barriss y Anakin, la Fuerza se centraba en él, y de él dependía que la energía continuara ejerciendo de barrera. Por fin pudo ver que se acercaban a la verja. El buen Bayaar les miraba ansioso, queriendo animar a los extranjeros pero sin atreverse a darles un grito de apoyo. Detrás de él, el resto de los borokii, que se habían acercado a mirar, susurraban entre ellos.
Algo golpeó a Obi-Wan en un costado que casi le hizo caer. Por un momento, perdió la concentración debido al impacto del flanco de un surepp. Barriss le dirigió una mirada alarmada, pero la tranquilidad sustituyó a la confusión en el semblante de Anakin. Luminara se agitó entre sus brazos. Si le diera por gritar…
Entonces el exhausto Obi-Wan cruzó la barrera y Anakin pasó a la Jedi por encima, que fue recogida por los expectantes Kyakhta y Bulgan, con Tooqui prestando toda la ayuda que podía. La depositaron boca arriba cuidadosamente en el suelo. Barriss se colocó a su lado de inmediato, presionando sus sensibles dedos sobre la frente de su Maestra, y utilizando un pico de su capa para retirar la sangre de la cara de Luminara. Bajo los sabios cuidados de la padawan, la inconsciente Jedi emitió un suave gemido.
Tras ellos, se oyó un gemido. Hubo un sonido de hueso contra carne. Anakin Skywalker, medio tropezando, medio volando por encima de la verja, aterrizó en el suelo bocabajo, casi llevándose a Tooqui por delante. Obi-Wan le dirigió una mirada ansiosa, y un crujido estático llenó el aire de la noche. Los surepp retrocedían ante las descargas de la verja.
—¿Te has roto algo? —preguntó Obi-Wan solícito.
Anakin se levantó a duras penas.
—La dignidad, Maestro —señaló con la cabeza a la Jedi—. ¿Cómo está?
Barriss le miró.
—No percibo daños internos, pero no estoy segura del todo.
Luminara abrió los ojos. Parpadeó un par de veces.
—Ayúdame a levantarme.
—Maestra Luminara —comenzó a decir Barriss—, no creo que sea muy recomendable que…
—Tampoco era muy recomendable adentrarme en el rebaño —gimió Luminara mientras se incorporaba. Con Obi-Wan a un lado y Anakin al otro, pronto se encontró de pie entre ambos—. Pero había que hacerlo —le hizo un gesto de disculpa a Bayaar—. Lo siento, he perdido el cuchillo.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Obi-Wan.
—No se parece en nada a una carrera de entrenamiento en el Templo. Cada lomo era distinto, pero tampoco tenía tiempo de mirar dónde ponía los pies. Tenía que correr sin demorarme, y confiar. Todo fue bien hasta que aterricé en un animal que estaba mojado. Quizá había estado lavándose. Me resbalé, y antes de poder hacer nada, me caí al suelo y me di en la cabeza —sonrió por primera vez mirando a sus amigos—. Gracias por venir a por mí.
—Tú no podías hacer otra cosa que lo que acabas de hacer —le dijo Obi-Wan—. Y nosotros tampoco teníamos más alternativa que ir a buscarte.
—Y yo que pensaba que los Jedi eran los Maestros de la alternativa —murmuró Anakin—. Qué decepción.
Los ojos de Barriss se abrieron al reparar en algo.
—Y todavía tenemos que encontrar la forma de ir a por la lana, si queremos que los ancianos borokii hablen con nosotros.
Luminara bajó la mano que tenía en la frente, y su labio inferior y tatuado se curvó hacia arriba ligeramente.
—Olvidas algo, padawan. Yo volvía. —Se desanimó un poco—. A no ser que se me haya caído…
Buscó ansiosa entre sus ropas. Luego volvió a sonreír.
Entre sus dedos se hallaba la guedeja de lana del surepp albino. Era del color de la nieve sucia.
Se volvió hacia Bayaar y le mostró el aparentemente insignificante trofeo que tanto les había costado conseguir.
—Ya has visto lo que ha pasado —le dijo al centinela. Tras él se amontonaban otros borokii, ansiosos por ver la prueba del gran reto—. Hemos hecho lo que se nos pedía. ¿Nos recibirá ahora el Consejo de Ancianos?
El centinela asintió.
—No veo por qué no. Recordaré este momento siempre y se lo relataré a mis nietos, y así lo haréis vos también.
—Los Jedi no tienen descendencia.
Rodeada de sus amigos, se dispuso a cruzar el campamento borokii en dirección a la casa de los invitados.
Bayaar les observó mientras se alejaban. Eran realmente poderosos, estos extranjeros. Cuánto talento tenían, por no mencionar el control de la Fuerza. Por lo tanto, sería un poco raro sentir compasión por ellos.
Pero a él le daban un poco de lástima.
Cada vez caminaba más erguida y con pasos más largos, mientras cruzaban el campamento. Los curiosos borokii que se afanaban en sus tareas nocturnas se detenían para observarles. Anakin, Barriss, Obi-Wan, Kyakhta, Bulgan y Tooqui se arremolinaban a su alrededor para darle palmaditas de ánimo, o caricias exóticas a la manera alwari que no eran en absoluto indiscretas. Mientras tanto, Tooqui expresaba lo mejor que podía su alivio cogiéndose de una de las piernas desnudas de la Jedi, una posición que además evitaba que los otros tropezaran con él. Limitado por su cargo y manteniéndose al margen del grupo, Bayaar hizo lo que pudo por ofrecerle un felicitación al estilo borokii.
—Toma —le dijo ella, jadeando y tragando aire mientras se detenían al fin ante la casa de los invitados, y le dio el montoncito de lana—. Llévale esto a los ancianos. Diles de quién procede y cómo ha llegado a ti.
Le dio la espalda al solemne y respetuoso centinela y cruzó la entrada, para caer en los brazos de sus amigos.
—La Fuerza es una maravilla, pero no te puedes bañar en ella. Seguro que el surepp asado tiene un sabor delicioso, pero cuando está vivo huele como cualquier animal herbívoro del rebaño. Tanto si nos reciben como si no, tengo que bañarme antes de poder siquiera presentarme ante el más joven de los ancianos.
Sus amigos le ayudaron a subir las escaleras, y numerosos borokii se congregaron fuera al saber lo que había ocurrido y para ver a los alienígenas. Sus comentarios susurrados estaban llenos de admiración, y sus insistentes miradas no eran en absoluto molestas. Bulgan portaba solemnemente las ropas de la Jedi. La admiración que sentían Kyakhta y él por la alienígena ya era considerable antes del incidente, pero ahora no conocía límites.
Los borokii no acababan de asimilar el concepto de relajación sumergiéndose en una bañera o en un lugar lleno de agua, pero estaban más que dispuestos a satisfacer las demandas de sus visitantes. Y no era una petición muy costosa. Barriss se dedicó a atender a su Maestra, mientras el inquisitivo Tooqui se quedaba con ellas molestando un poco. El resto del grupo se dispuso a comer algo y a descansar.
La conversación animada y las risas llenaron la casa de los invitados de los borokii, y los preparativos que siguieron a la hora de irse a la cama fueron más entusiastas de lo habitual. La herida de Luminara no era grave, y se curó enseguida. Con un poco de suerte, mañana se reunirían con el Consejo de Ancianos de los borokii y darían por terminada su misión en Ansion. Éstas eran las esperanzas que se llevaron todos consigo a su cama borokii, seca y confortable. Hasta la energía inagotable que parecía fluir por el cuerpecillo de Tooqui cesó, y el gwurran se hundió en un profundo sueño sin apenas dar las buenas noches a nadie.
Tumbado sobre su acolchado lecho, Obi-Wan contemplaba la figura durmiente de Luminara, reflexionando sobre lo que había logrado la Jedi. Él no hubiera podido hacerlo. Su talento personal residía en otra parte. La visión de la mujer saltando ligera de un surepp a otro sin detenerse lo suficiente como para alarmarlos, y sabiendo que un resbalón podría significar la muerte por mucho entrenamiento Jedi que tuviera a sus espaldas, había despertado en él el tipo de admiración que sólo inspiraban los miembros del Consejo Jedi. Tenía muchas ganas de preguntarla cómo había hecho para realizar ciertos movimientos que parecían imposibles.
Pero mejor esperar a mañana, se dijo a sí mismo. Aquella noche era para saborear los logros del día y para anticipar los del siguiente. Ya habría tiempo después para ocuparlos con otros pensamientos, otros asuntos.
Anakin, mientras, se relajaba como no lo había hecho en semanas. Si la hazaña de la Maestra Luminara daba los resultados que Obi-Wan esperaba, y por fin se encontraban con el Consejo de Ancianos de los borokii, podrían volver por lo menos a Cuipernam, y de allí a la civilización. Algo que deseaba profundamente, porque cualquier cosa que le alejara de Ansion le acercaría a donde realmente quería estar.
Con los expectantes deseos de acabar la misión agolpándose en su cabeza, se permitió el lujo de abandonarse a un sueño relajado y profundo por primera vez en muchos días.
* * *
Aunque la charla trivial discurría más animadamente en aquella reunión que en la anterior, los conspiradores seguían luciendo sus preocupaciones como si fueran joyas. La tensión podía cortarse con cuchillo en el vehículo, a pesar del ambiente aparentemente alegre, un vehículo con capacidad para llevar cómodamente a cincuenta pasajeros, pero que en aquel momento apenas iba lleno a la mitad, incluyendo a los androides de servicio.
A sus pies, la descomunal ciudad-planeta de Coruscant brillaba con tonos dorados al sol de la mañana, mientras la estrella se alzaba sobre el lejano e irregular horizonte de torres y cúpulas. A ninguno de los pasajeros les complacía el momento en el que se había convocado la reunión, pero ninguno pudo negarse a asistir. Había disensiones en el movimiento que requerían una solución inmediata. La mayoría de los participantes pensaban que ya no había tiempo para hablar. Los que estaban a favor de seguir adelante de inmediato se habían salido con la suya de un modo casi brusco. Para ellos no era cuestión de acelerar las cosas. Simplemente, por lo que a ellos respectaba, el tiempo de espera había terminado.
Y ésa parecía ser la opinión general en el compartimento de acero transparente. El entrechocar de las copas de los individuos lujosamente ataviados que brindaban entre sí por el cercano triunfo, daba a entender que la moción de secesión ya había sido firmada y aprobada. Las bromas sobre la cara que pondrían ciertos políticos conocidos y abiertamente impopulares al saber la declaración que se produciría en breve, hacían surgir la risa entre los asistentes.
Pero había unos cuantos que no terminaban de unirse a la impetuosa celebración. Y entre ellos destacaba Shu Mai, que mostraba una expresión humilde y un gesto conciliador. Contemplaba distraída a través del panel de acero transparente el paisaje interminable de residencias y fábricas, jardines e instalaciones urbanas que se deslizaba bajo ellos. El cielo estaba repleto de naves similares pero mucho menos notables, que transportaban de un lado a otro a seres que se dirigían a su domicilio o a su trabajo. Sólo en Coruscant residían miles de millones, y en la galaxia se repartían billones de ellos, y el destino de todos dependía en mayor o menor grado de la decisión que estaban a punto de tomar los que viajaban en aquel vehículo.
Ella sabía que se trataba de una gran responsabilidad. Demasiada para un individuo. Pero ella estaba preparada. Como presidenta del Gremio de Comerciantes, era su obligación tomar semejantes decisiones. Tarde o temprano, todos los seres vivos tenían que enfrentarse a su destino. La mayoría le daban la espalda. Ella intentaba acoger al suyo con los brazos abiertos.
Alguien tenía que dar un paso adelante y decir lo que había que decir. La celebración de la victoria se estaba descontrolando, sobre todo teniendo en cuenta que aún no había habido victoria. Se abrió paso hasta el final de la cabina, y se subió a un pequeño escalón. No era una plataforma en condiciones, pero tampoco se estaba dirigiendo al Gremio.
—¡Aún es pronto! —exclamó Shu Mai lo bastante alto como para que su voz se elevara por encima del murmullo.
La conversación se apagó de inmediato. Todos se giraron para mirarla.
—Demasiado pronto —añadió en un tono más suave pero frío como el acero— para revelar nuestras intenciones, y a nosotros mismos.
—Perdonadme, Shu Mai —dijo un humanoide delgado pero bien formado que representaba a tres planetas—. No sólo no es demasiado pronto, sino que, sssst, ya es la hora. Ya hemos esperado bastante este momento.
Un murmullo de aprobación generalizado siguió a esta declaración.
Shu Mai no se sintió intimidada. Nunca lo hacía. Los que se acobardaban fácilmente no llegaban a ser presidentes del Gremio de Comerciantes.
—Todo por lo que hemos trabajado hasta ahora está en juego. Toda la preparación, los planes medidos con fineza, están comenzando a dar su fruto. Nada podría destrozar nuestro sueño excepto una aparición prematura.
—Nada podría hacernos perder el caprichoso apoyo de aquellos planetas que aún dudan, excepto retrasamos todavía más —gritó alguien desde el fondo de la reunión. El murmullo de aprobación se dejó oír de nuevo, esta vez con más fuerza.
Shu Mai alzó ambas manos pidiendo silencio. Le concedieron su atención porque era de los suyos: la respetaban no por su insistencia, sino por el papel que tenía en el Gremio. En el exterior pudo verse un deslizador policial acercándose para inspeccionar el interior del lujoso vehículo. El transporte aéreo estaba sellado y aislado de la vigilancia exterior mediante la tecnología más avanzada, pero aun así Shu Mai esperó a que el otro se perdiera de vista para continuar.
—Amigos míos, todos me conocéis. Sabéis que tanto yo como el resto del Gremio sentimos una profunda devoción por la causa. Desde hace ya muchos años, hemos trabajado juntos, planeado juntos, mantenido el secreto juntos para que el Senado no conociera nuestras intenciones. Los animales más sabios son los que saben esperar a que la fruta madure para comérsela. Si la arrancas demasiado pronto puedes envenenarte.
Una figura musculosa se abrió paso hasta llegar a Shu Mai, que se encontró cara a cara con Tam Uliss.
—Pero si esperas demasiado, la fruta se pudre —el industrial no sonreía—. Tenemos que hacerlo. Siento que ahora es el momento.
Shu Mai se bajó del altillo.
—¿Ahora basas tus decisiones en tus sentimientos, amigo mío?
—No de la Fuerza, no, pero conozco a la gente —señaló a la multitud congregada a su espalda—. Conozco a esta gente. Han esperado y han trabajado muy duro para que llegara la hora. Y yo también.
—Yo sería la última en negarle a alguien su momento —replicó Shu Mai con suavidad—. Sólo quiero asegurarme de que sea el correcto —a su derecha, el senador Mousul asintió sombrío. Shu Mai llevó su mirada más allá de Tam Uliss y elevó la voz de nuevo—. Tenemos que esperar a que Ansion declare la secesión. Ese planeta sigue siendo la clave. La repulsa generalizada por la corrupción y la burocracia de la República va en aumento, pero hasta el explosivo más sensible requiere de una chispa que lo haga explotar. La retirada de Ansion ejercerá como detonador, y sus intrincadas alianzas arrastrarán tras él a los malarianos y a los keitumitas. Será la excusa perfecta para actuar.
—El movimiento ya es lo suficientemente fuerte —objetó el industrial—. Podríamos esperar a Ansion y al resto, desde luego. Pero al hacerlo podríamos perder otros apoyos vitales. Si nosotros empezamos, Ansion nos seguirá dócilmente.
—¿Estás seguro de eso, amigo? ¿No te cabe duda? Mientras nosotros estamos aquí charlando, hay varios Jedi en Ansion —el murmullo de confusión que siguió a este comentario hizo patente que ninguno de los presentes estaba al tanto de lo que sucedía en el planeta clave—. Jedi trabajando para que Ansion, y, por consiguiente, los malarianos y los keitumitas permanezcan en la República.
Uliss entrecerró los ojos.
—El senador Mousul y vos me dijisteis que ya se estaban ocupando de ellos.
—Y así es —le aseguró Shu Mai—. Pero cuando hay Jedi de por medio nada es seguro hasta que se ha completado. En cuanto el senador reciba noticias de que los Jedi han sido suprimidos y que los delegados de la Unidad de Comunidades de Ansion han votado en favor de la secesión, actuaremos. No antes. Necesitamos que Ansion y los otros declaren su retirada para poder llevar a cabo con seguridad el resto del plan.
—No —insistió alguien entre el grupo—, no más esperas. ¡Basta de esperar! ¿Qué más da esta semana o la que viene? ¡Yo digo que nos movamos ya! Ansion y el resto nos seguirán. ¡Con Jedi o sin ellos!
—¿«Con Jedi o sin ellos»? —la repetición de Shu Mai de la proclamación del insistente orador se ahogó en un mar de gritos de apoyo y exclamaciones de aprobación—. Muy bien: dado que la mayoría está a favor de entrar en acción, no tengo más opciones que concederle el deseo —hubo expresiones de júbilo en varios idiomas—. Sólo os pido que esperemos unos pocos días más.
—¿Unos pocos días? —replicó alguien—. ¿Y qué más da un día más o menos? ¡Estamos ante un punto de inflexión en la historia de la República!
La ansiosa voz del senador Mousul se alzó por encima del clamor.
—Si como decís no importa un día más o menos, entonces podemos esperar.
Enfrentándose a sus inexpresivos coconspiradores, Uliss sonrió condescendiente.
—Dado que unos pocos días no marcan diferencia alguna, os los concedemos. Pero —añadió subiendo la voz para hacerse oír entre las protestas de sus seguidores— solamente unos pocos. Si pasa ese periodo y Ansion no ha votado aún, actuaremos tal y como llevamos preparando tanto tiempo —clavó la mirada en Shu Mai—. Y los que no se unan a nosotros lamentarán quedarse atrás.
No llegaba a ser una amenaza… pero casi. La respuesta de la presidenta del Gremio de Comerciantes fue una de sus sonrisas.
—Podría pedir una votación sobre esto aquí y ahora, pero no soy ni ciega ni sorda. Veo y oigo por dónde sopla el viento. Que no se diga que no soy capaz de escuchar. Estamos de acuerdo, entonces. Unos cuantos días más serán suficientes —alzó la mirada por encima del industrial para contemplar al expectante grupo—. Me hago cargo de vuestros deseos, amigos míos, y haré todo lo posible por que nuestros planes salgan a pedir de boca.
Los silbidos dieron paso al júbilo. Shu Mai asintió complacida. Estaba acostumbrada a la aprobación general, y sabía que gozaría de ella aún más en el futuro. Mucho más.
Mientras tanto, el senador Mousul y ella tenían mucho que hacer. Tam Uliss no había hecho sino garantizarlo.
* * *
Era difícil creer que tras todo lo que habían pasado hubiera llegado al fin el momento, si no de la verdad, por lo menos de debatirla. Sus vestiduras estaban diseñadas para repeler la suciedad, pero no para soportar días a lomos de un suubatar gigante, por no mencionar todo lo demás.
Aun así, con la ayuda de Bayaar y oíros miembros del clan, hicieron lo posible por parecer presentables ante el Consejo. Cuando llegara el momento de la audiencia, Luminara estaba segura de que causarían la impresión de los itinerantes Jedi más imponentes que habían permitido las circunstancias.
Decorada con penachos, bordados de complicada elaboración y colgantes importados de metal trabajado, la sala de audiencias de los borokii esperaba su presencia. Los ancianos ya estaban dentro, esperando a escuchar lo que los alienígenas que habían conseguido la lana del surepp albino tenían que decirles. Los guardias de honor que flanqueaban la entrada habían sido seleccionados entre los mejores guerreros, pero estaban en posición de descanso. Tras la extraordinaria exhibición de habilidades de la noche anterior, ni siquiera al más valiente se le pasaba por la cabeza desafiar los rápidos reflejos de los extranjeros.
Luminara se detuvo ante la entrada, y se dirigió a los tres guías.
—Vosotros tenéis que esperar aquí. No sois representantes del Senado de la República, y no podemos permitimos distracciones durante el encuentro.
Kyakhta y Bulgan asintieron comprensivos. El gwurran también lo comprendió, pero eso no le impidió tener algo que objetar.
—¡Tooqui no distrae! Tooqui calladito, dice nada, nada, boca cerrada como grieta en la roca, casi tan silencioso como…
—Como nada, Tooqui —dijo ella poniendo el dedo sobre la boca sin labios de la criatura—. Ésta es nuestra misión y es nuestro momento. Ya te lo contaremos cuando salgamos.
El gwurran cruzó los brazos y resopló con su agujerito de la nariz.
—Los humanos ya no necesitan a Tooqui cuando salgan. ¡La carapla-to de humanos más fácil de leer que entrañas de gogomar!
—¿Has oído? —le susurró Anakin a la expectante Barriss—. Tienes cara de criadillas de gogomar.
—Vaya, gracias —le respondió ella mientras entraban en la estructura—. Tú tampoco es que seas una belleza.
Se suponía que ella bromeaba también, pero prefirió no haber visto el gesto que se dibujó en el rostro del joven.
El Consejo se componía de doce ancianos de ambos sexos. Estaban sentados en un semicírculo ligeramente elevado frente a la entrada. Salvo alguna excepción, todas las crestas eran blancas o grises, menos alguna que tenía puntos o rayas negras. Mientras los extranjeros se iban sentando, un miembro de muy avanzada edad elevó una mano a modo de saludo, con los tres dedos estirados.
—Os damos la bienvenida al Consejo del clan, y escucharemos lo que tengáis que decir. Se harán preguntas. Es de esperar que reciban respuestas.
Así de sencillo, así de directo. Obi-Wan hizo las presentaciones repitiendo lo que ya les habían contado a los yiwa, a los qulun y a los gwurran, explicando la razón de su estancia en Ansion y por qué era tan importante que los alwari estuvieran de acuerdo con la propuesta del Senado. Les contó que no sólo era el futuro de Ansion lo que estaba en juego, sino el de toda la República. No había necesidad de adornar las palabras, lo que tampoco era el estilo Jedi. Semejantes fiorituras eran más propias de diplomáticos profesionales. Obi-Wan era un gran orador, pero no le gustaba nada hablar por hablar.
Cuando terminó, dio un paso atrás y se colocó junto a Luminara en un asiento dispuesto para ello. Como mandaban las jerarquías, Anakin y Barriss estaban detrás de sus Maestros.
Su exposición provocó una gran cantidad de comentarios silenciosos pero enérgicos. Uno de los miembros, una hembra anciana formuló una pregunta más propia de un qulun.
—Entendemos los beneficios que podrían obtener los alwari de la propuesta. ¿Pero qué obtendría el Senado?
—La garantía de que las leyes serán respetadas y de que Ansion permanecerá en la República —respondió Luminara sin dudarlo—. Si Ansion se va, arrastrará a los malarianos y a los keitumitas. El pacto conservará a la República íntegra.
—Pero Ansion no es un planeta poderoso —señaló otro de los ancianos—. ¿A qué viene tanto interés en nuestras disputas internas, los problemas fronterizos con la Unidad y demás?
—Una grieta pequeña puede provocar el hundimiento de una gran presa —le dijo Obi-Wan—. Es cierto que Ansion no es un planeta poderoso por sí mismo, pero se encuentra en mitad de una red de múltiples alianzas, que es necesario conservar en la estructura de la República.
—No hemos oído hablar de toda esta historia de la secesión que parece preocupar tanto a la gente de la ciudad —comentó otro miembro del Consejo.
—Casi mejor —le respondió Obi-Wan—. Cuando Ansion declare su intención de permanecer en la República, habrá acabado todo. No es la primera vez que se da un movimiento similar. La historia de la República está llena de ellos, pero todo lo que queda hoy en día son nombres.
Pero él sabía que esto era diferente. Mucho más peligroso. Unas temibles fuerzas estaban trabajando para sembrar el descontento en muchos planetas. Por lo que le habían dicho en el Consejo Jedi, parecía que incluso en Coruscant. Pero tampoco había necesidad de contarle a los ancianos más de lo que necesitaban saber. La situación ya era de por sí delicada sin mencionar los peligros en otros planetas.
Otro anciano tomó la palabra.
—Si accedemos a vuestras peticiones, ¿quién nos garantizará que la Unidad cumplirá su parte del trato?
—La República se asegurará de que se cumplan los acuerdos —y añadió rápidamente para ahogar las risas de los miembros del Consejo—, así como el Consejo de Caballeros Jedi —esa declaración fue recibida con murmullos de evidente satisfacción—. También procuraremos que ni el Gremio de Comerciantes ni la Federación de Comercio se beneficien de vosotros.
Hubo más preguntas, algunas generales y amistosas, y otras más intencionadas y concisas. Cuando no hubo nada más que decir, el anciano jefe alzó una mano.
—Retiraos en paz, amigos de lejanas praderas. Os daremos una respuesta antes de la puesta de sol. No temáis, puesto que no será una respuesta impetuosa ni irreflexiva —miró a los consejeros a derecha e izquierda—. Esta decisión no afectará únicamente a los borokii, sino a todos los miembros de todos los clanes, desde el recién nacido hasta el moribundo.
Como solía ocurrir en materia de diplomacia, la reunión en sí era mucho más fácil de llevar que la espera consecuente. Los extranjeros no tenían otra cosa que hacer que retirarse a su hogar temporal. Mientras esperaban, recibieron las incesantes preguntas de Tooqui, y de los menos insistentes Kyakhta y Bulgan sobre la reunión. El gwurran podía ser particularmente divertido o molesto, dependiendo del humor que tuviera uno en ese momento.
Cuando por fin Bayaar hizo su entrada, todos se giraron para mirarle. En un principio le confundió tanta atención, y su expresión se tornó inescrutable. Cuando habló, lo hizo con una solemnidad sin precedentes.
—Los ancianos os recibirán de nuevo —se hizo a un lado—. Por favor, seguidme.
Los dos Jedi se miraron y a continuación siguieron al centinela. Anakin y Barriss les seguían de cerca, conversando en voz baja.
—Así que han tomado una decisión —Anakin aflojó el paso para que Barriss pudiera seguirle—. Ya era hora.
—Siempre impaciente estás —le dijo imitando al Maestro Yoda—, si vida calmada y más larga mejor vivir es.
—Nada de calma en mi vida he tenido —le replicó él. Su sonrisa era inexpresiva—. No sabría cómo reaccionar si no viviera al límite constantemente.
Los asistentes les señalaban el camino a la sala de audiencias. El interior resplandecía no con velas ni lámparas de aceite, sino con luz artificial. Los visitantes tomaron asiento ante el Consejo. Algunos de los miembros se habían cambiado de sitio, pero Luminara no sabía si eso tenía importancia o no. Los guías Kyakhta y Bulgan podrían haberle resuelto la duda, pero no estaban allí.
Una vez más, los Jedi estaban solos frente a los ansionianos.
La hembra más anciana comenzó a hablar en un tono cordial.
—Llevamos todo el día considerando vuestra propuesta. Por lo que hemos oído y por la conversación que hemos tenido esta mañana, creemos que los Jedi son dignos de confianza —Luminara se permitió sentirse halagada—. Por tanto, hemos decidido acceder a todo lo que nos pedís. Nosotros los borokii firmaremos la paz con la Unidad y Ansion permanecerá en la República.
Luminara vio por el rabillo del ojo que Anakin le daba un codazo a Barriss. Los padawan no cabían en sí de gozo. La expresión de Obi-Wan permanecía inalterable, como siempre.
—A cambio, sólo os pedimos que hagáis una cosa —dijo la anciana.
—Si está en nuestra mano, lo haremos —dijo Luminara cautelosa.
El anciano jefe tomó la palabra.
—Ya nos habéis demostrado que sois rápidos y hábiles, y que vuestras capacidades son muy superiores a las del mejor borokii. Los Jedi son famosos por ser consumados luchadores —se inclinó hacia adelante mostrando los restos grises de su cresta—. Nuestros eternos enemigos, el clan januul, están acampados no muy lejos de aquí. Ayudadnos a libramos de ellos para siempre y os ganaréis la amistad y la confianza de los situng borokii para siempre. Éste es nuestro precio a cambio de lo que nos pedís.
Las sonrisas desaparecieron de los rostros de los padawan. Si Luminara hubiera estado de pie se habría caído de espaldas. De entre todas las cosas que les podían haber pedido los borokii, de todos los desafíos y requisitos, habían escogido justamente el que los Jedi no podían cumplir. Estaba terminantemente prohibido que los Jedi se posicionaran en disputas internas de grupos familiares, políticos, étnicos o de clan. Si llegara a saberse que la Orden favorecía a unos u otros en temas que no eran jurisdicción de la República, su inmaculada reputación neutral se perdería para siempre. No había nada que pudieran hacer para ayudar a los borokii a vencer a los januul. Nada bajo el sol. Bajo ningún sol.
Pero si se lo decían, los borokii rechazarían entrar en el cuidadosamente estructurado acuerdo con la Unidad. Y al no ver nada más en las leyes de la República que los continuos conflictos con los pueblos de las praderas, los miembros de la Unidad votarían por la secesión.
Era un laberinto imposible. Imposible. Una mirada bastó para darse cuenta de que Anakin y Barriss también eran conscientes de ello.
Por otra parte, Obi-Wan asintió solemnemente.
—Aceptamos de buen grado. Estaremos encantados de ayudaros con vuestros eternos enemigos.
Anakin se quedó boquiabierto. Barriss vio por primera vez a su Maestra estupefacta.
El Consejo borokii estaba visiblemente satisfecho.
—Entonces estamos de acuerdo —los ancianos se pusieron en pie, algunos más despacio que otros, y otros con ayuda—. El lazo está sellado. Partiremos mañana.
Uno por uno desfilaron hacia la salida. Cuando se fue el último, los visitantes les siguieron.
Apenas habían salido cuando los dos padawan y Luminara rodearon a Obi-Wan.
—¿Pero en qué estás pensando? —le preguntó Luminara sin poder creerse lo que acababa de pasar—. ¿Cómo has podido prometer eso? Sabes que no podemos posicionarnos en este tipo de disputa —su voz estaba llena de frustración y confusión—. ¡No tenemos tiempo para esto!
El Jedi no parecía inmutarse por el tono de Luminara.
—No había elección. O aceptábamos a ayudarles, o rechazaban la firma del tratado que les proponíamos. Así lo han dicho.
—Pero, Maestro —intervino Anakin—, el primer januul que matemos demostrará a los borokii que los Caballeros Jedi están de su parte. Y cuando eso pase, los januul se convertirán en nuestros enemigos. Si ayudamos a los borokii a vencerles, los supervivientes de los januul despreciarán cualquier acuerdo que les propongamos.
—Y al igual que los borokii —añadió Barriss ansiosa—, los januul contarán con múltiples aliados entre los alwari, que también se negarán a cualquier trato con nosotros.
—Los padawan están en lo cierto —Luminara nunca había estado tan inquieta. La precipitación de Obi-Wan en acceder a la propuesta borokii la había dejado confundida y enfadada—. Da igual el lado del que nos pongamos, borokii o januul. Si demostramos parcialidad, perderemos a muchos de los alwari. Para que se produzca el acuerdo con la Unidad, tenemos que poder contar con todos los clanes alwari.
—Si me dejáis, os lo explicaré —murmuró Obi-Wan cuando por fin dejaron de increparle.
Doblaron una esquina y vieron la casa de los invitados, tan personal, tan cómoda y tan segura.
—Más te vale hacerlo, Obi-Wan —murmuró Luminara—, o ninguno de nosotros dormirá bien esta noche.
Aunque sentía que conocía a Obi-Wan mejor que sus compañeros, Anakin no tenía ni idea de lo que se le había pasado por la cabeza al acceder a la petición de los ancianos.
—¿Qué hay que explicar, Maestro Obi-Wan? O ayudamos a los borokii, cosa que tenemos que hacer si queremos su cooperación, o no. Sólo hay dos opciones.
Miró a su enardecido padawan y le sonrió con esa expresión suya, respondiendo suavemente.
—No. Hay otra opción.
* * *
El campamento januul estaba a unos cuantos días de marcha, y habrían tardado aún más si todos los borokii se hubieran puesto en camino, pero sólo los guerreros formaban la expedición. Cuando al fin ascendieron una colina desde la que se veía su objetivo, Luminara pudo apreciar que el campamento januul era muy parecido al borokii. Con sus rebaños y sus estructuras temporales que parecían ser del mismo tamaño.
Como contacto oficial entre el clan y los extranjeros, Bayaar cabalgaba junto a ellos.
—Los januul y los borokii llevan enfrentados desde tiempos inmemoriales —les dijo—. La posición de liderazgo de los alwari ha sido motivo de disputa desde hace cientos de años —miró a la Jedi desde la inferioridad de su sadain—. Como guerrero del situng borokii espero ansioso la victoria de hoy, pero personalmente siento que el Consejo os haya mezclado en estos asuntos.
—No tanto como nosotros —le respondió ella mientras indicaba a su suubatar que se inclinara. Desmontó y fue a unirse con sus compañeros en la línea del frente borokii.
Bajo ellos, los januul se habían reunido junto al riachuelo que bordeaba el oeste del campamento. A pesar de la intención de un ataque sorpresa por parte de los borokii, su columna había sido detectada por los jinetes januul días antes. Dispuestos en tres filas frente a la colina, los soldados del clan enemigo estaban preparados para enfrentarse a los borokii una vez más.
Más allá, en el campamento, el desorden manifiesto iba controlándose. Los puestos de venta se cerraban a cal y canto, los niños se ocultaban en casa y los grupos de reserva se posicionaban entre las numerosas construcciones. Y más lejos, en la pradera, el enorme rebaño de surepp pastaba bajo la vigilancia de adolescentes armados, demasiado jóvenes para participar directamente en la incipiente batalla.
Bayaar supo que en ese día morirían muchos, mientras contemplaba las filas enemigas, pero con la ayuda de los poderosos extranjeros, su clan saldría victorioso. Presintió que aquella batalla decidiría el liderazgo alwari por mucho tiempo.
Luminara estudió a los numerosos januul, e hizo un cálculo aproximado. Menos de mil, pero todos ellos bien armados y equipados con armaduras resistentes fabricadas a mano. Obi-Wan se mostraba de acuerdo con sus afirmaciones.
—No hay armamento pesado —se inclinó ligeramente hacia adelante para observar mejor las filas de guerreros—. Ni cañones láser ni armas de ese tipo.
Su amigo exclamó horrorizado.
—¡Ajá, no! Si los borokii o los januul emplearan esos letales dispositivos alienígenas, ganarían seguro, pero sufrirían el rechazo del resto de los clanes del planeta. Además, si lo hicieran unos, también lo harían los otros. ¿Y entonces qué quedaría de los orgullosos alwari?
—Cruzarían la barrera del autoexterminio —dijo Anakin.
Aunque jamás lo admitiría, se dio cuenta de que la exhibición de barbarismo, con los ansionianos armados cabalgando sadain igualmente adornados y unos cuantos suubatar magníficamente ataviados, le parecía un tanto decepcionante. Desde el punto de vista del mero entrenamiento, claro, se apresuró a decirse a sí mismo. La confrontación que iba a tener lugar podía ser muy importante para los ansionianos, pero para él era otro capítulo más en su entrenamiento.
Dejando a un lado, por supuesto, el asunto de que sus amigos y él podían morir.
—Así que éstos son los januul —señaló Luminara—. Son muy impresionantes.
—Al igual que los situng borokii, los hovsgol januul son un clan superior —admitió Bayaar—. Pero con vuestra ayuda, la polémica sobre el gobierno supremo de los alwari quedará finalmente zanjada.
—Eso espero —le dijo Obi-Wan tranquilamente—. Eso es lo que vamos a decidir hoy. Dando ejemplo tanto a los borokii como a los januul.
Era un comentario desafortunado, pensó Bayaar. Pero de todas formas, los alienígenas de ojos planos parecían hablar siempre con acertijos.
Kyakhta y Bulgan habían recibido órdenes de mantenerse al margen de la pelea y quedarse con los que no iban a combatir, y se debatían entre la agonía y la frustración. Habían prometido sus vidas a los extranjeros que les habían ayudado, y ahora les obligaban a quedarse quietos mientras veían cómo sus nuevos compañeros arriesgaban sus vidas en nombre de los alwari. Era casi insoportable. Tooqui, sin embargo, no tuvo nada que objetar cuando le dijeron que no participaría en la lucha.
—Son sólo cuatro —desde una elevación del terreno que daba al río y al campamento januul, Kyakhta se esforzaba por ver algo—. Por muy fuertes y hábiles que sean, no sé qué van a hacer en una batalla con tantos soldados.
—Yo tampoco —Bulgan se frotó el parche del ojo—. Pero sabes tan bien como yo que estos alienígenas son una caja de sorpresas.
—Tooqui sabe lo que va a pasar —los dos alwari miraron hacia abajo—. Los Jedi hacen algo estúpido, estúpido.
Se fue al extremo de la colina para no perder de vista a Barriss.
Kyakhta hizo un esfuerzo por no darle una patada al pequeño gwurran.
—Tienes suerte de que la Maestra Luminara me ordenara no golpearte. Deberías mostrar un poco de respeto. Pase lo que pase, estoy seguro de que no se dejarán matar. Su misión es demasiado importante para ellos.
Tooqui le miró.
—¿Quién dice que los matan? Tooqui no dice eso —el gwurran volvió a centrarse en el espectáculo que se desarrollaba más abajo—. Tooqui dice que hacen estúpido, estúpido. A lo mejor piensan hacer algo estúpido, estúpido para hacer por encima de cabezas estúpidas, estúpidas de alwari.
Los guías intercambiaron una mirada de confusión con el igualmente asombrado Bayaar. Luego se dieron cuenta de que era absurdo intentar comprender el sinsentido de las palabras de un gwurran, y se aproximaron al borde de la colina para seguir los acontecimientos.
Desde el frente, el salvaje espectáculo era aún más impresionante que desde arriba. Los januul se habían dispuesto en una triple línea de defensa frente a los borokii, y su actitud y su atuendo hablaban de su ferocidad. Llevaban pinturas de guerra en la cara, en los brazos y en las crestas. Las armaduras, hechas de cuero y materiales artificiales, estaban adornadas con festones individuales, familiares o del clan. Además de los tradicionales arcos y flechas, hondas y espadas, llevaban pistolas y rifles láser de importación. Sus expresiones eran las de un pueblo empeñado en vencer a su enemigo, sin importar el coste.
Los soldados borokii, en formación frente a sus rivales, ofrecían una visión no menos espectacular. Exhibiendo su actitud tanto como sus armas, los guerreros competían entre sí por su lugar, machos armados peleando por obtener una posición en primera línea. Los líderes del clan, a lomos de sadain, se adelantaron para aleccionar a sus tropas. El aire estaba lleno de expectación y del equivalente ansioniano a la adrenalina. Desde la cima de la colina, Kyakhta y Bulgan comprendieron con preocupación que el combate comenzaría en cualquier momento. Entre ellos se encontraba Tooqui, en silencio.
Los gritos y las imprecaciones entre ambos bandos cesaron de repente. Las cabezas se alzaron y las armas descendieron. El centro de la línea borokii se puso en marcha. Avanzando en fila de a uno, los dos Jedi y sus padawan marchaban hacia el centro del campo de batalla. Sobre la colina, Kyakhta, Bulgan y Tooqui contuvieron la respiración.
Unos cuantos borokii murmuraron con expectación. Aunque sólo unos pocos habían sido testigos de la hazaña con los surepp varias noches antes, casi todos sabían ya la historia. Y en cuanto a los januul, estaban demasiado sorprendidos con la sola presencia de los alienígenas como para hacer ningún comentario. Dada la precaria posición de aquellos extranjeros sin cresta y de ojos planos, sus intenciones quedaban claras a ojos de los januul. No había duda. Tenían que morir tan pronto como los malditos borokii.
A medio camino entre ambos bandos, Luminara y Barriss se giraron para contemplar a los numerosos borokii. Anakin miraba a los januul, y Obi-Wan tomó la palabra. Los borokii esperaban ansiosos a que el extranjero formulara el desafío. Pero el Jedi describió un semicírculo y se dirigió a ambos frentes.
—¡Escuchadme! Mi nombre es Obi-Wan Kenobi, Caballero de la Orden Jedi. A mi lado está la Jedi Luminara Unduli, y junto a ella su padawan Barriss Offee. Y también junto a mí se halla mi padawan Anakin Skywalker. Hemos venido a vuestro planeta a conseguir un acuerdo definitivo entre los alwari y la Unidad de Comunidades, para que el pueblo de Ansion permanezca en paz dentro de la República Galáctica, y con la seguridad de que sus leyes y normativas se apliquen de forma justa y a todos por igual —alzó un brazo abarcando el cielo en un gesto—. Ahí fuera, más allá de Ansion, hay potencias que ni siquiera podéis llegar a imaginar. Hay asuntos en juego vitales para todos los seres vivos de la galaxia. Y Ansion tiene un papel crucial en todo esto —siguió girando lentamente mientras hablaba, bajando el brazo—. Estamos aquí porque sabemos que allá donde vayan los borokii y los januul, les seguirán el resto de los clanes. Os pedimos que vuestros ancianos, los de ambos bandos, se sienten con nosotros a discutir esta propuesta. Hay en juego cuestiones mucho más cruciales que aquellas por las que queréis mataros hoy —los borokii comenzaron a agitarse. ¿Qué clase de desafío era ése?
—Tenéis que aprender a colaborar —continuó Obi-Wan—. Entre vosotros, y con los que viven en las ciudades. Si no lo hacéis —concluyó—, perderéis aquello por lo que lucháis contra los seres codiciosos que intentan manejaros, como el Gremio de Comerciantes, que apenas os ve como un peón en un juego mucho más importante.
Excepto por el confuso murmullo que emergía de los borokii, su discurso fue recibido con un profundo silencio. Entonces, un oficial januul se adelantó en su adornada montura. Le señaló con la espada ceremonial y gritó con rabia.
—¡No sabemos de qué hablas, alienígena!
Obi-Wan respondió con serenidad.
—Por supuesto que no. Eso es porque aún no nos habéis escuchado. Dadnos esa oportunidad.
Uno de los líderes borokii se adelantó.
—¿Qué clase de ayuda es ésta? Esto no tiene nada que ver con otros planetas, extranjero. ¡Cumple con la promesa que le hiciste a los ancianos!
—Ansion es parte de la República —replicó Luminara—. Y dentro de la República, todos los conflictos atañen al Senado. Y al Consejo Jedi.
El borokii hizo una mueca.
—¿Así que en lugar de ayudamos habéis decidido salvamos de nosotros mismos? De acuerdo, entonces. No necesitamos vuestra ayuda. Los borokii saben cuidarse solos.
Un grito desafiante surgió de la masa de guerreros que le seguía.
Recibió una respuesta idéntica por parte de los januul, cuyo oficial tenía algo más que decirles a los visitantes.
—¡Haceos a un lado, alienígenas! Vamos a arreglar esto como siempre lo hemos hecho, al modo tradicional. Vuestras intenciones no nos importan, ya es demasiado tarde para intervenir. Los borokii están aquí y estamos preparados para vencerles.
Alzó la espada, y dejando escapar un aullido agudo que un humano sería incapaz de reproducir, espoleó a su sadain.
Obi-Wan se concentró y alzó una mano para ayudarse en la orientación mental. Dirigió su palma extendida hacia el oficial, dando un golpe seco en el aire. Fue como si el sadain se diera de bruces contra un muro. A pesar de sus patas, cayó al suelo, más aturdido que herido. Su jinete voló por encima y aterrizó aparatosamente en el suelo. Debido al impacto, la espada se le escapó de la mano de tres dedos. Los soldados januul lanzaron un grito y comenzaron la carga, con las armas en ristre. Aullando y siseando, los desafiantes borokii respondieron al ataque.
Las flechas cruzaban el aire, las hondas zumbaban, y lo que es más peligroso, las pistolas láser entraron en acción. Cualquier cosa que se acercara a los Jedi, era rechazada por los sables láser, que se movían tan rápido como el rayo. Los proyectiles que les llegaban por el aire eran desviados mediante una profunda aplicación de la Fuerza.
Tres januul saltaron sobre Luminara. Tres estocadas de su sable láser desarmaron al primero, derritieron la hoja del segundo y rechazaron la porra que blandía el tercero. Estaba demasiado ocupada para fijarse en sus caras de asombro. Al verse desarmados, retrocedieron lentamente de la sacerdotisa de piel olivácea, de regreso a su frente. Y cada vez les acompañaban más de los suyos, mientras Luminara y sus compañeros neutralizaban metódicamente a un grupo tras otro de salvajes guerreros.
Dos furiosos borokii se aproximaron a Anakin disparando con sus pistolas láser, y éste se dirigió a ellos directamente, rechazando cada disparo con la hoja de su sable. En dos movimientos les quitó a ambos el arma de las manos. Habría sido muy sencillo repetir la jugada y cortarles las manos de un golpe limpio. Pero las instrucciones de Obi-Wan, mientras marchaban al campo de batalla, habían sido muy precisas.
—Nada de mutilar ni matar —le instruyó el Jedi—. Es imposible ganarte el corazón de un pueblo si le estás cortando las manos y la cabeza.
Pero tampoco era necesario utilizar al máximo la Fuerza, pensó. Por lo menos no contra aquellos dos valientes que habían cargado contra él. Al verse con las manos vacías, volvieron con el resto a la seguridad del frente borokii.
Tras otros diez minutos de ferocidad fútil, los borokii y los januul por fin se dieron cuenta de que la lucha había terminado. O que era absurdo continuarla. En toda su experiencia conjunta, en toda su historia compartida, jamás habían oído hablar de una guerra a tres bandos. Nunca habían visto algo así, y no sabían cómo enfrentarse a ello. Sobre todo teniendo en cuenta que ni dos bandos juntos eran rival para el tercero.
Pero tampoco eso era cierto del todo. Los alienígenas no habían atacado a nadie. Ellos eran los que habían empezado, al pensar que los extranjeros querían enseñar el arte de la guerra a los poderosos guerreros de los clanes superiores. Y dado que era eso precisamente lo que habían hecho, no tenían más remedio que retirarse para reflexionar sobre aquella situación sin precedentes. Por no mencionar que la mayor parte de sus mejores armas habían quedado destruidas. Y eran sólo cuatro intrusos sin cresta. ¡Sólo cuatro!
Y ambos bandos también eran conscientes de que los extranjeros no habían herido a ningún combatiente. Sólo habían destruido las armas. Pero, ¿qué garantías había de que si seguían con la lucha, el parte de bajas continuaría a cero? Los desarmados guerreros se miraban unos a otros gritándose su confusión. Si no habían podido acabar ni con uno de los alienígenas con las pistolas láser, era muy poco probable que lo lograran con armas convencionales, como la espada o la lanza.
Algunos de ellos comenzaron a sugerir sutilmente que quizá sena mejor escuchar lo que tenían que decirles los visitantes. Escucharles, dejar que los rebaños engordaran en ambos bandos, y esperar. Siempre habría posibilidad de continuar aquella ancestral disputa en otro momento.
Las filas de los januul se separaron para dejar paso a una figura de autoridad. Barriss, jadeante y con el sable láser en guardia, se dio cuenta de que era lo suficientemente adulto para ser un anciano. A su vez, otro individuo de cresta cenicienta pero que aún estaba en la madurez, se adelantó de entre la masa de borokii. Los dos ancianos se miraron desde los extremos del campo de batalla con el mismo desagrado que respeto. Cuando hablaron, lo hicieron para rendirse a la realidad.
Los visitantes expusieron sus razones de forma admirable para tratarse de un encuentro de urgencia con no uno, sino ambos Consejos de Ancianos. Los borokii invitaron a los cuatro alienígenas a volver a sus aposentos, pero la propuesta fue igualada enseguida por los januul, que no podían permitir que una reunión de tal magnitud tuviera lugar en suelo borokii. Ladeando sus monturas, los januul les rogaron que les siguieran a su campamento principal.
El resultado de ambos ruegos era contradictorio. Ambas partes amenazaban con continuar peleando sobre quién acogería el pacífico encuentro. Visiblemente molesta, Luminara decretó que la cumbre no se celebraría en ninguno de los dos campamentos, sino que se construiría un lugar nuevo, con materiales provistos por ambos bandos, exactamente en el sitio en el que se hallaban en ese momento. De esa forma, ninguno de los dos clanes podría reclamar un derecho especial sobre los procedimientos.
Los borokii accedieron a regañadientes. Los januul estuvieron de acuerdo de mala gana. Los cuatro alienígenas se alejaron del campo de batalla, conscientes de que cientos de ojos convexos se clavaban en ellos. Hicieron lo posible por aparentar que no había ocurrido nada especial, y que la impresión que habían dado era lo habitual en los representantes del Consejo Jedi.
Pero lo cierto es que estaban absolutamente exhaustos. No hay nada más agotador para un buen luchador que meterse en un combate en el que lo imprescindible es conservar la vida del enemigo.
Sobre todo cuando el oponente está dando lo mejor de sí para acabar con él.