CAPÍTULO 14

La mañana trajo consigo un cambio en el tiempo así como en la apariencia del entorno. Las planicies, limpias por la tempestad de la noche anterior, lucían la frescura como si fuera un impermeable de laca. El sol brillaba suavemente, y unos pequeños herbívoros alados iban de espiga en espiga piando. Hasta los imperturbables suubatar llevaban un trotecillo alegre en su séxtuple paso. Sin duda los jinetes estarían disfrutando más de la mañana si la noche anterior hubieran dormido en lugar de galopar.

Aun así, la sana brisa de la mañana era innegablemente tonificante. De pie sobre la silla, manteniendo un perfecto equilibrio sobre la montura que se balanceaba bajo él, Obi-Wan realizaba una serie de ejercicios de estiramiento. Los dos padawan observaban la demostración con admiración. Anakin sabía que si intentaba hacer algo parecido, acabaría en la hierba en cuestión de segundos. Lo que Obi-Wan estaba haciendo requería una perfecta coordinación, una confianza plena en sus habilidades y nervios de acero. Su Maestro era famoso por su conocimiento de los misterios neuromusculares complejos del cuerpo.

Luminara cabalgaba al lado del Jedi, y le miraba de vez en cuando. Podría haberle seguido en sus movimientos, pero prefería descansar. Centró su atención en la pradera. Tenía una o dos preguntas que hacerles a los guías. Espoleó suavemente a su suubatar y se alejó de Obi-Wan para unirse a los alwari.

Eso dejó a Obi-Wan solo para contemplar el paisaje que se desarrollaba lentamente frente a ellos. Aquel mundo nuevo, como todos, tenía muchas cosas dignas de estudio: geología y clima, así como la flora y la fauna visibles.

Mientras tanto, Anakin seguía observando a su mentor desde la distancia. Nunca era capaz de adivinar en lo que pensaba el Maestro. ¿Cuál era el destino de los Jedi? ¿Ser cada vez más solitarios, reservados y distantes? Miró a la joven que cabalgaba a su lado, y no pudo imaginar a alguien tan lleno de vida como Barriss transformándose en un ser melancólico. Y para ser sinceros, Luminara Unduli era mucho más animosa que Obi-Wan. ¿Entonces era sólo un destino reservado a los hombres, vivir una vida de eterna introspección solemne?

Eso no le iba a pasar a él, pensó. Independientemente de lo que trajera el futuro, decidió que no sentiría la vida de desolación que parecía afligir al Maestro Obi-Wan. Recordó el maravilloso espectáculo de cuenta-cuentos que había ofrecido a los yiwa. Quizá estaba siendo demasiado duro con Obi-Wan. Quizá no era culpa suya que no sintiera las mismas cosas que sentía él cuando se quedaba mirando el firmamento durante horas y llamaba en silencio a una estrella solitaria. Sus enseñanzas le habían educado para tener compasión ante las carencias de otros. Hasta un aprendiz podía sentir simpatía por un Maestro, pensó. Desde ese momento, intentaría tener eso en cuenta antes de discutir con Obi-Wan.

Si alguna vez olvido este voto, concluyó con firmeza, será porque ya no soy la persona que quiero ser.

—Anoche lo hiciste bien.

—¿Qué? —sonrió a su amable, aunque un tanto exasperante interlocutora, mientras emergía de la profundidad de sus pensamientos—. ¿Hacer bien qué?

Barriss se giró hacia él, mientras cabalgaba estilo amazona.

—Cuando escapábamos de los qulun, y sobre todo durante el desafortunado incidente al recuperar nuestras monturas. Vi lo que hiciste.

Él respondió sin interés.

—Hice lo que el Maestro Obi-Wan me dijo que hiciera. Hice lo que tenía que hacer.

—Es la segunda vez que te veo empuñar un sable láser. Eres muy fuerte —notó una punzada en el corte de la mano. Ese tipo de experiencias le enseñarían a no relajarse y bajar la guardia, se dijo firmemente, incluso si el oponente parecía inferior a simple vista.

—He practicado mucho —su suubatar alzó las patas delanteras, luego las medianas y finalmente las traseras para sortear una piedra—. Hay gente que dice que se puede definir a un Jedi por sus habilidades con el sable láser. Quiero que mi habilidad se respete. El respeto impide el combate.

Ella sonrió.

—Al verte, cualquiera diría que podrías pelear con el Maestro Yoda.

Él parpadeó.

—¿Con el Maestro Yoda? ¿Es una broma?

La sonrisa desapareció del rostro de la padawan.

—¿Y por qué iba a bromear con algo así? El Maestro Yoda es conocido por ser el mejor luchador de sable láser de la historia. No me dirás ahora que nunca te has adiestrado en combate con él.

—Pues claro que he tenido. Y estoy de acuerdo con que es un buen instructor… de técnica. Aunque tenga que subirse a una plataforma para que sus aprendices puedan verle. Su destreza es digna de ver, sobre todo teniendo en cuenta su falta de alcance —la sinceridad comenzó a perfilarse en su voz—. Pero todo eso es teoría, Barriss. Suposiciones. Aunque lo enseñe el Maestro Yoda. No es pelear de verdad.

Esta vez, en lugar de responder inmediatamente, Barriss se lo pensó un momento.

—¿Qué te hace pensar que el Maestro Yoda no ha utilizado nunca un sable láser en un combate real?

Él casi se echa a reír a carcajadas, pero se lo pensó dos veces. Obi-Wan y Luminara podían oír, y preguntarle por la causa de tanta hilaridad. Y la explicación de Anakin no le iba a gustar nada a su Maestro, que reverenciaba al Gran Maestro, como todos los demás. Seguro que le diría que algunas cosas no pueden ser objeto de risa.

Pero no por eso iba a ignorar la pregunta de su compañera.

—Venga ya, Barriss. ¿En serio te imaginas al Maestro Yoda en un duelo en serio fuera del adiestramento? ¿Te imaginas semejante conflicto? —las imágenes que se le venían a la cabeza eran cada una más graciosa que la anterior—. ¿A quién se podría enfrentar? ¿A alguien como Tooqui, quizá?

—El tamaño de un Jedi o la potencia de su sable láser no son lo importante, lo que cuenta es el tamaño de su corazón.

Anakin asintió.

—Vale, dame a mí tamaño y potencia y quédate con el corazón.

Su afirmación rayaba la blasfemia, pero sentía curiosidad por ver la reacción de la padawan.

Sin embargo, la respuesta de la chica fue mucho más calmada de lo esperado.

—Deberías avergonzarte de lo que has dicho, Anakin Skywalker. ¿Cómo te atreves a cuestionar la capacidad del Maestro Yoda?

—No cuestiono su capacidad —replicó Anakin de inmediato—. No lo hago porque he asistido a sus enseñanzas. No hay nadie más rápido ni más ágil con un sable láser… dentro del Templo. Yo lo único que digo es que las técnicas de adiestramiento empleadas no son las mismas que se utilizan en la batalla. Además el Maestro Yoda es… bueno, no es joven. Y en lo que se refiere a cuestionar, un buen Jedi ha de cuestionarlo todo. Aprender por uno mismo es lo mejor.

—Es bueno que pienses así —dijo ella—. De esa forma nunca tendrás que preocuparte por cometer un error.

—Todos cometemos errores —respondió él—. Eso es lo que se pretende evitar cuestionando las cosas —se palmeó el pecho suavemente—. Yo me cuestiono todo lo que se me plantea. Y ahora mismo hay muchos sistemas cuestionando la forma de gobernar de la República. Ansion es uno de ellos, y el resto le vigilan de cerca.

Ella le miró con curiosidad.

—¿Tú también lo haces, Anakin? ¿Tú también dudas del gobierno de la República?

—Si no lo hiciera, sería el único —señaló más allá de la cabeza de su montura—. Hasta el Maestro Obi-Wan tiene sus reservas. Sobre la corrupción, sobre la dirección que está tomando el gobierno, y sobre la que no está tomando porque cada vez está más empantanado en el fango burocrático… Claro que lo cuestiono. ¿Tú no?

Ella se erguió en la silla y sacudió la cabeza suavemente.

—No tengo tiempo que perder en conflictos políticos. Estoy demasiado ocupada con mi tarea como padawan, intentando ganarme mi paso a Jedi. Y la labor es suficiente para cualquiera. O al menos eso creo —le miró fijamente—. Qué suerte tienes de ocupar tus pensamientos con problemas del estado galáctico.

Y con otras cosas, quiso decirle él, pero no lo hizo. Aunque el hecho de compartir adversidades había provocado que sintiera una gran admiración por su compañera y por sus habilidades, aún no confiaba en ella plenamente. Sabía que cualquier cosa que le dijera se la contaría a su Maestra. Y Luminara se lo diría a Obi-Wan. Imposible confiar, pensó. Había cosas que era mejor guardárselas.

Cada vez que tenía una disputa dialéctica con alguien, Anakin se reafirmaba en la creencia de que era diferente. Distinto de Barriss, tanto como de Luminara o de Obi-Wan. Su madre siempre se lo había dicho. Deseó poder hablar con ella en ese momento, pedir su sabio consejo sobre diferentes cosas, sobre todo lo que amenazaba con consumirle. Y pensar, reflexionó mientras cabalgaba, que hubo un tiempo en el que la gente pensaba que una separación duradera era estar en lados opuestos del mismo planeta. Pero eso fue hace mucho tiempo, en una época tan antigua que era casi imposible imaginársela, cuando la gente contaba las distancias en unidades de medida y no de tiempo.

Se detuvieron a pasar la noche junto a uno de los innumerables arroyos que atravesaban las praderas. No parecía que los qulun de Baiuntu les estuvieran persiguiendo. O los estragos de la estampida nocturna de lorqual habían sido demasiado graves, o habían decidido no dar caza a los prisioneros que podían atacar sin ser vistos.

—Hay otra posibilidad —señaló Kyakhta cuando hablaron del tema—. Cuanto más nos acerquemos al clan superior, menos se arriesgará a interferir un clan inferior como los qulun.

—Lo que importa es que parece que estamos a salvo —Obi-Wan miraba el atardecer—. Pero hoy haremos guardia. Sólo para aseguramos.

Anakin se alegró cuando le llegó el turno de vigilancia. Era tarde, más de medianoche en el horario ansioniano, cuando Barriss vino a despertarle. Sólo tuvo que tocarle.

—Sin novedad en el frente —susurró ella para no despertar a los otros. Mientras él se levantaba y se ponía el manto, ella se introdujo con cansancio en el saco de dormir—. No se ve nada ahí fuera, pero no deja de haber ruidos. Este planeta está lleno de sonidos nocturnos furtivos que viven entre la hierba.

Anakin no estaba seguro, pero juraría que la chica se durmió incluso antes de cerrar los ojos.

La ubicación del puesto de vigía había sido cuidadosamente escogida por los guías alwari. Era el punto más elevado junto al campamento, aunque tampoco demasiado, apenas un montecillo sobre el suelo. Aun así, ofrecía una ventaja visual a tiro de piedra de la orilla del arroyo. Encontró un sitio firme y cómodo en el que colocarse, y se preparó a pasar su turno de tres horas.

La tarea de vigilancia le habría parecido a cualquiera insoportablemente aburrida. Pero a Anakin no. Creció en un hogar uniparental, sin hermanos, y estaba acostumbrado a estar solo. Desde muy pequeño, su única compañía habían sido las máquinas. Se preguntó con indolencia qué habría sido de aquel androide de protocolo que había creado a partir de viejos repuestos. Respecto a cierto comerciante alado y charlatán llamado Watto, no tenía ni idea de lo que estaría haciendo. Sacudió la cabeza para alejar ese recuerdo. Si alguien tenía derecho a ser un poco raro de vez en cuando, ése era Anakin Skywalker. ¿Habría alguien más que tuviera a un toydariano gordo y codicioso como lo más parecido a una figura paterna?

Excepto por la ausencia de paredes, no había mucha diferencia entre retirarse a la parte de atrás de una tienda de repuestos y estar de pie solo en una pradera extraña, bajo el cielo alienígena. Una de las dos lunas de Ansion estaba alta en el cielo y la otra comenzaba a subir, como un par de destellos curvos y plateados brillando contra un fondo de terciopelo negro. Estaban enmarcadas entre un montón de estrellas que brillaban como diamantes. Tantos planetas, tantas preguntas… y muchas de éstas centradas en el mundo en el que se encontraba él en aquel momento.

Algo crujió entre las altas espigas. Fijó los ojos en la dirección del sonido, pero no vio nada. Como Barriss le había dicho antes de irse a dormir, el planeta estaba lleno de pequeños sonidos nocturnos. Comunidades enteras de formas de vida inferiores vivían bajo las ondas de espigas sin dejarse ver jamás por la luz del día. El caos que provocaría una estampida de lorqual entre ellas era inimaginable.

O quizá tampoco era para tanto, se dijo a sí mismo. En los espacios abiertos, la naturaleza adaptaba las necesidades de los pequeños y de los grandes. La tribu de Tooqui era un buen ejemplo de ello. Que intrépido, el pequeño Tooqui. Molesto y preguntón, desde luego, pero tan valiente como, como orgulloso. Anakin admiraba en gran medida esta cualidad en los otros, ya que era lo único que le había ayudado a sobrevivir.

Pasó otra hora hasta que volvió a escuchar crujidos. Cada día tenían un par de encuentros con nuevas especies nativas, que se añadían a su catálogo de formas de vida ansionianas. Pero el registro de formas de vida nocturnas era, obviamente, más reducido. En vista de que no tenía otra cosa que hacer, decidió ir a averiguar lo que provocaba el ruidito en la hierba. Fuera lo que fuese, estaba convenientemente cerca.

Se dirigió a la izquierda y agachándose se adentró entre las altas espigas. El crujido volvió a oírse, esta vez más cerca. Un pequeño grupo de criaturas recolectando grano al amparo de la oscuridad nocturna, pensó él. Sería interesante ver cómo eran. Al menos uno de ellos parecía ser de tamaño considerable, casi tan grande como Tooqui.

Sorprendido en mitad del acecho, el shanh salió de su escondrijo. No rugió. Al igual que muchas otras de las criaturas de Ansion, siseaba. Pero el siseo de un shanh no era como el de un alwari inteligente, o el de las criaturas que poblaban las vastas planicies. Era un soplo de aire siniestro y profundo. La furia hecha sonido.

Unas garras delanteras y medias se abalanzaron sobre el pecho de Anakin, derribándolo al suelo. En un instante, los enormes colmillos del shanh harían presa del cuello del joven. No había tiempo para pensar, para decidir lo que hacer, para ponderar la mejor actuación.

Mientras los dientes del shanh descendían, Anakin rodó enérgicamente a la derecha. La mandíbula de dientes serrados del animal se clavó en el fango, en lugar de su cuello. El musculoso carnívoro se volvió furioso hacia su presa, con las seis patas tensas, el agujero de la nariz abierto de par en par, y los ojos rojos y convexos flotando como pequeñas y pálidas lunas contra la masa oscura de los brutales hombros de la bestia.

Echándose hacia atrás como un cangrejo, Anakin intentó orientar la Fuerza mientras cogía el sable láser. Lo sacó del cinturón y lo activó… y una garra se lo zafó de la mano de inmediato. El arma aterrizó cerca, justo sobre su interruptor, desactivándose. Eso era lo que ocurría, pensó, cuando se intentaba hacer dos cosas a la vez sin saber cómo. Un verdadero Jedi debía saberlo. Otra dolorosa deuda de todo lo que le quedaba por aprender.

Pero si no hacía algo rápido, sus días de aprendizaje tendrían un final prematuro.

Se puso en pie lentamente, desarmado. Siseando expectante, el shanh le miraba sin parpadear. Al contrario que el padawan, la bestia no estaba limitada por la necesidad de pensar. Con los músculos tensos bajo el pelo tupido y corto, saltó.

Despojado de su única arma material, Anakin recurrió a lo único que le quedaba. Se concentró como no lo había hecho nunca, y elevó una mano con los dedos estirados.

Su control sobre la Fuerza no era suficiente aún como para empujar al shanh, pero sí como para desviar su mortal trayectoria hacia un lado. El animal pasó de largo, pero le golpeó con las garras delanteras y medias. Anakin se apartó pero quedó herido en un hombro. No gritó.

La sangre caía a borbotones de la herida abierta, que era dolorosa y sucia, pero no profunda. Furioso y confundido, el shanh aterrizó sobre sus seis patas y giró para cargar de nuevo. Mientras lo hacía, Anakin se dirigió a por su sable láser. Sus dedos se cerraron alrededor del cilindro metálico mientras yacía bocabajo. Comenzó a volverse para enfrentarse al siseante adversario. El shanh era un macho grande: potente, rápido, y hambriento. Sabía que sólo le daría tiempo a asestar un golpe. Pero con el sable láser, eso sería suficiente.

Y cuando fue a darse la vuelta, algo aterrizó con fuerza en su muñeca derecha, presionándola contra el suelo. Casi ciego de dolor, miró hacia arriba y alcanzó a ver un segundo par de ojos rojos y brillantes. A un par de palmos de distancia de los suyos, los ojos se entrecerraron mientras se clavaban en los suyos. El corazón del padawan se paró por un segundo.

La hembra del shanh se había unido al espectáculo.

Un peso enorme se dejó caer sobre la espalda de Anakin. Todo estaba sucediendo muy deprisa. Utilizar la Fuerza contra un shanh era una cosa, pero ahora había dos. Si intentaba zafarse del macho que tenía sobre la espalda, la hembra le arrancaría la cara de un mordisco. En cambio, si la empujaba a ella para liberar la mano que asía el sable láser, el macho le desgarraría la espalda o engancharía sus mandíbulas alrededor de su cuello. Incluso mientras pensaba esto, se dio cuenta de que estaba malgastando el tiempo.

El macho emitió un siseo creciente, un sonido atormentado como no se había oído nunca. Al mismo tiempo, el padawan dejó de sentir su peso sobre la espalda. Se había librado del shanh por alguna razón que se le escapaba. Con un adversario menos, recurrió a la Fuerza. Gruñendo de sorpresa, la hembra salió despedida unos cuantos metros. Anakin activó el sable láser.

Antes de que pudiera hacer algo con él, la hembra, aún sorprendida, pero en guardia, volvió a atacar. Justo en mitad del salto, un arco de luz se cruzó con su cuello. Hubo un siseo de dolor, olor a carne quemada, y cayó de bruces sobre el joven, que se zafó del peso utilizando su fuerza.

El enorme macho shanh estaba ahí cerca, tumbado, y le salía humo de la cabeza. Junto a él había una forma que le era familiar. Aunque no era muy alta, a ojos del conmocionado Anakin, la figura adquirió proporciones gigantescas. La desproporcionada figura se desvaneció en una sonrisa dirigida a él.

—Los sonidos pequeños suelen esconder fuentes grandes —vestida únicamente con su túnica, Luminara Unduli desactivó el sable láser y lo dejó caer a un lado—. Un buen vigía tiene que escuchar con algo más que los oídos, Anakin Skywalker. La realidad tiene mil máscaras.

El jadeante Anakin se puso en pie e inclinó la cabeza.

—Gracias por darme la vida, Maestra Luminara.

Ella aceptó el agradecimiento con una inclinación idéntica casi imperceptible.

—Tu vida es tuya, Anakin, y yo no soy quién para darla o quitarla —el padawan creyó percibir un brillo en los ojos de la mujer—. Sólo te he ayudado a conservarla —se acercó y le echó un brazo al hombro del sorprendido Anakin. Pero la sensación fue increíblemente reconfortante. Le trajo recuerdos de algo casi olvidado—. Ven conmigo, yo haré el resto de tu guardia.

—Pero no os toca hasta dentro de una hora —protestó él.

Una vez más, ella le dedicó una sonrisa cálida.

—Por alguna extraña razón se me ha quitado el sueño de repente. No pasa nada, padawan. Considéralo como otra experiencia educativa. Algo de lo que aprender. ¿O no? —era una pregunta retórica, pero él reconoció su importancia—. Cuando uno escucha el sonido de un sable láser activándose en mitad de la noche en un lugar extraño, en un planeta desconocido, sabe que no se ha encendido por diversión. Creo que llegué justo a tiempo.

El joven se sentía mejor a cada paso, y asintió.

—Si alguien quiere saber algo sobre tácticas de ataque con un shanh al acecho, creo que podré contarle alguna cosa.

—Probablemente más de lo que quiera saber —ya estaban de vuelta en el campamento. Ella retiró el brazo de su hombro—. Duerme un rato, Anakin. No te preocupes por mí. Estoy acostumbrada a este tipo de cosas.

Hubiera sido un tanto arrogante protestar. Se fue a su lecho, y se tumbó sin meterse dentro. No muy lejos dormían Kyakhta y Bulgan. Otra figura se movió ligeramente, despierta pero sin levantarse. Luminara se aproximó a ella, susurrándole unas palabras a Obi-Wan, que escuchó atentamente, asintió una vez, y volvió a tumbarse. Anakin esperaba una reprimenda. Pero su Maestro se mostró lo bastante sabio, o comprensivo, como para no decir nada. Lo cierto es que tampoco había mucho que decir.

Pero eso no impidió que Barriss le mirara desde su saco. No dijo nada, sólo se lo quedó mirando. Él aguantó todo lo que pudo, que fue poco menos que un minuto.

—Venga, vale —susurró—. Habla, no te calles.

—¿Decir qué? —preguntó ella inocentemente. Su expresión y su tono eran bastante impertinentes.

—Ya sabes —él peleaba irritado con su saco—. Que he sido negligente en mi tarea. Que estaba soñando despierto en mitad de la noche. Que no estaba prestando atención a lo que hacía. Di lo que quieras.

—Sólo me estaba preguntando si estarías bien.

Él recordó su hombro. Su enfado consigo mismo había conseguido ocultar el dolor un momento, pero ahora volvía con toda su fuerza. Pero le alegraba la sensación, y se abrió a ella, dándole la bienvenida. Se lo merecía. Y se merecía también cualquier reproche que le dirigiera Barriss.

Pero ésa no parecía ser la intención de la chica.

—Me pregunto si al Maestro Yoda, que sólo sabe sobre la técnica del sable láser, le habrían pillado con la guardia baja como a ti.

Le sonrió y se dio la vuelta para seguir con su sueño interrumpido.

Un remordimiento se abrió paso en la mente de Anakin, pero no dejó que creciera. Estaba claro que la padawan estaba en lo cierto. Más que en lo cierto. Le había dado algo más en lo que pensar, algo más que tener en cuenta. Se tumbó boca arriba, acosado por el dolor del hombro, y miró a las estrellas con otra perspectiva, distinta a la que había tenido antes del ataque.

El control sobre la Fuerza era algo más que mover objetos de un lado a otro. Uno tenía que ser consciente de ella constantemente, y no sólo en momentos de peligro. No era una armadura que protegiera inconscientemente a los que sabían algo de ella. Respondía únicamente a un esfuerzo voluntario, a un estado de alerta. Ése era el problema. Él sólo estaba alerta a veces.

Pero juró que no volvería a pasar. Desde ese momento, estaría siempre con la Fuerza, en lugar de esperar y convocarla de vez en cuando. De nuevo, el destino le mostraba todo lo que le quedaba por aprender.

Pero él, afortunadamente, aprendía rápido.