Ahí está el asqueroso dyzat! ¡Cógelo!
Tooqui no sabía por que le perseguían los dos qulun, pero tampoco se quedó a averiguarlo. Ambos miembros del clan lucían armas extrañas, y aunque no sabía lo que podían hacer o no, decidió enseguida que no iba a esperar a ver qué pasaba.
Pero algo malo tenía que haber sucedido. Si el ama Barriss estuviera bien, jamás hubiera permitido que dos iracundos qulun le dieran caza de esa forma. La última vez que la había visto, estaba en compañía de sus interesantes amigos relajándose con el jefe qulun. Todos parecían llevarse bien, bien. ¿Qué había pasado para que eso cambiara?
Era cierto que los comerciantes eran qulun y no alwari. Pero seguían siendo un pueblo de las praderas y no de las colinas. Quizá no fueran mucho mejores que esos vagabundos babosos de los alwari, los muy odiosos cría-dorgum.
De estar en lo cierto, lo más probable es que el ama Barriss estuviera en peligro. Sus Maestros y ella podían ser muy poderosos, pero no eran dioses. No eran tan fuertes como Miywondl, el viento, o Kapchenaga, el trueno. Sólo eran personas. Mayores que los gwurran, quizá algo más listos, pero personas al fin y al cabo. Podían romperse y morirse. Y los qulun eran personas también, lo que significaba que conocían muchas formas de matar.
Pero si había habido asesinato, entonces tendría que haber oído algo. Por lo que había visto, el ama Barriss y sus compañeros no eran de los que se rendían sin pelear. ¿Les habían engañado? En las noches oscuras de los cañones se contaban muchas historias sobre los trucos con los que engañaban los comerciantes a sus inocentes visitantes.
Algo brillante y caliente le pasó por la cresta. Aceleró, corriendo lo más rápido que podía. Los qulun tenían las piernas más largas, pero estaban acostumbrados a cabalgar y vender, y si había algo que los gwurran supieran hacer, e hicieran bien, era correr. Muchas caras aparecían de las chozas para observarle y algunos incluso intentaron atraparle alertados por la conmoción, pero los esquivó a todos, como si estuviera jugando al blo-bi con sus comparientes. Pero esto no era un juego. El calor brillante pasó cerca de nuevo, pero esta vez no le alcanzó y se perdió en la oscuridad de la noche por encima de su cabeza.
Y entonces se encontró corriendo campo a través, con las piernas a pleno rendimiento mientras avanzaba por la pradera abierta. Las altas hierbas le frenaban un poco, pero también le ayudaban a ocultarse. Pensó que estaba a salvo, hasta que oyó los cascos de un sadain golpeando el suelo tras él.
—¡Por aquí! —gritó un qulun—. ¡He visto al dyzat por aquí!
Él quiso girarse para gritarles ¡no soy un dyzat!, pero era lo bastante listo como para saber que semejante aclaración podía costarle la vida. Buscaba en el suelo frenéticamente un sitio en el que ocultarse, pero allí no estaban sus colinas ni sus grietas ni sus salientes para esconderse. Las voces de los perseguidores qulun se oían cada vez más cerca, y en cualquier momento le darían alcance. Llevaban luces que despertaban el sueño de la noche. Más magia mecánica adquirida de los comerciantes de las ciudades. Se preguntó si viviría lo bastante como para posar la vista sobre uno de aquellos sitios mágicos y misteriosos, llenos de gente, que sólo unos pocos gwurran habían visitado alguna vez.
Y en aquel momento vio el agujero de los kholot. La entrada era lo bastante grande como para deslizarse dentro. Jadeando, se escurrió por la madriguera y se arrastró por el pasadizo descendiente. ¿Le buscarían los qulun bajo la tierra además de sobre ella? El túnel se amplió ligeramente, lo que le permitió arrastrarse un poco más rápido. Entonces se abrió en un espacio oval de unas tres veces su tamaño y supo que había llegado al final. Los gritos de la patrulla qulun resonaban silenciados bajo la tierra como si estuvieran más lejos de lo que realmente estaban. Hubiera sido el escondite perfecto de no ser por un pequeño detalle.
Ya estaba habitado por una familia de kholot.
Se quedó helado. Los kholot comían hierbas, granos y hojas y no gwurran. O por lo menos, eso esperaba. Tenían la cara aplastada y estaban cubiertos de pelo verde oliva. Los dos adultos le miraban con hostilidad. Afortunadamente no tenían cachorros, ya que de ser así, no habría llegado tan lejos. Eran prácticamente de su tamaño, pero por desgracia, tenían los dientes mucho más grandes, con unos incisivos anchos y potentes para cortar la tierra. Si aquellos animales de morro chato lo deseaban podían también cortarle la cara.
Dejó de respirar mientras se acercaban gruñendo, e intentó no temblar mucho mientras le olisqueaban por todas partes. Cerró los ojos e intentó imaginarse que era un pedazo de excremento de dorgum que se había caído accidentalmente en la madriguera. Los sonidos de los cascos de los sadain y sus jinetes qulun le seguían llegando desde arriba. No sabía cuánto tiempo iba a aguantar quieto.
Con un último olisqueo despreciativo, que en otro momento el aterrorizado Tooqui se habría tomado como un insulto, los dos kholot le empujaron a un lado y se dirigieron hacia la salida del túnel. Esa reacción era más que extraña. ¿Acaso olía tan mal como para obligarles a abandonar su madriguera? Entonces se acordó de la casa de los invitados en el clan qulun, y de los extraños aromas y esencias. Era obvio que se le habían quedado impregnados en el pelo lo suficiente como para echar a los kholot, y además evitar que le mordieran. Si huele mal, peor sabrá, parecían haber decidido los dos animalillos.
Hubo un grito seguido de un sonido agudo y un aullido de dolor de uno de los kholot. Uno de los qulun les había confundido al salir de la madriguera con el objeto de la persecución, pero en cuanto se dieron cuenta del error, el otro qulun se carcajeó del alegre gatillo de su camarada. Tooqui se acercó a la entrada del túnel y pegó la cabeza para oír mejor.
—Ya basta. Es tarde, y estoy cansado. Me da igual lo que diga Baiuntu.
—Lo mismo digo —declaró el otro qulun firmemente, controlando a su sadain—. Le decimos que lo hemos cogido y lo hemos matado, y se acabó.
—Aquí solo, sin comida ni bebida no tiene mucho que hacer. La pradera acabará con él.
Esta confiada conversación tuvo lugar entre el sonido de los cascos de sus monturas alejándose lentamente. Aun así, Tooqui se quedó en la madriguera hasta que tuvo la seguridad de que podía salir sin peligro.
Cuando lo hizo, sucio y cansado, pero vivo, no había ni rastro de sus perseguidores. Encontró una roca en la que se encaramó para ver por encima de las altas espigas. Los qulun estaban levantando el campamento en mitad de la noche. Debían de estar muy ansiosos por algo para hacer eso, porque por lo que Tooqui sabía, jamás se había visto a los nómadas levantando el campamento en plena noche.
¿Estaría viva el ama Barriss? ¿Y sus amigos? Y si no lo estaban, ¿a él qué más le daba? Estaba solo y no tenía ni comida ni bebida ni armas, y además se hallaba a varios días de distancia de la comunidad de gwurran más cercana. Estremeciéndose de frío, echó un vistazo a su alrededor. Las llanuras abiertas no eran sitio para un gwurran inquieto. Todos los sonidos le sobresaltaban, y cada movimiento le asustaba. ¿Y si había shanh cerca merodeando la caravana de comerciantes? Si captaban su olor, duraría menos que un birru de alas de cuerda en un vendaval.
Y aunque quisiera ayudar no podía hacer nada. Lo mejor era que comenzara a dirigirse a casa de inmediato. Con un poco de suerte encontraría agua y algo de comer, y si nada se lo comía a él, podría llegar a la región de los gwurran en unos días. Tendría una historia increíble que contar. Los más jóvenes le mirarían con admiración, y los más mayores tendrían que reconocer, aunque fuera a regañadientes, sus importantes logros.
Y sería grande, grande entre los suyos el resto de su vida.
Pero, pero estaba el tema del ama Barriss, que en lugar de dispararle como ladrón se había hecho su amiga, y había intercedido por él cuando expresó su deseo de ir con ellos y abandonar las tierras gwurran. ¿Y no era eso lo que estaba haciendo? Evidentemente, cuando hizo la petición no se le ocurrió nada como aquello. Nadie, ni siquiera la humana Barriss podía culparle por irse a casa tan rápido como le llevaran sus pies de dedos largos.
Tengo que saber, decidió al fin. Por lo menos tenía que saber. Si el ama Barriss y el resto había muerto, podía irse a casa con la conciencia tranquila. Si, por el contrario, seguían vivos…
Si seguían vivos, tuvo la ligera sospecha de que su vida se iba a complicar aún más. Pero eso a él debería gustarle. ¿Acaso no les había dicho eso a los humanos? Que era el más valiente, el más fiero, el más listo y el más, más de todos los gwurran. Se preguntó si alguno se lo había creído. Seguro que los dos descastados guarros feos alwari, Kyakhta y Bulgan, no. ¡Imagínate qué cara pondrían, si seguían vivos, se dijo Tooqui, cuando Tooqui, el mismo Tooqui del que se habían burlado y al que habían humillado, apareciera a rescatar sus patéticos traseros rabicortos! La imagen le llenó, si bien no de coraje, por lo menos de inquietud.
¡Tooqui les iba a enseñar! Se lo iba a enseñar a todos. Por fin decidido, se preparó para seguir al itinerante clan qulun. Les acecharía en la sombra, esperando a ver lo que hubiera que ver, esperando a saber lo que hubiera que saber. Era justo como él había dicho. ¡Era el más intrépido, el más inteligente y el que más recursos tenía de todos los gwurran!
Solo y desarmado contra un clan entero de qulun, y con una sensación debilitadora de vulnerabilidad como compañera, se dio cuenta de que tendría que ser aún más que eso.
* * *
Luminara pudo darse cuenta de que su cabeza seguía pegada a los hombros, pero eso era lo único bueno de lo que pudo estar segura cuando recuperó la consciencia. Tenía los brazos fuertemente atados a la espalda, y también sus piernas estaban aseguradas a la altura de los muslos, las rodillas y los tobillos. Apenas podía detectar la luz del sol a través de la tela suave y permeable que le cubría la cabeza. Podía respirar, pero a través de la nariz, porque la boca se la habían amordazado sabiamente para que no pudiera emitir sonido más elocuente que algún gruñido.
Aun así, un gruñido podía ser suficiente para provocar gruñidos de respuesta por parte de sus compañeros. Reconoció a Obi-Wan y a Barriss, pero no estaba segura de reconocer a Anakin, ya que aquellos sonidos agudos debían de proceder de Kyakhta y Bulgan. Tras evaluar los distintos tonos, pudo por fin convencerse de que Anakin también se encontraba entre los prisioneros.
Una voz que no se veía amortiguada por mordaza alguna silenció los gruñidos colectivos.
—Buenos días, mis honorables invitados. Tengo que daros las gracias por lo que va a ser una noche realmente rentable. Para mí, no para vosotros —dijo Baiuntu en tono alegre—. El clan de los borokii que buscáis se encuentra a unos cuantos días al norte de aquí, pero no llegaréis a reuniros con ellos. En lugar de eso, vamos a iniciar un viaje de placer a la ciudad de Dashbalar, en la que mi clan suele hacer buenos negocios —Luminara podía oír pavoneándose de arriba a abajo frente a ellos, desfilando pomposamente ante unos prisioneros que no podían verle—. Seguro que os estáis preguntando lo que os va a pasar. Mejor que os vayáis relajando. ¡Ajá!, no se me ocurriría haceros ningún daño. Si lo hiciera violaría todas las normas qulun de hospitalidad —Luminara pudo percibir una mueca de sonrisa—. Las noticias vuelan en las praderas. Se cuenta que habrá una gran recompensa para el que retrase el regreso a Cuipernam de ciertos visitantes extranjeros al menos dos partes de un ciclo de cría. Dichos visitantes fueron descritos con detalle. Así que podéis imaginaros la grata sorpresa que supuso para mí veros aparecer preguntándonos por los borokii. Para mí fue un gran placer que aceptarais mi hospitalidad. Ahora podréis disfrutarla en toda su intensidad —la Jedi sintió que se aproximaba. Su olor corporal se hizo más presente, y su tono se ensombreció—. Me han dicho que no os haga ningún daño, solamente tengo que retrasar vuestro regreso a la ciudad. Pero os advierto una cosa: no me enfadéis intentando hacer algo que pudiera perjudicar mis beneficios. Mientras viajemos estaréis bien. Pero varios de mis mejores hombres os vigilarán constantemente. En cuanto perciban la primera señal de truquitos Jedi, el culpable recibirá un tiro. Sí, nosotros, los ignorantes de las praderas, sabemos lo que es la Fuerza. No me hagáis hacer algo que lamentemos todos —Luminara percibió aquella mueca de sonrisa de nuevo—. Eso le haría mucho daño a nuestra reputación como comerciantes.
Muy cerca, pudo oír a Anakin gruñendo incomprensiblemente a través de la mordaza y el pañuelo.
—Bueno, bueno —protestó Baiuntu—. No entiendo nada de lo que dices, pero creo que esencialmente está bastante claro. Soy un experto en esencias, como ya os habréis percatado. Cuando sea el momento de daros de beber y de comer, lo haremos de uno en uno. Creedme, respeto las habilidades de los Jedi tanto como cualquiera. Ni mi gente ni yo os vamos a dar la más mínima oportunidad. Y con ese fin, he hecho destruir irreparablemente los intercomunicadores que llevabais con vosotros. Así que aunque pudierais liberaros, no podríais llamar para pedir la ayuda de la gente de la ciudad —la Jedi escuchó sus pasos alejándose para salir de la habitación—. Muy pronto esta casa de invitados, la última que queda en pie en el campamento, será desmontada y preparada para su transporte. A vosotros os hemos reservado otro medio de transporte. Siento mucho que no podáis disfrutar del paisaje, pero por lo menos podréis olerlo. Disfrutad de la fresca brisa de la pradera, mis valiosos invitados. Y, por favor, no montéis ningún numerito de escape. Me lo tomaría personalmente.
En cuanto uno de nosotros consiga soltarse, sí que te vas a tomar algo personalmente, pensó Luminara furiosa. Intentó mantener la calma, y dejarse guiar por su entrenamiento. Todos los Jedi saben que la ira entorpece el razonamiento, y que la venganza es un arcaico gasto de energía.
Había alguien que no quería que regresaran a Cuipernam demasiado pronto. ¿Cuánto tiempo eran dos partes de un ciclo de cría? ¿Cuál sería la razón para mantenerles cautivos y después dejarles ir? Sus ojos se abrieron de sorpresa tras la tela.
¡El Consejo de la Unidad! Obi-Wan y ella les habían prometido un trato con los alwari. Si no regresaban al cabo de un periodo de tiempo razonable, los secesionistas se harían fuertes en su posición en el Consejo. ¿Votarían a favor de la secesión sin esperar a recibir el informe de los Jedi? Como todos los políticos, los representantes del Consejo tenían votantes ante los que responder. No iban a esperar siempre. Quizá ni siquiera esperaran dos partes de un ciclo de cría.
O por lo menos había alguien que lo creía así. ¿Quién era el que iba a salir más beneficiado de que los Jedi no realizaran su misión? ¿Quién, además de los secesionistas? ¿Quién estaba detrás del ataque a Barriss y a ella y del posterior secuestro de la padawan?
Aunque su olfato no era tan agudo como el de un suubatar, pudo percibir la lejana presencia de un hutt.
Cuando volvieran a Cuipernam tendrían que tener algo más que palabras con el tal Soergg, pensó. Algo más que palabras. Pero lo que más interesaba a Luminara, y lo que seguro interesaría al Consejo Jedi, era la mucho más preocupante cuestión de quién estaba detrás del hutt. Sin embargo, antes de que se enfrentaran a Soergg, tendrían que liberarse de la fácil captura de los avariciosos qulun. Y rápido.
* * *
Tooqui observó desde las altas hierbas cómo los qulun levantaban el campamento. Las casas y las tiendas-establecimiento se doblaron cuidadosamente sobre sí mismas, las cosas se guardaron, y todas las mercancías que portaba el clan nómada fueron empaquetadas. Cerrando la procesión iban algunos sadain sueltos y, lo que era más importante, los suubatar de sus amigos. Cuando la caravana comenzó a moverse, él se movió con ella, siguiéndola en la distancia. Poco a poco su audacia fue creciendo y cada vez se acercaba más al convoy. Cuanto más se aproximaba, mejor podía distinguir detalles mientras se mantenía oculto.
Reconoció a algunos de los miembros del clan. Primero al rotundo Baiuntu. El jefe cabalgaba a la cabeza de la procesión, aposentado sobre una plataforma decorada con estandartes de colores que chasqueaban en la eterna brisa, junto con órganos de viento hechos a mano, penachos qulun, y atractivos reclamos de las mercancías con las que comerciaba el clan. Tooqui estaba tan ocupado controlando los movimientos del clan y mantenerse oculto al mismo tiempo, que casi olvidaba por qué estaba arriesgando la vida.
Pero dio un salto de alegría cuando, aquella tarde, sus amigos fueron sacados de un transporte tirado por ocho sadain. De uno en uno, les sentaban en un banco para que les diera el sol y el aire, y tras un modesto intervalo les volvían a internar en la oscuridad del carro. Temblando de emoción, observó y contó pacientemente. Estaban todos: los cuatro Jedi así como los dos maliciosos alwari. Por lo que podía ver desde su escondite en la hierba, ninguno parecía herido. Estaban encapuchados, amordazados y atados tan concienzudamente como para controlar hasta a un Jedi. El culogordo de Baiuntu podía ser un mientementiroso y una sabandija, pero sabía lo que hacía.
¿Pero cómo, en nombre de los dioses de la lluvia, iba a liberarlos? Se preguntaba Tooqui. Primero tendría que colarse en el campamento, y luego deshacerse de los guardias de alguna forma. Guardias qulun, más grades y fuertes que él. No tenía nada parecido a un arma, si exceptuaba las piedras. Aun suponiendo que pudiera manejar el carro sin que le vieran y que pudiera librarse de los centinelas, aún necesitaría tiempo para liberar a sus cuatro amigos, y quizás, quizás a los dos alwari también. Y después tendrían que recuperar los objetos personales de todos, recoger a los suubatar y cabalgar hacia las praderas abiertas sanos y salvos. Ni diez Tooquis podrían hacer algo semejante, y sólo había uno.
Pero desear cosas no le haría ningún bien, pensó. Los gwurran eran una tribu fuerte. No habían sobrevivido en un entorno difícil y de fauna agresiva sólo deseando cosas con mucha avidez. Cuando no había recursos, encontraban sustitutivos aceptables, o se las arreglaban para crearlos ellos.
Eso era, pensó. Tenía que planear algo. La razón y la lógica podían llevar a un fracaso inevitable en aquella situación, pero Tooqui podía compensar el pequeño tamaño con su ego desproporcionado. Otra cosa no, pero su amor propio no le fallaría nunca. Y ahora había que hacerles comprender eso a los qulun.
Cada paso, cada balanceo de los tenaces e incansables sadain le llevaba todavía más lejos de su hogar, de la seguridad de las colinas de siempre y el calor de la tribu gwurran. Intentó no pensar en lo lejos que estaba de todo lo que conocía. El agua no era un problema, ya que la lluvia quedaba almacenada en pequeños charcos en la pradera. Pero se pasaba mucho tiempo buscando comida, y luego tenía que volver corriendo para mantener el paso incesante de la caravana. Y pasaron los días, uno y otro, y otro más. Cansado, sucio y triste, se las arreglaba para no perder a la procesión.
Y así llegó otra noche sin tener más posibilidades de salvar a sus amigos como cuando estaba escondido en el agujero kholot. La oscuridad caía lentamente, y él, cansado y hambriento, buscaba refugio de los depredadores acechantes. Se alejaba más y más del campamento. Lamentó no poder aprovechar la luz artificial del asentamiento, aun teniendo en cuenta que sólo podía acercarse a una cierta distancia. Pero la seguridad era más importante que un poco de luz en la oscuridad. Si no era una madriguera o un árbol, tendría que encontrar unas rocas, o algo parecido, en las que poder cobijarse para poder descansar.
Pero lo que encontró en su lugar fue el sonido de un temblor y un estruendo distantes. «¡Oh, dioses!», murmuró. Como si la situación no estuviera demasiado mal, ahora para colmo se preparaba una tormenta. Y además bastante fuerte, a juzgar por el olor. El viento le golpeaba por todas partes, como si no supiera muy bien hacia dónde ir, y el sabor de la humedad inminente comenzaba a espesarse en el aire de la noche.
Kapchenaga retumbó en el Norte, anunciando su avance con temblores continuos en la tierra que anunciaban su Luz-Que-Quema.
A su espalda, el campamento se estaría preparando para la llegada de la tormenta. Sellarían las junturas de las viviendas, pondrían a salvo al ganado, cerrarían las ventanas y guardarían los penachos y reclamos. Los qulun y sus prisioneros esperarían a que comenzara en la seguridad de sus cómodos refugios, con comida caliente y estufas importadas. Y mientras, él, Tooqui, tendría suerte si encontraba una madriguera seca que no estuviera ocupada ya por alguna hostil criatura.
El abrigo de una roca sería mejor, pensó mientras seguía buscando. No tan acogedor como una madriguera, pero era más probable que no lo hubieran reclamado ya para pasar la noche. Él tenía su cobertura de pelo para mantener la temperatura, no como los humanos o los alwari. Y al menos la lluvia ocultaría su olor a los carnívoros itinerantes.
Y frente a él en la oscuridad aparecieron unas pequeñas colinas. Y justo a tiempo, por lo que indicaba el viento creciente. Las nubes comenzaban a eclipsar rápidamente las estrellas y la primera luna ascendiente de Ansion. El trueno resonaba con intervalos cada vez menores, y las primeras gotas de lluvia comenzaron a golpear el suelo. Entre los goterones, se dirigió a un hueco que había entre dos de las elevaciones. Un rayo de Kapchenaga iluminó por un segundo el cielo. Tooqui se quedó de piedra. No se estaba acercando a unas colinas. Y no lo sabía sólo por lo que había visto en aquel segundo de luz, sino porque una de las colinas a las que se aproximaba había girado la cabeza y le había mirado.
Lorqual.
Estaba tan asustado que no sabía si hacerse un ovillo en el suelo, darse la vuelta y correr o simplemente caer inconsciente. Como consecuencia, no hizo nada. Se quedó mirando mientras la lluvia empezó a caer pesadamente. El sonido de las gotas contra el suelo era bastante tranquilizador, pero no eliminaba la amenaza de las mugientes montañas que se alzaban masivas ante él.
Y pensar que casi se pasea tranquilamente entre ellos.
Los lorqual eran, por lo que sabía el gwurran, los mayores habitantes del planeta. Tenían tres pares de patas como los suubatar, aunque eran algo más altos que ellos y eran mucho más grandes. Un macho adulto podría pesar tanto como cuatro suubatar. Su pelo extraño y rígido era de color marrón y beige, y les salía de los costados dándoles una apariencia algo amenazadora. Seis huesos protuberantes les sobresalían del gigantesco cráneo. En la época del cortejo, el sonido de los lorqual adultos, chocando sus enormes cornamentas, se podía oír por toda la pradera. Cada pata acababa en una pezuña dura, tres miraban hacia adelante y tres hacia atrás, un diseño perfecto para soportar el enorme peso del animal.
En contraste con su gran tamaño, sus ojos eran pequeños, uno a cada lado del cráneo. Pero el masivo agujero de la nariz era lo suficientemente grande como para que un gwurran se escondiera en él. Tenían el morro corto y flexible, y el enorme agujero les permitía sondear el aire en busca de cualquier peligro.
Tampoco es que los lorqual se vieran muy amenazados, pensó Tooqui. Incluso los cachorros de dos semanas eran demasiado grandes como para ser atacados por una manada de shanh. Normalmente no les gustaba que merodearan extraños, pero a él ni le miraron. Se pegaban los unos a los otros demasiado preocupados por la que iba a caer. Por otra parte, la lluvia le serviría para que su olor les pasara más desapercibido.
Los rayos caían ahora con más frecuencia, por lo que podía ver mejor a la manada. Parecía ser numerosa, aunque era imposible verla entera. Ni siquiera podía ver completamente a un solo lorqual, mucho menos a una docena o más. Quizá los que veía formaban toda la manada, o quizá había más tras ellos, con sus cabezas huesudas pegadas a los flancos de los otros.
Entonces tuvo la idea. Podría matarle o convertirle en un héroe. Pero después de pasarse tres días arrastrándose por la hierba, sobre las rocas y por fangosos agujeros, era la primera idea que se le ocurría. Era un poco duro pensar que probablemente también fuera la última, y quizá ni siquiera saliera bien.
Se agachó y comenzó a tejer una cesta gwurran con las hierbas más secas que pudo encontrar. Era algo que les enseñaban desde pequeños a todos los miembros de la tribu, así que no tuvo dificultades para hacerlo en la oscuridad, y sus ágiles dedos manipulaban las espigas con la pericia de la práctica. Avanzando lentamente y con cuidado bajo la lluvia para no molestar a los sensibles lorqual, se puso a buscar otra cosa. Y a pesar de la cortina de agua, no le costó encontrarlo: reunió todas las piedras que pudo en la cesta, piedras redondas no demasiado grandes para su mano.
La parte fácil de la idea había salido bien. Ahora tocaba proceder a la más difícil… y peligrosa.
Siguió deslizándose despacio, secándose el agua de los ojos saltones, intentando encontrar un lorqual que pareciera un poco más adormilado que el resto. Pero con la lluvia y la oscuridad era imposible. Y hubiera sido igual de difícil a plena luz del día, pensó. Apenas había diferencia entre la apariencia y la actitud de los lorqual. Y si seguía dudando era probable que acabara por abandonar la idea. ¿Y entonces qué?
Optó por el animal que más cerca tenía, ya que era tan buen candidato como el resto, y se acercó tanto como pudo. Se colgó la cesta al hombro, se agarró al pelo mojado del lorqual y se alzó del suelo. Al ver que la criatura no reaccionaba, comenzó a escalar. Cuanto más subiera, menos posibilidades tendría de acabar pisoteado bajo los cascos del monstruo.
Y finalmente llegó arriba, manteniendo el equilibrio entre los hombros medianos del animal. Con pasitos ligeros, se dirigió hacia adelante entre los erizados pelos que se parecían bastante a la hierba de la pradera, hasta que llegó a lo que parecía una montura natural entre el primer par de patas y el segundo. La criatura seguía sin reaccionar a su presencia. Empapado y congelado, Tooqui se dio cuenta del gran logro que había conseguido de momento. No perdió el tiempo felicitándose a sí mismo. Lo que había hecho no era nada en comparación con lo que le quedaba por hacer.
Se erguió en el cuello del lorqual y, asegurando su posición, cogió una de las piedras de la cesta y se preparó. No tuvo que esperar mucho. La Luz-Que-Quema brilló dos veces bajo las rápidas nubes. La manada se agitó incómoda, más nerviosa ahora por la intensidad de la tormenta. El trueno retumbó. Cuando lo hizo, Tooqui fijó su objetivo y tiró la primera piedra.
Dio en el blanco deseado justo a la altura del ojo izquierdo. El lorqual próximo al de Tooqui gimió como una luna lamentándose, y se encaramó sobre los dos pares de patas traseras, encabritándose en el aire. Los animales que se hallaban cerca dejaron escapar sonidos nerviosos. Una segunda piedra cortó el aire y le dio a un segundo miembro de la manada, que también se encabritó. Una tercera piedra le dio al lorqual más grande justo en el ojo.
La manada comenzó a moverse de un lado a otro, sin saber qué hacer o cómo reaccionar. Los animales que rodeaban al de Tooqui comenzaron a asustarse en oleadas que llegaban a los más alejados. No dejó de lanzar piedras, agitando a los animales que se hallaban a tiro. El rugido comenzó a crecer, dejándose oír incluso por encima del trueno ensordecedor y de la lluvia.
Los lorqual se lanzaban unos contra otros, confundidos e inseguros. Entonces Kapchenaga le echó una mano a Tooqui en forma de varios rayos de la Luz-Que-Quema. Con el restallido del último, la manada abandonó cualquier asomo de comedimiento. Empezaron a moverse, primero lentamente, pero cogiendo velocidad. Con la lluvia dándole de lleno en los ojos, Tooqui hizo todo lo que pudo para orientarlos en la dirección adecuada con ayuda de las piedras. Cuando tiró la última, se agarró fuertemente con ambas manos al pelo del cuello de su montura, sabiendo que de ello dependía su vida. La suya y la de sus amigos. Tampoco tenía elección. Si hubiera intentado bajarse de su gigantesca montura le habrían aplastado como a un insecto. Bajo él, la tierra temblaba bajo el impacto de los lorqual al galope.
El campamento qulun se hallaba ya en silencio, y la oscuridad era interrumpida por los faroles colocados para poder ver las estructuras de noche. El trueno resonaba sin cesar.
Un vigilante hizo resonar la señal de alarma con su cuerno. Las alarmas se multiplicaron por todo el campamento como un eco. Todos se despertaron, algunos más rápidamente que otros. En el carro de los prisioneros, Luminara intentó hacer una pregunta a través de su mordaza, pero no pudo hacerse entender. Percibía movimiento a su alrededor mientras sus igualmente amordazados compañeros intentaban sentarse. Pero no había duda en cuanto a la perturbación de la realidad. La turbulencia no se hallaba en la Fuerza. Provenía del suelo.
Baiuntu lanzaba órdenes a diestro y siniestro, mientras se subía los pantalones. A su alrededor el campamento sucumbía al caos más desorganizado. No había tiempo para enjaezar a los sadain a los carros, casi ni siquiera lo había para despertar a todo el mundo. Bajo su dirección, los jinetes se reunieron. Había una posibilidad de salvar todo por lo que el clan había trabajado. Esgrimiendo sus armas, cargaron en dirección a la tormenta para intentar disolver la estampida.
Los gritos de los sadain, los jinetes y los lorqual se elevaban por encima de la tormenta creando una cacofonía agonizante que no se había oído jamás en aquella región de las praderas. Un disparo, ni siquiera el de un arma moderna, no era ni mucho menos bastante para derribar a un lorqual asustado. Pero muchos disparos podían causar daño, y más disparos podrían obligar a una de las bestias a variar la trayectoria. Los qulun avanzaban y retrocedían ante la manada, disparando selectivamente y haciendo todo el ruido que podían, y los animales redujeron la velocidad. Sin romper el paso, algunas de las bestias cambiaron de rumbo al ver a los jinetes acercándose, y torcieron un poco hacia el Oeste. Otras se separaron de la manada y se fueron hacia el Este. Separada por la mitad, la manada comenzó a dividirse en dirección a ambos lados del campamento.
Pero una parte de ella, tan encabritada que apenas podía sentir los disparos que recibía por parte de los jinetes, continuó yendo ciegamente hacia adelante. Dos fueron derribados a merced de las costosas armas láser importadas por los qulun. Pero otros dos salieron ilesos y se encontraron de repente en mitad del campamento.
Los cascos gigantescos aplastaban objetos y construcciones, derribando los ligeros tabiques prefabricados, y haciendo que los que se ocultaban tras ellos huyeran gritando bajo la lluviosa noche. Las gigantescas cornamentas se balanceaban de un lado a otro, lanzando por el aire a los qulun y sus animales. Enloquecidos por el miedo, guiados por el rayo y sangrando por los disparos, los lorqual se abrían paso a través del destrozado y caótico campamento.
Ya no había guardias custodiando el carro de los prisioneros. Se habían unido al resto del clan en el salvamento de sus amigos y familiares, desesperados por proteger a las personas y a los animales. Tooqui se dejó caer frente al carro y se metió dentro. En el interior encontró a sus amigos, luchando por incorporarse y liberarse. Parecían estar sanos y salvos. Eso era de esperar. Un qulun que se precie jamás haría daño a su mercancía.
Buscó algo más adecuado que sus deditos para desatar a sus compañeros, y encontró los equipos en un rincón, almacenados y etiquetados con pulcritud en un baúl. Primero cogió un sable láser, pero se lo pensó mejor y se decidió por un pequeño y útil puñal alwari que pertenecía a Bulgan. Él sí sabía utilizar un cuchillo. Comenzó a desatar a Barriss. Cuando le quitó la capucha y ella vio quién había venido a salvarles, no supo qué decir. Lo que tampoco importaba, porque seguía amordazada mientras Tooqui le desataba las muñecas y los tobillos.
—Tooqui dice verdad —cloqueó el gwurran sin parar mientras se afanaba—. Tooqui más valiente de su pueblo. El más fuerte, el más sabio, el más intrépido…
—El más charlatán —le interrumpió Barriss cuando se quitó la mordaza.
La padawan se dio cuenta de que no podía moverse. Tras días de ataduras sus músculos estaban atrofiados y los miembros le fallaban. Su aprendizaje Jedi le permitió recuperar la circulación más rápido de lo que lo hubiera hecho cualquier profano. Tooqui le dijo dónde estaba su equipo guardado. Entre los dos consiguieron liberar enseguida a Anakin, Obi-Wan y Luminara.
Algo chocó contra el lado izquierdo del carro y casi lo volcó. Por encima del estruendo del viento y la lluvia, se oyó un mugido estentóreo, acompañado por gritos de socorro de angustiados qulun.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Anakin mientras se frotaba las piernas.
Tenía muchas ganas de sentir el sable láser entre sus manos, pero más aún de sentir el cuello seboso de cierto jefe qulun. No le gustaría nada a Obi-Wan esa forma de pensar, pero había veces en las que Anakin se sentía más que tentado de dejar a un lado las enseñanzas de su Maestro. Y ese momento era uno de ellos. Si le dieran la oportunidad de descuartizar al saco de grasa de Baiuntu, se prestaría con agrado a pensarlo bien… después de hacerlo.
—Lorqual —Tooqui estaba deshaciendo el material anudado en los tobillos de Kyakhta—. Para pelear con qulun, Tooqui necesita palo grande —levantó la mirada sonriendo—. Manada lorqual palo grande. Tooqui los espantó hacía aquí.
Kyakhta miró estupefacto al gwurran.
—¿Provocaste la estampida de toda una manada de lorqual hacia nosotros? ¡Nos podrían haber aplastado!
Como para reafirmar la exclamación del guía, algo chocó violentamente contra el carro por segunda vez.
El gwurran miró al guía.
—Alwari bocazas mejor calladito un rato. Y sentadito quieto, que igual Tooqui tiene accidente y corta dedos pies.
—¡Mira, enano… ay!, ¿pero qué haces?
Al cabo de un rato todos estuvieron de pie, con sus equipos y su libertad de nuevo consigo. Empuñando el sable láser, Luminara avanzó hacia la salida y echó un vistazo fuera. Los faroles se mecían en los postes y los aterrorizados qulun corrían de un lado para otro, mientras la pertinaz lluvia seguía oscureciéndolo todo. Pero por encima se veía la cabeza de un furioso lorqual perdido.
Fuerza, pensó. Si eso era un lorqual, ¿cómo era una estampida de una manada? Volvió la cabeza y miró al nervioso e intrépido Tooqui entre ellos.
—Pase lo que pase desde este momento, Tooqui, quiero que sepas que Obi-Wan, nuestros padawan y yo pensamos que eres tremendamente valiente.
—No sólo valiente. ¡Valiente valiente! —El gwurran dio un paso adelante, pero retrocedió cuando uno de los lorqual derribó un enorme depósito de agua en dirección a ellos. Explotó contra el suelo, añadiendo un poco más del líquido elemento a lo que ya caía—. Pero ahora mismo, sólo un poco asustado, asustado.
—Y con razón —Obi-Wan se situó junto a Luminara para escudriñar el entorno—. Deberíamos ir a por los suubatar, si no han muerto o se han perdido con la estampida.
—Los suubatar estarán bien, Maestro Obi-Wan —dijo Bulgan detrás del Jedi—. Son demasiados valiosos para que los qulun los pierdan.
Seguro que han enviado a alguien para que los vigile y los cuide. Y si se mantienen juntos, los suubatar son suficientemente grandes como para rechazar a un lorqual.
El Jedi asintió.
—Entonces tendremos que ocupamos de los guardianes.
—Eso no es ningún problema, Maestro —agazapado tras Obi-Wan, Anakin agarraba con fuerza su sable láser—. Hemos estado tanto tiempo maniatados que me vendría bien un poco de diversión… perdón, de ejercicio.
Barriss miró con desagrado a su compañero.
—¿No estarás hablando de venganza, verdad, Anakin?
—Claro que no —replicó él de inmediato—. Sólo digo que como alguien se interponga en mi camino, en este momento no estoy de humor como para detenerme y discutir con él amablemente.
Esperaron agazapados en el carro hasta que pudieron salir sin problemas. Llegó el momento de dejarse de charlas. Con Tooqui, Obi-Wan y Luminara a la cabeza, el grupo de exprisioneros salió del maltrecho vehículo y comenzó a abrirse paso hacia la parte trasera del campamento qulun. En el camino se encontraron con algunos comerciantes qulun, en su mayoría madres aterrorizadas con sus hijos intentando no cruzarse con los lorqual. No tenían ni tiempo ni ganas de preocuparse por la huida de los prisioneros.
La ira y la confusión les rodeaban, y el caos completaba a la ya de por sí potente tormenta. Aun así, llegaron a la zona de los establos del campamento sin incidentes. Se agacharon junto a un carro de mercancías sellado firmemente contra la tormenta y los intrusos, e inspeccionaron detalladamente el entorno. Los suubatar estaban ahí, pateando el suelo nerviosos. Las provisiones de los viajeros seguían aseguradas a lomos de los animales.
—Yo veo tres centinelas… no, cuatro —le susurró cautelosa a Obi-Wan.
Él asintió.
—Eso es lo que yo veo también —alzó un brazo e hizo un gesto silencioso.
Luminara le hizo un gesto a Barriss, y fue por detrás del carro de mercancías. Obi-Wan y Anakin fueron en la otra dirección. Mientras lo hacían, Barriss recordó lo que acababa de decir su compañero padawan. La expresión de su rostro contradecía sus palabras. Siguiendo de cerca a Obi-Wan, Anakin parecía realmente ansioso por lo que iba a pasar.
Los dos alwari esperaban junto al carro con Tooqui. Mientras se quedaban ahí, mirando la oscuridad turbulenta, Bulgan recordó algo de repente. Se giró para mirar a su diminuto compañero, se puso de rodillas lentamente y colocó las manos y la cabeza en el húmedo suelo, con los ojos mirando al fango, y la cresta erizada por la lluvia apuntando al cielo. Kyakhta se dio cuenta de lo que hacía su amigo y se apresuró a imitarle, aunque gruñó al ponerse de rodillas. Tooqui observaba la escena satisfecho.
—Vale, vale. Levantaos, cabezones —ambos guías se levantaron, limpiándose el barro y el agua—. Tooqui tiene trato que hacer con vosotros —sus ojos relucieron en la luz intermitente—. Ya no llamáis a Tooqui tonto salvaje y Tooqui ya no os llama tontiestúpidos cabezacubos mediolelos…
Secándose el agua del ojo bueno, Bulgan cortó a su salvador en plena reflexión.
—Ya captamos lo que quieres decimos, Tooqui. Está bien —con su afilado codo, dio un golpecito a su compañero en las costillas ansionianas—. ¿No, Kyakhta?
—¡Ajá!, supongo que sí —murmuró el otro guía a regañadientes.
Su pequeño y peludo compañero se volvió para observar el establo.
—Así mejor. Tooqui habría ido a ayudar a coger suubatar, pero Jedi quieren que me quede con vosotros para que estéis seguros.
Bulgan llegó justo a tiempo para impedir que los largos dedos de Kyakhta se hundieran en el pelito corto y húmedo del gwurran.
* * *
Unos flexos llenaban de luz artificial los establos, tejiendo elegantes arcos de luminosidad, claramente visibles entre la oscuridad y la humedad. Se colaron por la verja, y Obi-Wan señaló silenciosamente a los dos guardias apostados a cada lado de la estancia. Ambos qulun eran hombres endurecidos por los años como cazadores de depredadores y clanes salvajes. Sus sentidos estaban agudizados y sus capacidades de lucha eran elevadas.
El primero se giró, sorprendiéndose de ver a los dos humanos, pero pudo levantar el rifle y disparar una vez, Obi-Wan rechazó el tiro con una estocada de su sable láser y lo dirigió hacia la oscuridad de la noche. Antes de que el centinela pudiera volver a disparar, el Jedi le había derribado. Al principio, Obi-Wan pensó que su padawan estaba teniendo problemas con el otro guardia. Pero cuando vio que Anakin estaba peleando con él, frunció el ceño y se dirigió hacia los combatientes. En cuanto vio a su Maestro acercándose, el padawan acabó con su oponente con un corte rápido en el cuello. El qulun cayó entre el fango del suelo.
Obi-Wan desactivó su sable láser y miró al ansioniano muerto y luego a su aprendiz. Un relámpago iluminó sus rostros y sus cuerpos, pero ni toda esa luz podía reflejar la tensión que había entre ellos.
—¿Se puede saber qué hacías, padawan? —la voz del Jedi carecía de tono.
—Nada, Maestro —con gesto inocente, Anakin se guardó el sable láser—. Era más rápido de lo que yo pensaba.
Kenobi contempló a su aprendiz en silencio. Luego asintió.
—Pues ten cuidado, Anakin, porque es probable que tu próximo oponente sea aún más rápido que éste —pasó por delante del padawan e hizo un gesto cortante—. Vámonos, ya hemos perdido mucho tiempo aquí.
Un silbido agudo hizo aparecer a Luminara y a Barriss.
—¿Algún problema?
Mientras preguntó esto, Obi-Wan miró a Barriss en lugar de a Luminara.
La otra Jedi sacudió la cabeza, con la cara completamente empapada y las gotas colgando de su tatuado labio inferior.
—Eran buenos luchadores. Más preparados que los que nos enviaron en Cuipernam —miró a Barriss. La padawan mostró un corte que se había hecho en la mano izquierda. La herida sangraba, pero la lluvia la limpiaría y sanaría pronto.
Anakin dio un paso adelante y se quedó mirando la herida.
—Tienes que aprender a guardar las distancias. Sobre todo cuando no sabes qué tipo de armas lleva tu oponente.
—No tengo tan buen ojo como tú —replicó ella bruscamente—. ¿Por qué no me enseñas?
Él se sorprendió.
—No. Ya lo intenté una vez. Había todavía más agua que aquí, ¿recuerdas?
Dijo esto y se dirigió hacia su nervioso suubatar. Ella se lo quedó mirando un poco confundida hasta que finalmente se fue también a por su montura. Ese momento no era precisamente bueno para ponerse a analizar a Anakin Skywalker o su extraña personalidad, decidió la padawan. Pero se preguntó si realmente habría algún momento para hacerlo.
El grupo montó silenciosamente a los incansables suubatar. Mientras lo hacían, tanto Kyakhta como Bulgan vieron los cuerpos sin vida de los cuatro centinelas.
El animal de Luminara pateó el suelo nervioso con los cascos de sus patas medianas y traseras, mientras ella intentaba controlarlo y mantenerse en la silla. Hace algunas semanas habría acabado en el suelo. Pero el tiempo le había dado experiencia, y la experiencia confianza.
Controlando al fin a la bestia, siguió a los guías mientras éstos espoleaban a las suyas hacia el Norte. Los suubatar se hallaban ahora bajo manos firmes y órdenes adecuadas, y saltaron la valla electrificada del establo sin dificultad. Y por fin estuvieron en la pradera, galopando hacia el Norte bajo la lluvia. En alguna parte delante de ellos estaba el clan que buscaban y la etapa final de su misión.
Soergg había conseguido retrasarles considerablemente y desbaratar sus planes. Pero cabía esperar que no fuera demasiado tarde. Mientras dejaba que el suubatar la llevara hacia la noche, Luminara rezó por que los representantes de la Unidad mantuvieran su promesa de esperarles para realizar la votación. La experiencia y la sabiduría le decían que semejante votación, una vez realizada, sería casi imposible de revocar.
Tras ellos, un furioso Baiuntu vio lo que había pasado e intentó enviar a una patrulla tras ellos. Pero sus esperanzas de organizar una persecución fueron aplastadas por la visión de todos aquellos qulun que seguían siendo presas del pánico y corrían por el campamento devastado por los lorqual.
—¡Imbéciles! ¡Poneos en marcha!, ¿a qué estáis esperando?
Su sadain se agitaba nerviosamente de un lado a otro, mientras él luchaba por controlarlo y reunir una partida de hombres a su alrededor. Preocupado por la huida de los prisioneros y del dinero que se iba con ellos, era incapaz de ver a lo que se enfrentaba. Pero su sadain sí que lo veía, así que se encabritó y escapó.
—Miserables…
Sentado en el suelo entre el fango y la hierba, el jefe qulun estaba fuera de sí. ¡Qué noche! Y había empezado tan bien… Se puso en pie y se sacudió el barro de las ropas. Miró a su alrededor y vio que estaba solo. Los extranjeros se habían ido, aunque no alcanzaba a adivinar los medios por los que lo habían conseguido. ¿Les habría retenido lo suficiente como para reclamar el pago anunciado por el hutt? Quedaba una posibilidad. El esfuerzo de haber retenido un tiempo a los Jedi quizá hubiera valido la pena. Y en cuanto a la tres veces maldita manada de lorqual, ya se había ido, y sin duda estaba plácidamente reunida en algún lugar al sur del campamento que acababa de destrozar. Y él estaba ahí, en la hierba, enfrentándose a una corta, pero fangosa caminata hasta su cama.
Bueno, él había sacado a su clan de peores situaciones. No por nada tenía una reputación de líder astuto y comerciante inmejorable. Habría otros días, otras oportunidades beneficiosas. Un buen comerciante sabe cuándo resignarse con la pérdida y cuándo esperar un beneficio. Todo dependía de si había retrasado lo suficiente a los viajeros como para satisfacer al comerciante de la ciudad. Se dirigió de nuevo hacia las impasibles luces del campamento.
Algo siseó levemente a su espalda.
Dio otro paso, y la cosa volvió a sisear. Se giró rápidamente, y buscó su pistola láser con los dedos temblorosos, la que había adquirido en la reunión anual de la lejana Piyanzi. Pero sus dedos no pudieron coger nada.
El arma se le había caído de la funda cuando fue derribado del maldito sadain.
Se puso de rodillas, y comenzó a buscar furioso su arma entre la lluvia y el barro. ¡Oh!, ahí estaba, tirada en la hierba no muy lejos del lugar en el que se había caído. Ahora ya por fin se arreglaría todo, aunque quizá no fuera como cuando el sol se había puesto al atardecer. Fue a coger el arma con alivio, y cuando lo hizo un trío de ojos se materializó justo encima. Ojos rojos, flanqueados por otra trinidad asesina, y otra, y otra más. Con los dientes chirriando, cogió el arma con un movimiento rápido. Para ser tan enorme, Baiuntu era rápido, muy rápido.
Pero ni mucho menos tanto como un shanh.