CAPÍTULO 12

Obi-Wan se mostraba indiferente a las bufonadas del nuevo miembro del grupo, aunque a veces las encontraba divertidas, pero Anakin estaba más entusiasmado. El gwurran era alguien más con quien poder hablar, aunque su vocabulario fuera limitado y tendiera a la repetición. Barriss y él se turnaban el cuidado de Tooqui, el cual apenas lo necesitaba, siendo fiel a su palabra. El nativo empleaba toda su abundante energía ayudando a aligerar a los suubatar de su carga al acampar por la noche, o recogiendo combustible para la hoguera, o aprendiendo a manejar dispositivos sencillos como el encendedor compacto o el hidratador. Aprendía rápido y estaba ansioso por saberlo todo de todo. O todo, todo, como decía él.


A los únicos a los que no les complacía la presencia del recién llegado era a los guías alwari. No es que le trataran mal, porque sabían que eso no les gustaría a los Jedi, pero no variaban su actitud para ayudar en su instrucción ni para hacerse amigos de él. El abismo que existía entre los alwari y los gwurran era inexplicable, pensó Luminara, dado que ambas ramas provenían de los mismos ancestros. Las únicas diferencias físicas radicaban en la altura y en el pelo. Para alguien acostumbrado a tratar diariamente con representantes de especies que variaban mucho más en su apariencia unas de otras, la constante animosidad que mostraban los guías era difícil de comprender. Pero cabía la esperanza de que viajando juntos, los alwari llegaran a sentir alguna simpatía por su pequeño pariente.

En aquel momento, el sol comenzaba a elevarse por el horizonte del Norte, el mismo hacia el que llevaban cabalgando durante días, liso y verde. Una manada de shanh les había estado siguiendo durante un día y una noche, pero al no percibir debilidad alguna ni en los suubatar ni en sus jinetes, se rindió y partió en busca de presas más fáciles.

—Algo se mueve en el horizonte de Este a Oeste —gritó Kyakhta.

Aunque aún se estaban desperezando, todos se giraron inmediatamente para mirar en esa dirección.

Obi-Wan había sacado los electrobinoculares y miraba hacia el punto indicado, intentando identificar el movimiento.

—¿Son los borokii? —preguntó Anakin esperanzado.

El Jedi respondió indeciso, mientras bajaba los binoculares.

—No lo sé. Kyakhta y Bulgan nos lo dirán. Pero me da la impresión de que no lo son. Por lo que nos han contado, los clanes superiores son, al igual que los yiwa y que el resto de los alwari, ganaderos —señaló en dirección al lejano movimiento—. Quienes quiera que sean, parecen un poco más avanzados —espoleó a su animal—. O por lo menos viajan con muchos más objetos materiales. No veo señales de ganado domesticado. Ni dorgum, ni awiquod, sólo animales de tiro. Eso significa que no son los borokii.

La afirmación de Obi-Wan era correcta. La procesión que avanzaba hacia ellos no era el clan superior que buscaban. No sólo no llevaban ganado como el de los yiwa, sino que eran bastante más pomposos. Fue Bulgan el que los identificó al fin, cuando se acercaron lo bastante.

—Es un clan qulun. Los qulun son comerciantes. Tratan libremente tanto con alwari como con los de la ciudad. A nadie le gustan demasiado, pero son necesarios aquí en las llanuras en ausencia de mercados y de comunicaciones. Y suelen tener cosas interesantes a la venta.

—¿Qué aceptan a cambio? —preguntó Obi-Wan al guía.

Bulgan se pasó la lengua por los dientes inferiores.

—¿Además de dinero? Todo tipo de objetos. Cortes de carne seca de ganado alwari. Frutas y verduras recolectadas en lejanas regiones de Ansion. Preciosos objetos hechos a mano, a menudo por las hembras de los clanes. Sólo lo mejor.

Los Jedi asintieron. En una República repleta de vulgaridades, la comida exótica era un bien muy preciado. Y también la artesanía. Aburridos de los objetos fabricados industrialmente, los pudientes y los curiosos siempre estaban dispuestos a pagar un alto precio por objetos únicos hechos a mano que provenían de mundos lejanos con nombres raros.

—¿Veis? —Bulgan se estiró un poco en su silla—. Vienen a damos la bienvenida.

Tres jinetes salieron de la columna principal hacia el grupo de viajeros, y éstos les respondieron aminorando la marcha. Si no lo hubieran hecho, los suubatar habrían sobrepasado a los potentes pero inferiores sadain. Llegaron a la altura de las monturas de Barriss y Luminara, y el trío de qulun mostró unas sonrisas brillantes y amplias mientras saludaban con gran entusiasmo. Era un encuentro bastante más pacífico que el que habían mantenido con los yiwa. Nadie exhibía armas ni les miraba con suspicacia. Pero observaban. No se les escapaba ni el menor detalle de los repletos pack de provisiones que llevaban los suubatar en los lomos traseros.

Tooqui cabalgaba con Barriss y recorría de un lado a otro al enorme animal, de la cabeza a la cola, sin parar de hablar en susurros.

—Qué raros éstos. Tooqui nunca ha visto antes. Los gwurran no conocen —echó la cabeza hacia atrás y olfateó el aire de la pradera con su agujerito de la nariz—. No huelen como alwari.

—Y son distintos a ellos —comentó Barriss—. Sus trajes, los arreos de sus sadain, la forma de organizar la procesión, todo es muy distinto a los yiwa. ¿Qué opinas tú, Tooqui?

El gwurran siempre se mostraba ávido de conocimientos.

—Más alimento para la mente de Tooqui. Más cosas nuevas que ver y que aprender.

—Bueno, pero si hablas, hablas sin parar no vas a poder concentrarte en tantas novedades, y yo tampoco. ¿Qué tal si nos callamos un rato?

—¿Tooqui callado? Dos cosas que no van juntas —se sentó un poco más cerca de ella, ocupando un espacio mínimo en la silla—. Pero ama manda y Tooqui obedece —sonrió—. Tooqui buena mascota siempre.

—El sarcasmo no es una cualidad que la gente suela apreciar en sus «mascotas».

—Ellos se lo pierden, pierden.

Pero lo cierto es que el gwurran hizo lo que le pidió y mantuvo la boca cerrada, aunque con evidente esfuerzo, para observar la llegada de los jinetes en silencio.

Dos de ellos podrían haber pasado inadvertidos entre los yiwa, aunque sus vestiduras eran algo más sofisticadas y llamativas. Pero no su líder, que destacaba claramente como tal. Este individuo de proporciones generosas era claramente una pesada carga para su sadain. No tenía la cresta que lucían sus compañeros, o Kyakhta. Pero al verle, Luminara sospechó que esto se debía más al resultado de un afeitado intencionado que a la pérdida natural del pelo, como en el caso de Bulgan. De alguna forma, la calva brillante por sol le diferenciaba tanto como su exceso de peso. Pero con todo y con eso, cabalgaba ágilmente sobre su esforzada montura.

—¡Bienvenidos, extranjeros! ¡Los qulun os dan la bienvenida!

Luminara intentó recordar cuántos espaciopuertos tenía Ansion. Estaba claro que estos comerciantes, o al menos su líder, habían estado en alguno, en el que habían tenido la oportunidad de conocer a otros seres de la República.

—Gracias por la bienvenida —respondió Kyakhta formalmente—. Nos dirigimos al Norte.

—Ya lo vemos —dijo el pomposo líder arreglándoselas para hacer una reverencia sin caerse de la silla—. Soy Baiuntu, jefe comerciante de esta facción del clan. ¿Qué buscan un grupo mixto de alwari y extranjeros en las tierras del Norte?

A Kyakhta le gustó que el jefe le describiera como alwari y le respondió amablemente.

—A los borokii.

—¡A los borokii! ¿Y qué quieren los extranjeros del clan superior?

Obi-Wan se inclinó hacia adelante en su montura y lanzó una pregunta ignorando la del jefe.

—¿Podéis ayudamos?

—Es posible, es posible —soltando las riendas de su sadain, el jefe extendió los brazos. Luminara le miraba fascinada. Baiuntu era el primer ansioniano obeso que veía—. Esta noche cenáis con nosotros. A los qulun les encanta tener compañía. Nuevas caras son nuevas noticias.

—Y nuevos clientes potenciales —murmuró Anakin en dirección a Barriss—. Pero eso tampoco es razón para que no hablemos con ellos.

—No depende de nosotros.

Aunque tampoco estaba muy interesada, Barriss confió en que los Maestros aceptaran la propuesta del jefe qulun. Así tendrían otra oportunidad para aprender más sobre la sociedad ansioniana, y además, la comida sería fresca.

Obi-Wan y Luminara no vieron razón para no detenerse y pasar la noche con los comerciantes. Mientras que cada parte se quedara en su campamento, estarían seguros, y era probable que los qulun les ayudaran a encontrar antes a los escurridizos borokii. Para sorpresa de Barriss, Tooqui se mantuvo a su lado en lugar de ir a investigar. Y por alguna razón, seguía igual de callado, y sólo hablaba cuando no había ningún qulun alrededor. Cuando le preguntó por la razón de su inusual silencio, él tenía, como siempre, la respuesta preparada.

—Qulun piensan que Tooqui no es más que mascota tonta, tonta. Eso es bueno para comerciar.

—No estamos aquí para comerciar —le regañó ella—. Estamos aquí para hacer amigos y para saber algo más sobre el clan al que buscamos. Eso es todo.

El gwurran se mostró arrepentido.

—Tooqui no quiere mucho. Algo para comer, a lo mejor, o un juguetito para los gwurran pequeños, o algún arma sencilla para sorprender a los gwurran.

—Olvídate de eso —le dijo con firmeza—. Habla con ellos o cállate, como quieras. Pero nada de comerciar —le reprendió—. Las mascotas no comercian.

—No, pero sus amos sí —le replicó indeciso—. A lo mejor si la mascota cara de tonta graciosa hace truquitos para su Maestra, ella le agradecerá con alguna cosilla para el pobre, pobre Tooqui.

—Me lo pensaré —respondió ella sin añadir más.

Espoleó a su suubatar para que acelerara el paso y el gwurran tuvo que callarse y concentrarse para no caer.

Con aires de importancia, Baiuntu iba a la cabeza guiando a los visitantes al lugar donde estaban asentando el campamento. Los miembros del clan ya estaban erigiendo las paredes y los techos mientras que los adolescentes se ocupaban de los equipos de calefacción y los condensadores atmosféricos de agua. Unos broches automáticos aseguraban las estructuras temporales, diseñadas para ser desmontadas diariamente contra el incesante viento. Una de las estructuras, maravillosamente decorada con espejos, cristales de colores y abalorios, llamó la atención de Barriss especialmente, incluso antes de ser montada.

—Son las salas de comercio —respondió Bulgan a la pregunta de la chica—. Cuanto más llamativas sean, mejor —se pasó las manos por los ojos, el equivalente ansioniano al guiño—. Ciegan al cliente, son una de las marcas de la casa de los qulun. Los compradores aturdidos son más agradables.

Ella cabalgaba con facilidad sobre la acolchada silla, con el suubatar trotando ligero bajo ella.

—¿Me estás diciendo que los qulun hacen trampas en los negocios?

—¡Ajá, no, Maestra Luminara! Son como cualquier otro comerciante, ya sean sedentarios como en la ciudad, o nómadas como aquí en la pradera. Algunos son totalmente honrados mientras que otros son auténticos ladrones. Uno no puede decir que ha comerciado hasta que trata con ellos. Para muchos comerciantes, los significados de astuto e inteligente son casi lo mismo.

—Bueno, tampoco estamos de compras, así que tampoco importa —se estiró un poco en la silla y observó las planicies—. ¿Y por qué están montando aquí la tienda? Esta región no está precisamente llena de clientes.

El alwari hizo un gesto de desinterés.

—Sólo están instalando un par de tiendas de las muchas que tienen. Sin duda esperan que los compradores se materialicen de la tierra —se rió con aquellas carcajadas ansionianas que ya le resultaban familiares y se crujió los nudillos—. Sin una tienda o dos abiertas, los qulun se sentirían incómodos. No podrían dormir pensando que quizá estuvieran perdiendo a algún cliente potencial.

La bienvenida que les dieron contrastaba con mucho con la que recibieron al conocer a los yiwa. Aunque había armas a la vista, no estaban orientadas en dirección a los recién llegados. Los animales de monta de los visitantes tuvieron el honor de alojarse en el establo del clan, con la mejor agua y el mejor alimento. Luminara se vio a sí misma y a sus amigos entrando en una amplia estructura portátil cuyo interior estaba ricamente decorado con gruesas alfombras, cojines adaptables y todo tipo de comodidades que uno no esperaría encontrar en mitad de las llanuras norteñas de Ansion. Cualquier cosa que pidieran se les suministraba de inmediato, sin coste alguno. A Obi-Wan no le sorprendía tanta generosidad. Era una táctica universal para ganarse a los clientes potenciales.

A Barriss y a Anakin no les preocupaban en absoluto tales mundanerías, y preferían dejar los detalles del encuentro a sus Maestros. Mientras tanto se dedicaban a relajarse y disfrutar del exotismo de la comida y la bebida, las entretenidas esculturas de luz y los pequeños y perfumados duendecillos que bailaban en un eterno bucle por la habitación. Por el contrario, Tooqui estaba extrañamente subyugado. El pequeño gwurran se lo pasaba bien, gozando del lujo tanto como sus amigos humanos. Pero al verse rodeado de tantos humanos grandes y ansiosos, se mostraba cauto en sus movimientos y se guardaba sus opiniones para sí mismo.

A Baiuntu se le veía encantado con sus visitantes extranjeros.

—He conocido a muchos por los negocios —les contó aquella noche mientras compartían las comodidades de la casa asignada a los invitados.

—¿En Cuipernam? —Anakin masticaba algo azul verdoso, esponjoso y delicioso.

—En Cuipernam —enunció su anfitrión— y en Doigon y Flerauw. Muchos de vuestra especie y una interesante variedad de otras —posó las manos rechonchas y de largos dedos en su enorme barriga—. Yo creo que los mercaderes somos una especie aparte. La apariencia no tiene nada que ver en ello. Los qulun llevamos haciendo esto desde que la primera nave extranjera llegó aquí para comerciar.

Mientras hablaba, iba echándose a la boca pequeñas cosas moradas, que crujían ruidosas contra su duro paladar. Anakin detectó movimiento en las cositas antes de que desaparecieran por la garganta del jefe, así que optó por no preguntar lo que eran. Hay veces que la curiosidad de un Jedi debe ser sustituida por un poco de comedimiento.

—¿Entonces, en vuestra opinión, la pertenencia de Ansion a la República es beneficiosa? —preguntó animosa Luminara.

Su anfitrión hizo una mueca.

—Yo no sé de política, sé de negocios, pero ya que me preguntas, sí, así lo creo.

—¿Y qué opina vuestro clan? —Obi-Wan dio un trago a una bebida dulce, caliente y refrescante.

—Eso no lo puedo decir. La mayoría no tienen tantos conocimientos en la materia como Baiuntu. Como cualquier qulun, ofrecerían su lealtad al que les prometiera mayores ganancias.

—Así que se les puede comprar —comentó Anakin.

Obi-Wan clavó una mirada en el padawan, pero el joven se limitó a encogerse de hombros, ya que no veía nada malo en la pregunta. Su Maestro debería de saber a estas alturas que su aprendiz no era otra cosa sino directo.

Lo cierto es que el anfitrión no pareció ofenderse.

—A cualquier mercader se le puede comprar, joven amigo sin pelo. Ésa es la esencia de los negocios, ¿no? Para los qulun la lealtad es un producto más. De momento, nos complace ver a Ansion plenamente representado en la República. Pero no puedo hablar de lo que ocurrirá en el futuro.

Gruñendo por el esfuerzo, se reclinó en la pila de cojines del respaldo. Cientos de pequeños sensores e igualmente minúsculos motores variaron la forma de los cojines para responder adecuadamente.

—Una respuesta sincera, desde luego —le murmuró Luminara a Barriss—. Supongo que no podemos pedirle mucho más a esta gente. Viven de acuerdo con sus tradiciones.

—En este planeta parece que la tradición lo es todo —Barriss degustó otra de las numerosas bebidas que les habían servido, que estaba deliciosa, como el resto de las que había probado. Percibió un movimiento a la derecha y se giró. Su diminuto amigo se dirigía hacia la puerta.

—Tooqui, ¿dónde vas?

—Mucha luz aquí para Tooqui. Mucho bla bla bla. Voy a paseo. Vuelvo luego.

—Vale —le dijo ella, añadiendo tras pensarlo un momento—. No robes nada.

Él respondió con un gesto que a ella le hubiera gustado descifrar, si no hubiera sido porque el gwurran desapareció de inmediato. Uno de los guardias apostados fuera hizo amago de interceptarle, pero la criatura era más rápida y consiguió desaparecer en la noche y en el campamento.

Lo cierto es que Barriss se dio cuenta de que era un poco raro que hubieran intentado impedir a Tooqui que se fuera, pero se recostó en los cojines pensando que lo más probable era que no quisieran que se perdiera o se metiera en líos, y conociéndole, no pudo por menos que estar de acuerdo.

Una hembra ataviada con elegantes vestiduras y un peinado elaborado trajo una elegante caja rectangular que contenía botellas finamente talladas. Cada una de ellas era única, tallada en una gema diferente. La túnica de la sirviente dejaba la espalda totalmente al descubierto con un escote en forma de V que dejaba ver su cresta hasta el final de la espalda. En el pelo descubierto, le habían entretejido cuidadosamente todo tipo de abalorios y cuentas brillantes. El jefe hizo un gesto, y ella se inclinó para ofrecer a Obi-Wan y Luminara el surtido.

—Estas esencias proceden del distrito de los lagos de Dzavak, muy al oeste de aquí —dijo Baiuntu con orgullo—. No encontraréis nada parecido en Cuipernam. Con ellos obtendría el primer premio en un concurso de perfumes de toda la República —les hizo gestos de ofrecimiento—. ¡Adelante, adelante! Oledlos. El paluruvu, que es la botella con el líquido violáceo, es particularmente bueno. Un par de gotas de esencia pura mezcladas con agua clara darían una enorme cantidad de costoso perfume —sonrió abiertamente—. Los alwari pueden ser nómadas de las praderas, pero son gente civilizada. Y al igual que a los qulun, les gustan las cosas buenas. Estas esencias son de lo que más vendemos. Tras pasarse días viajando por las praderas en compañía del ganado y de animales de tiro, a cualquier pareja acomodada de alwari le gusta tener la posibilidad de perfumar el ambiente de su hogar.

Luminara olió varias de las fragancias. Todas eran exquisitas, pero era cierto que el paluruvu era extraordinario.

—Una maravilla —dijo ella al pasarle la bandeja a Obi-Wan. Él no se mostró tan entusiasta como ella al aspirar los perfumes, pero tuvo que admitir que el surtido estaba a la altura de cualquiera que se hubiera encontrado en Coruscant u otro sofisticado planeta de la República.

Para cuando les llegó el turno a Anakin y Barriss, la sala estaba casi saturada con una espectacular mezcla de esencias, Llenaban la atmósfera por completo, sin dejar espacio para los olores de los animales del establo o los seres de la tribu. Luminara observó a Baiuntu bostezando ampliamente. Lo cierto es que ella también estaba cansada. Había sido un día muy largo. Se estiró un poco y comenzó a prepararse para excusarse y salir. Ésa fue la primera señal de que algo no iba bien.

No se podía levantar.

Ni siquiera podía sentarse. Sus firmes músculos estaban ahora fláccidos, y parecían haberse pegado a los cojines en los que se apoyaban. Le daba vueltas la cabeza, y se sintió como si se derritiera con el suelo. La vista se le nublaba por momentos pero alcanzó a ver a Obi-Wan levantándose e intentando empuñar su sable láser, cuyos dedos se quedaron inútilmente agarrados al cinturón al darse cuenta de que no había nadie con quien luchar. Su anfitrión roncaba estruendosamente, con las manos entrelazadas sobre la atípica barrigota ansioniana. La vistosa sirviente que trajo las esencias yacía dormida a los pies de su patrón.

—¡Algo… Barriss!

Luminara intentó gritar pero apenas le salió un susurro. Su padawan no podía oír, ya que dormía a pierna suelta y con la boca abierta. No muy lejos, Anakin Skywalker estaba tumbado bocabajo, cerca de la entrada de la casa de los invitados. Una entrada cuyas puertas habían sido cerradas a cal y canto subrepticiamente, como vio Luminara a través de una niebla espesa. ¿Lo habrían hecho para mantenerles dentro, se preguntó, o para que no salieran al exterior las esencias? Para el caso era lo mismo.

El paluruvu no sólo excitaba el sentido del olfato, sino que debía de contener algún sedante que les estaba dejando inconscientes a todos. Pero si era un acto intencionado, ¿por qué se había expuesto Baiuntu a los efectos del somnífero? Intentando arrastrarse hacia la puerta, hizo un esfuerzo por sacar su arma, pero sin resultado alguno. Su cerebro estaba empezando a dejar de estar conectado con sus dedos.

Muy cerca, Obi-Wan se cayó de rodillas mirándola a los ojos, pero la mirada del Jedi estaba perdida y borrosa. Sus ojos se cerraron y se desplomó sobre un costado. En la otra esquina de la habitación, Kyakhta y Bulgan roncaban con el silbido habitual ansioniano. Con un tremendo esfuerzo, Anakin consiguió levantarse y tambalearse hacia la entrada cerrada. A través de la densa niebla que empezaba a obstruir sus pensamientos, contempló con admiración el movimiento. El joven debe de tener una enorme reserva de fuerza de voluntad, pensó.

Por desgracia, la reserva se agotó al llegar a la puerta. Anakin la llegó a golpear, pero en ese momento sus piernas dejaron de sostenerle. Las puertas temblaron, pero se mantuvieron firmes. Él se retiró un poco y cogió su sable láser, dibujando con la hoja un confuso círculo en el aire hasta que finalmente sus ojos se cerraron y se vino abajo. Ahora ella era la única consciente de la habitación.

Empezó a entender claramente la razón por la que Baiuntu y su asistente se habían expuesto al perfume inmovilizador. La mejor forma de envenenar a alguien es compartir con él el veneno. Lo que en cualquier caso sugería que el narcótico no era letal. Baiuntu podía compartir con sus víctimas el sueño, pero no la muerte.

Ahora lo vio todo claro. Les habían dejado indefensos y aturdidos, ¿pero con qué propósito, con qué fin? Seguro que en breve aparecerían otros qulun y abrirían la sala para que la niebla se disipara, y asistirían a su jefe y a la hembra inconsciente. Pero lo que iban a hacer con los invitados era un misterio. Y los misterios no se pueden discernir, y además estaba muy cansada, cansadísima, y en aquel momento no podía haber nada mejor, nada podía importar más que dormir un rato.

Una parte de su cerebro le gritaba que se mantuviera despierta y alerta. Luchando contra los efectos del perfume, consiguió alzar la cabeza de los cojines. Fue un gesto definitivo y desafiante. Hasta el entrenamiento de un Jedi puede ser superado. Quizá no por la fuerza. Pero un sable láser no tenía nada que hacer contra la irresistible fragancia del delicioso y penetrante paluruvu…