La pausa de las chawix no duró mucho, sólo lo suficiente como para comer algo rápido, beber un poco y descansar antes de volver a prepararse para partir. Y cuando Barriss se preparaba para volver a montar su suubatar, fue cuando vio a una pequeña criatura rebuscando entre las provisiones que el animal llevaba en el segundo lomo. Aquella visión fue tan sorprendente que se quedó helada.
Se parecía mucho a cualquier otro ansioniano. Tenía los ojos brillantes y convexos, la constitución bípeda y los largos dedos de las manos y los pies eran idénticos. Pero en lugar de la estrecha cresta que iba de la cabeza hasta el final de la espalda para acabar en una pequeña cola, el intruso tenía todo el cuerpo cubierto de un pelo corto, denso y de color marrón y beige con manchas amarillas. Pero en lugar de tener un rabito corto, tenía una cola larga como el brazo de la chica.
Pero lo más curioso de todo es que la criatura apenas le llegaba a la cintura.
—¡Oye, para! —gritó en un ansioniano rudimentario.
Con los brazos cargados con tres comipac flexienvasados, el sorprendido intruso miró hacia arriba en respuesta al grito.
Emitiendo un chirrido desafiante, se giró y desapareció por detrás del indiferente suubatar. Ella se apresuró a ir por el otro lado. Si la criatura se quedaba donde estaba, quedaría acorralada contra la pared de la cavidad, y si fallaba al interceptarla saldría corriendo al desfiladero donde sería visible, y podrían seguirla por las cuestas que bordeaban la garganta.
Al rodear la cabeza de su montura, ésta levantó el morro para olisquearla distraídamente, y luego cerró los ojos y volvió a su posición de descanso. Esperaba ver al ladronzuelo arrinconado contra la pared del fondo o corriendo hacia el desfiladero. Pero en su lugar lo que vio fue un par de piernas desapareciendo tras una roca saliente que había al final de la cueva.
Echó un vistazo rápido atrás y vio a sus compañeros charlando y preparándose para partir. Si el ladroncillo creía que podía esconderse en un agujero, estaba muy equivocado. Ella no se rendía tan fácilmente. Se puso de rodillas y siguió a la criatura. Si podía atrapar esos piececillos, podría arrastrar al intruso de vuelta a la cueva.
Pero el agujero tenía salida, y se abría a la colina. La luz se filtraba desde arriba. En ese momento dudó. Acorralar al ladrón en un receso sin salida era una cosa, pero perseguirlo por un cañón de extensión desconocida era otra bastante diferente. Sin embargo, necesitaban hasta la última de sus provisiones. Y cada segundo de duda ponía más distancia entre el ladrón y ella.
Convencida de no dejar escapar al ladrón, se puso en pie y comenzó a correr tras él. Si el rocoso pasadizo se ramificaba en varias salidas, no tendría más remedio que dar la persecución por terminada y volver, derrotada, con sus compañeros. Por otra parte, si no tenía salida, habría arrinconado al peludo ladronzuelo.
El estrecho desfiladero había sido creado por el paso del agua, y ayudaba bastante, ya que no tenía salidas alternativas. Aunque el intruso era bastante ágil, las provisiones con las que cargaba le impedían ir muy rápido. Ella nunca dejó de tenerle a la vista. Lo cierto era que ya casi estaba a punto de alcanzarle cuando de repente él se dio la vuelta para enfrentarse a ella. Dando saltitos de arriba a abajo, comenzó a despotricar con una serie de furiosos grititos que ella luchaba por descifrar. El dialecto era mucho más difícil de traducir que el comparativamente más sofisticado de la ciudad, del idioma que hablaban Kyakhta y Bulgan e incluso que la ruda variante de los yiwa.
—¡Volver, volver, irte, irte, dejar en paz, dejar en paz!
Además de estas directas exclamaciones, el ser también soltaba una ráfaga de frases que estaban más allá de las capacidades interpretativas de Barriss, pero cogía el concepto general gracias a los gestos soeces que las acompañaban. La chica sabía que ninguna de ellas era muy halagadoras, pero lo cierto es que las imprecaciones y los insultos le daban igual.
Lo que no le dio igual fue ver que los compañeros del ladrón repetían como el eco sus comentarios y gritos desde lo alto del pasaje. Le gritaban epítetos de una inventiva excepcional mientras él se afirmaba en su posición y adoptaba un gesto de triunfo inequívoco.
La visión de las criaturas era tan inesperada como asombrosa.
A pesar de su pequeña estatura, sus ojos proporcionalmente algo más grandes y el pelo que les cubría por completo, eran innegablemente parecidos a los ansionianos. El ladronzuelo y sus compañeros representaban claramente una rama distinta de la especie de Kyakhta y Bulgan, una rama genética pigmea. Ya había reconocido su dialecto como una variante de la norma ansioniana. Se fijó en que ninguno tenía el dibujo del pelo igual.
El ladrón había llegado a un punto sin salida, de acuerdo. Pero ella también, y ella no era la que tenía una banda de aliados. Se dio cuenta de que sus compañeros no sólo no sabían que estaba en peligro, sino que no sabían ni dónde estaba. A la Maestra Luminara no le iba a gustar. Comenzó a coger el sable láser con precaución mientras deseaba fervientemente ser capaz de aguantar en persona el disgusto de su Maestra.
—¡Ajajajeje! —el ladrón saltaba de arriba a abajo con una energía y un entusiasmo inagotables—. ¡Tooquitonta, tonta! ¡Ahora bien atrapada, espalda calva tontorrona! ¡Ojos hundidos! ¡Peste a jarabe! ¿Ahora, ahora qué haces?
Bueno, pensó ella, eso dependía totalmente de lo que hicieran sus camaradas. Si comenzaba a retroceder sobre sus pasos por el desfiladero, ¿la seguirían en su huida desde arriba? ¿O perderían el interés en cuanto pudieran lanzarse al reparto del botín de su amigo?
La respuesta vino en forma de una lluvia de piedras. Ninguna era especialmente grande, pero sólo tenían que darle con una del tamaño de un puño entre los ojos para dejarla sin conocimiento. Su respuesta fue puro reflejo derivado de su entrenamiento. Alzó una mano y se concentró muy profundamente.
Las piedras daban contra las paredes del desfiladero. Chocaban contra el suelo a sus pies. Pero ninguna entraba en contacto con ella. Estaba demasiado ocupada desviando los proyectiles como para preguntarse cuánto tiempo podría mantener la atención. El sudor comenzó a gotearle la frente, pero no podía desaprovechar la energía para llamar pidiendo ayuda. Y además, teniendo en cuenta las curvas del estrecho paso y la distancia a la que se había alejado, era poco probable que sus amigos la oyeran.
Estaba sola.
Aparte del peligro real por el que estaba pasando, había algo más, una sensación extraña. Era la primera vez que sufría un ataque por su cuenta, sin contar el secuestro en la tienda de Cuipernam. Pero eso apenas había involucrado nada más amenazante que un gas somnífero, era un ataque casi benigno. Esto era totalmente distinto. Las criaturas que aullaban y gesticulaban por encima de su cabeza estaban haciendo todo lo posible por partirle la cabeza.
¿Es que no se iban a cansar nunca?, se preguntó. El esfuerzo comenzaba a ser demasiado, y empezó a marearse. Si ellos veían, o percibían, que se debilitaba, lo más probable es que redoblaran sus esfuerzos.
Si se venía abajo, era del todo posible que nadie la encontrara. Habría que explicar de alguna forma su desaparición en ausencia de un cadáver. Aquellos a los que conocía y con los que había estudiado sufrirían, pensando en lo que le podría haber pasado en aquel planeta lejano y problemático.
Justo cuando pensaba que iba a superar sus posibilidades, el bombardeo disminuyó hasta cesar del todo. Por encima de ella, las criaturas reunidas pasaron de atacarla a ella a gritarse unas a otras. Alguno de ellos la señaló en medio de la caótica conversación y en esos momentos, ella intentó proyectar una apariencia de seguridad y hasta de indiferencia. El dolor de cabeza ya se le estaba pasando. Vio que uno de sus asaltantes se lanzaba sobre otro. Entre ellos comenzaron una pelea que era todo dedos y pequeños puños furiosos. Al parecer eran un tanto rebeldes.
Echó la cabeza hacia atrás y se dirigió hacia ellos esperando recordar lo suficiente del idioma, y manteniendo un ojo puesto en la roca.
—¡Escuchadme! —los sorprendidos individuos dejaron inmediatamente de pelearse. Unas cuantas docenas de ojos grandes se volvieron para mirarla—. ¡No tenemos necesidad de peleamos! Mis amigos y yo no queremos haceros ningún daño. No somos de este planeta, de Ansion, somos humanos y queremos ser vuestros amigos. ¿Entendéis? Amigos.
Se giró un poco y señaló lentamente el sitio por el que había venido.
—Dos de mis compañeros son Caballeros Jedi. Otro de ellos y yo somos sus padawan, sus aprendices. También llevamos dos guías alwari.
Debería haberse quedado en identificarse a sí misma. En cuanto mencionó a los guías, el grupo volvió a gritar y a saltar (aunque no tan excitados como antes). Ella luchaba por comprender el significado de aquellos chillidos.
—¡Odio alwari…! ¡Alwari malo, malo, malo…! ¡Aquí alwari no…! ¡Alwari matar…! ¡Alwari fuera, fuera…!
Unos cuantos se agacharon para coger piedras.
Ella alzó las manos.
—¡No, por favor, escuchadme! ¡Los dos alwari que viajan con nosotros no sólo son de otra parte del planeta, sino que son descastados! Están totalmente bajo nuestro control y no os harán daño. ¡Sólo queremos ser amigos!
No soltaron las piedras pero bajaron las manos. Las criaturas retomaron sus peleas una vez más. De no ser por su desinhibida beligerancia, lo cierto es que eran bastante atractivos, pensó, con esa diversidad de pelo. Un individuo de pelo gris, evidentemente un anciano, se asomó por el muro para dirigirse a ella.
—Tú rara persona, tú eres. ¿Caballero Jedi qué es?
—¿Humano qué es? —preguntó otro de repente.
De repente se vio bombardeada por una batería de preguntas, no de piedras. Teniendo en cuenta su limitado vocabulario, lo hizo lo mejor que pudo para satisfacer la curiosidad de todos.
Mientras tanto, el curioso ladronzuelo que había comenzado la confrontación estaba de espaldas a la pared del desfiladero, agarrando todavía el molesto botín entre sus manos.
—¡Ajá!, ¿y yo qué? ¿Y Tooqui qué? —intentó alzar uno de los grandes comipac sobre su cabeza, pero lo único que consiguió fue que se le cayera en el pie. Sus camaradas le ignoraban, ya que ahora estaban mucho más interesados en preguntarle cosas a la alta forastera. Dejó los bultos en el suelo y comenzó a saltar con furia amenazando con sus puños de largos dedos a los que estaban en lo alto de la pared—. ¡Escuchadme! ¡Hablad conmigo, y no con esta fea de ojos hundidos! ¡Ja, ja, que os estoy hablando, idiotas ruidosos! ¡Soy yo, Tooqui! ¡Escuchadme!
Pero sus compañeros ignoraban su furia incontrolada y él botaba de un lado para otro.
Mientras tanto, Barriss seguía respondiendo a todos los inquisitivos compañeros del ladrón que podía entender, a pesar de sus limitados conocimientos del idioma. Le dijeron que se llamaban gwurran, que vivían en las cavidades y desfiladeros de aquellas colinas y que odiaban a los nómadas alwari.
—No todos los nómadas son malos —les dijo Barriss—. Los alwari son como cualquier otro pueblo. Los hay buenos y los hay malos. En mi especie, los humanos, pasa lo mismo. En todas partes hay buenos y malos.
—Los nómadas matan gwurran —le informó uno de los individuos—. Gwurran tienen que vivir aquí, en colinas, para sobrevivir.
—Nuestros nómadas no —le aseguró ella—. Como ya os he dicho, vienen de muy, muy lejos. Estoy segura de que nunca han hecho daño a un gwurran en su vida, ni siquiera creo que hayan visto uno —mientras decía esto, Barriss deseó con todas sus fuerzas que fuera cierto. Era difícil imaginar al reflexivo Kyakhta o al amable Bulgan mostrando hostilidad contra un primo hermano, incluso en su condición evolutiva anterior—. ¿Por qué no venís a verlo por vosotros mismos? Volved conmigo y conoced a mis amigos. Daremos una fiesta. Podréis probar comida interesante.
Sus asaltantes intercambiaron miradas.
—¿Fiesta? —murmuró uno esperanzado.
—¿Comida? —exclamó otro expectante.
—¿Me está escuchando alguien? —el gwurran que decía llamarse Tooqui estaba exhausto después de haberse pasado un buen rato saltando de un lado a otro—. Que soy Tooqui, conocéis Tooqui, Tooqui el que… —echando su botín a un lado con indiferencia, el ladrón se sentó en el suelo de gravilla de la fisura y exhaló profundamente—. ¡Ah, vah! Nadie importa. Panda de gwurran descerebrados estúpidos tontos —alzó un dedo acusador y señaló a Barriss, alzando lo que le quedaba de voz—. ¡Todo tu culpa, forastera cabeza pequeña labios fofos! Tú coges palabras, haces amigos olvidar a Tooqui. Te odio.
Barriss caminó hacia el descorazonado ladrón. Todos los que estaban en lo alto del muro guardaron silencio. El parlanchín Tooqui, en cuanto vio a la enorme extranjera aproximándose, cogió uno de los comipac y retrocedió todo lo que pudo.
—¡Lejos de Tooqui, piernotas cara de judía! ¡Tooqui pelea! ¡Tooqui mata!
Ella se detuvo y señaló el comipac que el gwurran esgrimía amenazante.
—No con un paquete de pudín energético deshidratado, no creo.
Se puso de rodillas para no parecer tan grande, con la cara casi a la altura de la de Tooqui. Era un riesgo. Para concentrarse en el ladronzuelo tendría que perder de vista a sus camaradas armados con piedras. Si les daba por apedrearla mientras hablaba con él, no iba a poder defenderse. Pero Luminara le había dicho muchas veces que para conseguir algo que mereciera la pena había que arriesgarse.
Lo que ella no sabía era que en ese preciso instante, en la lejana Coruscant, un grupo de individuos extremadamente sobrados de poder y determinación estaba reflexionando sobre el mismo concepto, aunque lo que ellos se jugaban era inconcebiblemente superior.
—No quiero hacerte daño, Tooqui. Quiero que seamos amigos —alzó la vista para mirar a los otros gwurran sobre el muro de la fisura. Algunos seguían teniendo piedras en las pequeñas manos de tres dedos. Intentó con todas sus fuerzas no dejar ver su nerviosismo—. Quiero que todos seamos amigos.
El gwurran dudó, consciente de que sus camaradas seguían con gran interés la confrontación que tenía lugar bajo ellos.
—¿Tú no daño Tooqui? ¿Tú no enfadada con yo?
Ella sonrió para tranquilizarle.
—Todo lo contrario, te admiro por lo que has hecho. No creo que ningún otro gwurran sea tan intrépido como para intentar robar a plena luz del día a un grupo de extranjeros altos y fuertes como mis compañeros y yo.
Aunque aún dudaba y seguía vigilándola de cerca, comenzó a soltar el comipac lentamente y a apartarse de la pared.
—¡Jajá!, eso verdad, sí. Nadie menos Tooqui listo o valiente para hacerlo —se acercó a ella—. Tooqui más valiente de los gwurran.
—No lo dudo —respondió ella, conteniendo una sonrisa—. De hecho, te considero bastante amigable.
Él se ofendió enseguida, y se estiró todo lo que pudo, por lo que su cara quedó a la altura del vientre de Barriss.
—¡Tooqui no amigable! ¡Tooqui el más fiero feroz asesino de todos enemigos gwurran!
—Pues claro que sí —dijo ella acercándose para acariciarle el pelo de la frente de atrás hacia adelante.
Tooqui se echó hacia atrás, pasándose la mano por la cabeza con rabia mientras intentaba aplastarse el revuelto pelillo.
—¡No haces eso! No tocas Tooqui —con el pelo de nuevo aplastado hacia atrás, la miró con sus ojillos naranjas y saltones—. Tooqui tiene mucha dignidad.
—Lo siento —bajó la mano de la ofensa con la palma hacia arriba—, y ahora, si vamos a ser amigos, Tooqui, y si te vas a unir a la fiesta, tendrás que devolver lo que cogiste.
El gwurran miró los paquetes indeciso.
—Tooqui cuesta mucho robar esto.
—Te doy mi palabra de que no te iba a gustar. Al menos no hasta que lo rehidratemos adecuadamente. Si vuelves conmigo, me encargaré de que seas el primero en probarlo.
—¿Primero? ¿Tooqui el primero? —Olisqueó con su único agujero de la nariz el paquete que aún tenía en la mano—. Tooqui siempre el primero.
Eso te crees tú, pequeño ladronzuelo, pensó ella.
—Entonces, ¿trato hecho? ¿Te vienes conmigo, somos amigos y damos una fiesta?
El gwurran dudó un momento, y finalmente le devolvió a Barriss el pack que tenía en la mano y luego los otros dos.
—Tooqui acepta unirse —se echó hacia atrás para mirar a sus compañeros—. Todo bien, bien ya. Tooqui ha reducido a la extranjera. Todos gwurran pueden bajar tranquilos. Vamos a ver lo que ofrecen los feos desagradables forasteros a los gwurran.
Barriss contuvo una sonrisa ante la bravuconería mientras el resto de los parlanchines gwurran, ágiles como arañas, se descolgaban por las paredes de la fisura para unirse a ellos. A pesar de las bravuconerías de Tooqui, se olvidaron de él, empujándose unos a otros para acercarse a ella, tocándole los pies, la piel de los antebrazos, y los ropajes protectores. Ella toleró la inocente curiosidad unos minutos, hasta que comenzó a volverse más íntima de lo deseable. Entonces se los quitó de encima y retrocedió por el desfiladero, con los tres comipac colgados al hombro y acompañada por toda la tribu de parlanchines y nerviosos gwurran.
Con dedos firmes continuaban toqueteándola mientras le soltaban una tanda incontrolada de preguntas.
—¿Humanos de dónde vienen…? ¿Tú por qué tan grandota…? ¿Qué te pasó en el pelo…? ¿Ves bien con ojos pequeños, pequeños y planos, planos…? ¿Esto que brilla bonito en cinturón qué es…?
—No lo toquéis.
Les dio una palmada en los dedos para alejarles del cinturón. La idea de un sable láser en manos de un rebelde, combativo y revoltoso gwurran no era muy tranquilizadora. Entre las paredes del estrecho desfiladero de las colinas, la ruidosa algarabía de los diminutos ansionianos era ensordecedora.
* * *
—¡No puede haber desaparecido!
Por décima o vigésima vez, Luminara repasó la lista de posibilidades. Barriss había salido de la cueva y se había perdido. Había encontrado algo interesante y se había ido a verlo en las colinas. Algo enorme y feroz había bajado del cielo y se lo había llevado. Estaba atendiendo necesidades personales en las que tardaba más de lo normal.
La última opción parecía la más probable, pero aun teniendo un desorden gastrointestinal grave, ya debería de haber vuelto. Y si no, tendría que haber utilizado su intercomunicador. Que no lo hubiera hecho abría otra gama de explicaciones posibles. El dispositivo estaba roto, se había quedado sin batería inexplicablemente, se le había caído del cinturón en alguna parte y lo estaba buscando por alguna colina o… se lo habían quitado a la fuerza. Luminara no podía imaginarse qué o quién podía ser responsable de esto último, pero en ausencia de hechos sólidos, tenía que considerar todas las posibilidades.
Percibió movimiento y se giró. Obi-Wan, Anakin y Kyakhta volvían de buscar por las elevaciones que rodeaban su pequeño refugio.
—Ni rastro por ninguna parte —el tono de Anakin mostraba una profunda preocupación—. ¿Es posible que se haya ido corriendo en lugar de caminando?
—Eso dependería de las circunstancias, ¿no?
Luminara intentaba con todas sus fuerzas no mostrarse iracunda ni sarcástica. Sabía que la ausencia de Barriss no tenía nada que ver con Anakin. Pero la padawan era responsabilidad de Luminara. Si le ocurriera algo…
A Anakin le molestó un poco el tono de Luminara, pero no dijo nada. No estaba en posición de cuestionar a una Maestra Jedi, por mucho que la reacción de ella fuera irracionalmente abrupta. Aún no podía responder a Luminara Unduli de igual a igual. Pero pronto. Pronto…
Bulgan miró a la Jedi con su ojo bueno.
—Podemos coger los suubatar y peinar la zona en espiral, Maestra Luminara. De esa forma cubriremos mucha más parte del terreno. Quizá se haya caído por un agujero entre las rocas y se haya herido en una pierna.
Luminara asintió distraída y con preocupación. Desde la silla del suubatar podría ver mucho más que buscando a pie. El comentario del alwari implicaba algo bastante inquietante. Si Barriss se había caído en un agujero, y el agujero era grande, y se había quedado inconsciente, podrían no encontrarla nunca.
Entonces oyó una voz que les saludaba.
—¡Hola! ¡Estoy aquí!
El objeto de las preocupaciones del grupo apareció de repente, saliendo de una hendidura en la roca que ocultaba un pequeño túnel imposible de descubrir, a menos que uno se pusiera justo enfrente de la entrada o se agachara para mirar.
—¡Barriss! ¿Estás bi…? —la expresión de Luminara fue cambiando mientras se acercaba, cambiando de preocupada a enfadada—. ¿Dónde has estado, padawan? Te hemos estado buscando por todas partes. ¿Estás herida?
—No, estoy bien —Barriss salió del túnel sacudiéndose el polvo de las manos y estirándose—. Y nuestros nuevos amigos también.
Luminara no fue la única en retroceder un par de pasos sorprendida al ver un auténtico aluvión de pequeños bípedos ruidosos y parlanchines, emergiendo del oculto túnel, que enseguida se pusieron a investigar a los compañeros de Barriss con la misma candidez y falta de discreción que le habían mostrado a ella.
—Suubatar —exclamó uno al ver a las bestias, subiéndose a lomos del que pertenecía a Kyakhta. El guía se aproximó mostrando su irritación.
—¡Oye, enano! ¡Bájate de ahí! ¡Bájate ahora mismo!
Sentado sobre las patas medianas y traseras del despreocupado suubatar, un gwurran marrón y azul le hacía muecas frenéticamente al iracundo guía.
—¡Nyngwah, vah, habla raro calvo forastero! ¿A que no me bajas?
—¡Pero será…! —Kyakhta iba derecho a por el saltarín pigmeo, pero Luminara le detuvo.
—Déjale en paz, Kyakhta.
—Pero, Maestra Luminara, está…
—He dicho que le dejes en paz. Ven a conocer a esta gente.
—¿Gente? —murmuró Kyakhta con voz entrecortada, mientras cumplía reacio la orden de la Jedi—. Éstos no son gente. Son mugrientos.
Barriss comenzó a explicarles la razón de su larga ausencia, y Luminara se quedó de una pieza. El relato de la padawan era breve pero intrigante.
—Y entonces convencí a Tooqui de que devolviera lo que se había llevado, y se vino el resto de la tribu —Barriss miró a su Maestra con indecisión—. Les he prometido una especie de fiesta.
Luminara frunció el ceño.
—Esto no es un viaje de placer, padawan. ¿Obi-Wan, tú que opinas?
El otro Jedi se quedó pensativo. Después de un breve instante, sonrió de forma inesperada.
—Si bien es cierto que la promesa de un padawan no vincula a su Maestro, eso no significa que tengamos que deshonrarla. No tenemos músicos, y hablo por mí cuando digo que ya he tenido suficientes espectáculos en este viaje, pero creo que podremos enseñarles algunas cosas y dejarles probar un poco de nuestra comida. Quizá acepten aprender cosas de la galaxia en lugar de cantar y bailar. Puede que eso sea suficiente para que podamos denominar «fiesta» a este encuentro.
Pero la verdad era que daba igual lo que hicieran los viajeros. A los gwurran les parecía todo divertidísimo. Tanto si se trataba de una demostración de aparatos tecnológicos, o si les mostraban sus distintos tonos de piel carente de vello, como si se dedicaban a comparar los gruesos dedos humanos con los tres largos dedos ansionianos, la tribu parecía encantada. Sin hacer uso de ningún tipo de tacto, se pusieron a toquetearlo todo, a los viajeros, a los suubatar y a las provisiones. Pero ya no hubo más intentos de robo. Cuando una adolescente intentó hacerse con una caja de plasticina, fue severamente reprobada por los adultos. Luminara apreció el hecho de que, si bien no había una comprensión mutua, lo cierto era que se había establecido una amistad.
O por lo menos entre los humanos y los gwurran. Los petulantes guías alwari observaban los acontecimientos en silencio, tolerantes pero ni mucho menos entusiasmados, hasta el punto de que Luminara decidió preguntarles por sus reticencias.
—¿Y esa actitud, amigos míos? —les preguntó—. ¿Habéis tenido malas experiencias con esta tribu anteriormente?
—Yo nunca había visto criaturas como éstas —Kyakhta estaba pegado a su suubatar como si le diera miedo que un puñado de gwurran se subieran encima de repente y se lo llevaran—. No sé qué son ni quiero saberlo.
—Los alwari no nos acercamos a este tipo de sitios —añadió Bulgan—. No es de extrañar que mi clan nunca se haya topado con ellos.
—Pues no son tan diferentes a vosotros —señaló ella—. De acuerdo, son más pequeños. Pero eso como mucho implica que no son una amenaza. ¿Y qué pasa porque tengan los ojos un poco más grandes en proporción a su cara y que tengan todo el cuerpo cubierto de pelo, no como los alwari? Hablan un dialecto de vuestro idioma, y por su apariencia y sus actos, no se diferencian mucho de otras tribus que hayamos visto en Cuipernam.
—No son alwari —replicó Bulgan, que normalmente era bastante equitativo—. Son pequeños salvajes ignorantes, eso es lo que son.
—Ah, ya entiendo —se giró para contemplar la diversión que provocaba que Obi-Wan hiciera una demostración de un comipac autococinable. Se oyeron grititos de admiración seguidos de una incesante charla entre la peluda audiencia—. Así que los alwari son un pueblo educado, sofisticado, de miras avanzadas, mientras que estos gwurran son ignorantes y primitivos.
El silencio de los guías fue respuesta suficiente.
Luminara asintió mientras les miraba a los ojos.
—¿No es eso lo que piensa la gente de la ciudad de los alwari?
Kyakhta parecía confundido. Bulgan se esforzaba al máximo por comprender el concepto. Luego miró a su amigo y compañero. Si era posible que un alwari pusiera cara de tonto, los dos guías lo consiguieron.
—Sois una buena Maestra, Luminara —Kyakhta se levantó—. En lugar de gritar, dejas que aquellos a los que estás enseñando sigan su propio camino y ritmo hacia el conocimiento —ambos guías dirigieron su mirada más allá de Luminara, contemplando a los frenéticos, pero esencialmente cándidos gwurran desde otro punto de vista—. Quizá tengáis razón. Puede que sólo sean algo curiosos, y no una tribu que vive del saqueo.
—Dadles una oportunidad. Eso es todo lo que se os pide. Igual que Barriss os la dio a vosotros.
—Eso me parece justo.
Los guías se dirigieron hacia el lugar en que Obi-Wan realizaba sus demostraciones para ofrecer su ayuda, y mientras los veía irse Luminara pensó que había puesto su granito de arena para conseguir la tolerancia y entendimiento necesarios para establecer un gobierno planetario justo y sólido.
Y una República duradera también, se dijo a sí misma mientras observaba a Barriss manos a la obra.
—Pero nosotros no somos nómadas.
La padawan intentaba explicar la naturaleza y el propósito de los Caballeros Jedi a unos cuantos gwurran que prestaban toda su atención, pero se hallaban algo confundidos.
—Claro, claro que lo sois —replicó uno de los de la tribu—. Nos dices lo que hace el pueblo Jedi. Viajar, viajar, siempre, ir de un sitio a otro y luego a otro, siempre en movimiento, nunca quedarse mucho —ella suplicó ayuda a sus compañeros con la mirada—. Eso es un nómada.
—Es cierto que algunos de nosotros no llegamos a echar raíces en ninguna parte —admitió Luminara—. Pero hay otros que viven una larga temporada en un único sitio. Por ejemplo, si obtienes una plaza en el Consejo Jedi, te pasas la mayor parte del tiempo en Coruscant.
—¿Qué es un Coruscant? —preguntó otro de los gwurran.
—Es otro mundo, como Ansion —le explicó Barriss.
Las criaturas intercambiaron miradas de asombro.
—¿Y qué es un Ansion? —preguntó finalmente uno con voz ingenua.
Barriss suspiró con resignación e intentó explicarles el concepto de múltiples planetas. Hubiera sido más sencillo de noche viendo las estrellas en el firmamento. Era evidente que los horizontes de los gwurran eran mucho más limitados que los de los alwari.
Los viajeros, que deberían haberse puesto en camino de inmediato, se pasaron gran parte del día educando y entreteniendo a los gwurran, que mostraban un deseo apasionado de aprender y explorar nuevos conceptos. Luminara se dio cuenta de que lo que necesitaban no era una visita ocasional sino una enseñanza permanente, para que al menos llegaran al nivel educativo de los nómadas que tanto les disgustaban. Teniendo en cuenta sus desventajas físicas y mentales, estaba claro que necesitaban más ayuda. Cuando volvieran a Cuipernam daría parte de la situación a las autoridades pertinentes. Y si no mostraban demasiado interés, podía contar con asociaciones y organismos de la República especialmente orientados a ayudar a comunidades étnicas aisladas como los gwurran.
Obi-Wan y ella decidieron que, a pesar de la afabilidad que mostraban los pequeños ansionianos, la caída de la noche podía ser demasiado tentadora para aquellos más propensos a las sustracciones de lo ajeno. Lo mejor era no dar ninguna posibilidad y abandonar el lugar mientras el sol siguiera brillando. La cueva del desfiladero era un campamento inmejorable, pero ya se las arreglarían en las praderas abiertas.
Así que se despidieron y prometieron enviar a otros para enseñar y ayudar a los gwurran. Y cuando ya estaban con los últimos preparativos, Luminara sintió unos golpecitos en la pierna. Bajó la vista y vio a uno de los gwurran. Era Tooqui, el ladronzuelo de inusual iniciativa y valor que había llevado a la persistente Barriss hasta su tribu.
—¿Qué quieres, Tooqui? —le preguntó amablemente—. Sabes que estamos a punto de irnos.
—Tooqui sabe —se golpeó el pecho cubierto de pelo marrón y negro con los dedos—. Tooqui el más valiente de los gwurran, el mejor luchador, el más listo, el más guapo, el más…
—Sí, eres un buen representante de tu tribu, Tooqui —Luminara asintió distraída mientras comprobaba que las provisiones estaban bien atadas al lomo de su suubatar—. Seguro que están todos muy orgullosos de ti.
—¡Vah! —exclamó él de repente—. ¡Gwurran muy estúpidos! No tienen sueños, ni objetivos, ni metas. Felices viviendo en agujeros de colinas —el pequeño ratero se pavoneó un poco—. Tooqui quiere más. Tooqui tiene que tener más —le dirigió una mirada con sus ojos saltones y anaranjados—. Quiero ir con vosotros.
Ella se detuvo en su tarea y devolvió la mirada a aquellos ojos enormes.
—Tooqui, no puedes venir con nosotros. Lo sabes.
—¿Saber qué? No sé eso —al gwurran no le imponía en absoluto la enorme Jedi—. Tooqui sólo sabe lo que ve. Y veo que os sobra sitio en grandes suubatar para Tooqui pequeño. Peleo duro y no como mucho. Normalmente.
Ella sonrió.
—¿Normalmente peleas duro o normalmente no comes mucho?
Dio un paso atrás y pateó el suelo con rabia.
—¡No tomes pelo a Tooqui! ¡Yo no estúpido como estas lombrices de tierra! Tooqui muy, muy listo.
—¿Lo suficientemente listo como para robamos mientras durmamos? —le preguntó ella punzante.
La pequeña criatura se puso una mano en la cara y otra en la nuca y dijo todo lo solemnemente que le permitía su apariencia.
—Que Tooqui se queme en el sol si vuelve a coger un grano de cereal sin permiso de sus nuevos amigos. Que sus entrañas se le caigan al suelo y se escapen como gusanos. Que todos sus parientes ardan en la hoguera que limpia los espacios abiertos y…
—Vale, vale —ella reprimió la risa—. Ya lo capto —aunque de alguna forma le dio la impresión de que a Tooqui le daría igual que algunos de sus parientes tuvieran un final un poco desagradable—. Eres valeroso y sincero. Pero aun así no podemos llevarte con nosotros. Barriss ya os ha dicho a ti y a los tuyos que estamos llevando a cabo una misión difícil y peligrosa y que no podemos ocupamos de llevar invitados.
—¡Tooqui se cuida solo! Ya lo verás, verás. Tooqui no miedo al peligro —volvió a golpearse el pecho—. Tooqui desayuna peligro. Y además es buena mascota.
Ella pestañeó.
—¿Mascota? Pero Tooqui, tú eres un ser inteligente. No puedes ser una mascota.
—¿Por qué no? Los gwurran tienen pequeños yiran y a veces omoth como mascotas. Les dan comida gratis, un sitio para vivir, protección de los shanh y otras cosas que se los quieran comer. A mí parece trato bueno, bueno. Si soy inteligente, tú dices, soy inteligente para elegir lo que quiero.
—No es eso —lo último que hubiera esperado del gwurran era que la confundiera con una argumentación sutilmente académica—. Es sólo que… no sería correcto.
—Si yo inteligente para elegir por mí mismo, ¿dónde está lo incorrecto? —sonrió mostrando una versión en miniatura de los agudos dientes de sus guías—. Ésa es la decisión inteligente de Tooqui: yo quiero, quiero ir con nuevos amigos como mascota. Conocer el mundo bola Ansion. Y otros mundos bola, a lo mejor. Aprender mucho y volver y ayudar a los gwurran.
La propuesta no sólo era racional, sino que era innegablemente noble, pensó Luminara, aunque desde luego la criatura tuviera sus propias razones personales. ¿Cómo iba a decirle que no? A los Jedi les enseñaban a utilizar la lógica y la razón con aquellos que se mostraban en desacuerdo con ellos, y no a terminar una discusión con un categórico «porque yo lo digo».
—Los Jedi no pueden tener mascotas —exclamó ella exasperada.
—¿En qué normativa se dice eso, Maestra?
Barriss intervino en la conversación en el peor momento. Luminara miró a su padawan.
—Estoy segura de que lo dice en alguna parte. Y en cualquier caso, no estamos preparados para llevar invitados.
—Tooqui se equipa solo —puso una mano en la de Barriss y sonrió con inocencia—. ¿Ves? ¿Mascota buena, sí, sí?
—¡Por favor! —Luminara se giró para terminar de asegurar sus provisiones al suubatar y gruñó mientras ajustaba una correa—. Si te haces responsable de él, Barriss, entonces supongo que puede venir —se giró para mirarles—. Pero si causas el menor problema, Tooqui, si nos estorbas o nos impides realizar nuestro trabajo de alguna forma, entonces te irás, irás. Te volverás a las colinas sin discusión, ¿entendido?
Repitiendo el gesto de las manos en la cabeza, el ansioso gwurran respondió sin dudarlo.
—Si causo algún impedimento, que me pudra, pudra en agua estancada. Que todo mi pelo se vuelva morado y yo me dé la vuelta de dentro hacia afuera. Que me coma mis propios pies y…
—Dile que se calle —le dijo Luminara con desesperación a su padawan—. Y que no se acerque a mí.
—Se portará bien —Barriss se agachó y le dio unas palmaditas en la cabeza—. ¿A que sí, Tooqui?
—Tan bien como sólo un gwurran lo hace —respondió él.
A Luminara aquella respuesta no le resultó demasiado tranquilizadora.