La sencilla y elevada melodía de su niñez seguía desarrollándose ante la atenta asamblea, acallando a los niños y haciendo que los sadain y los suubatar dirigieran las orejas hacia el centro del campamento. Flotaba libremente cruzando el lago y los juncos, para acabar perdiéndose en la oscuridad de la inmensa noche. Ninguno de los yiwa, que escuchaban con suma atención, entendió ni una palabra, pero la fuerza de la voz del joven humano y el ardor con el que cantaba bastaron para comunicar su soledad. Pero hasta esto era innecesario. La canción del humano era muy diferente de sus agudas armonías, pero como casi todos los tipos de música no necesitaba un idioma para romper las barreras entre las especies.
Le costó un poco a Anakin darse cuenta de que había terminado. Parpadeó y miró a su variado público. Entonces comenzaron los silbidos, los crujidos de nudillos coordinados. Tendría que haberse alegrado, pero en lugar de eso, corrió a sentarse de nuevo al lado de su Maestro, con la cabeza gacha y completamente rojo, intentando sin éxito ocultar lo incómodo que se sentía. Alguien le dio unas palmaditas en la espalda. Era Bulgan, jorobado y contrahecho, y con la cara iluminada de emoción.
—¡Qué bien ha sonado, Maestro Anakin, qué bien! —se puso una mano en la abertura auditiva—. Habéis complacido a todos los alwari.
—¿Ha estado bien? —le preguntó a su Maestro con tono inseguro. Para su sorpresa, la expresión de Obi-Wan era de una aprobación sin precedentes.
—Justo cuando creo que ya te conozco, es cuando me vienes con otra sorpresa, Anakin. No tenía ni idea de que pudieras cantar así.
—Ni yo, la verdad —dijo con timidez el padawan—. Encontré algo de inspiración en un viejo recuerdo.
—A veces, ésa es la mejor fuente de inspiración —comenzó a levantarse. Era su turno—. Hay otra cosa interesante de la que quizá no te hayas dado cuenta. Tu voz es más grave cuando cantas.
—Sí me he fijado, Maestro —Anakin sonrió encogiéndose de hombros—. Creo que sigue cambiando.
Observó a su Maestro avanzando con confianza al centro del círculo. ¿Qué haría Obi-Wan para revelar a los yiwa su yo interior? Anakin tenía tanta curiosidad como cualquiera. Jamás había visto a Obi-Wan cantar, bailar, pintar o esculpir. Lo cierto es que Obi-Wan Kenobi, Caballero Jedi, era alguien demasiado rígido. Lo que no limitaba en absoluto su capacidad para guiar, pensó Anakin.
Obi-Wan repasó un momento su conocimiento del dialecto local, para asegurarse de que lo controlaba. Luego juntó las manos, se aclaró la garganta y comenzó a hablar. Eso era todo. Nada de saltos acrobáticos al estilo saltimbanqui de Barriss, nada de declamaciones emotivas a pleno pulmón como Anakin. Sólo habló.
Pero era música.
Al igual que la exhibición gimnástica de Barriss con el sable láser, aquello era otra novedad para Anakin. Al principio, tanto él como muchos yiwa se quedaron un tanto desencantados, ya que esperaban algo más espectacular, más grandioso. Si todo lo que iba a hacer el Jedi era hablar, podían irse a hacer otra cosa. Y algunos hasta se levantaron para marcharse. Pero Obi-Wan seguía declamando, y su voz se alzaba y descendía con un tono suave que era hipnotizante, firme, y aquellos que se habían levantado volvieron para sentarse y escuchar, como si la voz fuera tan adictiva como la droga más potente.
Obi-Wan tejió una historia que, como todas las grandes historias, comenzaba de forma sencilla. Incluso era un tanto aburrida. Pero los detalles comenzaron a surgir, y las verdades profundas se hicieron evidentes a través de la aventura, y ya ninguno era capaz de levantarse. Por mucho que lo intentaran, los yiwa, jóvenes y ancianos, permanecían absortos con la historia del Jedi.
Había un héroe, por supuesto. Y una heroína. Y cuando están presentes esos dos elementos, siempre hay una historia de amor verdadero. Pero había en juego cosas más importantes que su amor. El destino de millones de seres pendía de la balanza, y sus vidas y las de sus hijos dependían de tomar la decisión correcta, y de luchar por la verdad y la justicia. Había sacrificio y guerra, traiciones y revelaciones, codicia y venganza, y, al final, cuando el destino de los amantes pendía como una pequeña pesa de un fino hilo, redención. Después de eso, el humilde narrador no pudo ver, no pudo distinguir, nada que le diera muestras de insatisfacción por parte de su audiencia.
Con una sonrisa, Obi-Wan le preguntó al público si de verdad querían saber el final. El coro de la concurrencia se lo pidió tan vehementemente que despertó a la mitad del ganado. Anakin se dio cuenta de que hasta Mazong estaba metido en la historia y exigía un final.
Obi-Wan alzó las manos pidiendo silencio y lo obtuvo de inmediato. Un silencio tan profundo que hasta se podía oír a los pequeños rascadores peludos al otro lado del lago frotando sus vientres contra las rocas. En voz muy baja, concluyó la historia, sin alzar el tono en ningún momento, pero soltando las palabras cada vez más rápido, hasta que el público, que se adelantaba cada vez más para oír bien y no perderse nada, amenazó con aplastarse contra el círculo de arena.
Cuando contó el final sorpresa, hubo gritos de alegría y risas, y a continuación todos comentaban la historia. Obi-Wan volvió a su sitio y tomó asiento. Los yiwa estaban tan absorbidos por la historia que se olvidaron de silbar o de crujirse los nudillos, pero daba igual. No había necesidad de aplausos, la historia de Obi-Wan había pasado de la simple aprobación al reino de la aceptación completa.
—Le ha encantado a todos, Maestro —Anakin no encontraba palabras—. Yo me incluyo.
Obi-Wan jugueteaba con la arena y se encogió de hombros de forma desconcertante.
—Es el poder de la narración, mi joven padawan.
Anakin reflexionó sobre la frase, estaba aprendiendo a hacerlo con todo lo que decía Obi-Wan.
—Habéis mantenido a todos en completa expectación. Yo creo que expectante lo define mejor. No me esperaba el final feliz. ¿Todas vuestras historias tienen finales felices?
Obi-Wan cogió un puñado de arena, la apartó a un lado, y luego levantó la mirada para clavársela a su aprendiz, que se sobresaltó.
—Eso lo sabremos con el tiempo, Anakin Skywalker. En el arte de narrar no hay nada predeterminado, no se da nada por sentado, lo sorprendente se convierte en frecuente, y uno aprende a esperar lo inesperado. Pero lo normal es que, si se juntan personas razonables y de buena voluntad, el final feliz esté asegurado.
El padawan frunció el ceño.
—Yo hablaba de los cuentos, Maestro, no de la realidad.
—Lo uno no es más que un reflejo de lo otro, y a veces es difícil distinguir el original de la imagen del espejo. Pero las historias tienen en ocasiones mucho más que enseñar que los hechos —Obi-Wan sonrió—. Es como hacer un pastel. Es crucial elegir bien los ingredientes antes de meterlo en el horno —antes de que Anakin pudiera intervenir, el Jedi volvió a centrar su atención en la fiesta—. Ya hablaremos de esto después, si quieres. Ahora debemos mostrar nuestra cortesía a la Maestra Luminara prestándole la misma atención que los yiwa.
Anakin no estaba satisfecho, pero se mostró comprensivo. La Maestra Luminara ya se encontraba en el centro del escenario. Tampoco es que fuera un escenario de verdad, pensó él. La iluminación era escasa, el suelo inestable y decir que era «poco sofisticado» sería mucho decir, pero ella parecía sentirse como en el mejor teatro de Coruscant. Había mencionado varias veces el frío que sentía debido al cortante aire de las praderas, así que no era de extrañar que llevara sus largas vestiduras. Los yiwa, asombrados con las acrobacias de Barriss, emocionados con la canción de Anakin y absorbidos por el relato de Obi-Wan, esperaban con expectación el número de la última de los visitantes.
Luminara cerró los ojos largo rato. Luego los abrió y se arrodilló. Cogió un puñado de arena. Se alzó y dejó que resbalara entre sus dedos. Los granos caían arrastrados por el viento formando un arco al caer de la mano de la mujer. Cuando vació el puño, se limpió las palmas de las manos para quitarse todos los granos.
Entre los yiwa hubo agitación. Hasta el niño más pequeño del clan era consciente del honor de aquel gesto para sus tierras. El reconocimiento tenía su mérito, pero tampoco era muy espectacular. Tenía que haber algo más.
Y ahí estaba. Luminara se arrodilló de nuevo y volvió a llenarse la mano de arena, dejando que se le escapara entre los dedos. De la multitud surgieron murmullos de desaprobación. Barriss estaba preocupada, y notó que Anakin se encontraba igual de confuso y desconcertado que ella. Obi-Wan parecía tranquilo, pero eso no quería decir nada. Siempre parecía el mismo.
Pero se vio a sí misma inclinándose hacia adelante para ver mejor. Había algo raro, algo distinto, en la pequeña columna de arena que se derramaba entre los dedos de su Maestra. Le costó un poco darse cuenta de lo que era. Cuando lo hizo, y aun siendo consciente de las capacidades de su Maestra, se quedó boquiabierta.
La arena caía en dirección opuesta al viento.
Se trataba de arena de playa común y corriente, cogida de la orilla del lago, pero en los delicados, y fuertes dedos de la Jedi, se convirtió en algo mágico. La luz de los faroles se reflejaba en la cascada de granos, convirtiendo la mica en espejo pulido y el cuarzo en piedras preciosas. Cuando la última partícula cayó de la mano de Luminara, la arena cambió de dirección. Un ¡ajá! de admiración se oyó entre el público. La arena caía hacia arriba.
Como si fuera un cable de metal, la columna de arena comenzó a girar alrededor de la Jedi, encerrándola en una espiral cerrada y ascendente. Otra columna comenzó a elevarse del suelo para rodear a la mujer, como si fuera una serpiente saliendo del huevo ya de adulta. Las resplandecientes espirales rotaban cada una en una dirección, deshaciéndose en hilos cada vez más finos, hasta que Luminara estuvo rodeada de una multitud de finísimas líneas de granos brillantes. Era como si se la hubieran tragado treinta columnas de diamantes bailarines, finas como una aguja.
La Jedi comenzó entonces a dar vueltas. Primero lentamente, guardando el equilibrio sobre un pie y empujándose con el otro. Los finos hilos de arena respondían a su movimiento, y la mitad giraba con ella y la otra mitad en la dirección opuesta. Todo se desarrollaba en el más absoluto silencio, pero a Barriss le pareció estar oyendo música.
Luminara empezó entonces a acelerar el ritmo, como desafiando a la arena giratoria. La fuerza centrífuga hizo que los bajos de sus vestiduras comenzaran a elevarse y los anillos de arena se apartaban para dejarles paso.
La concurrencia contuvo la respiración. Luminara, entre un baile de vestiduras y arena, comenzó a despegarse del suelo. Seguía girando, pero sus pies se elevaron hasta que estuvo a un palmo del suelo. En ese momento de inclinó hacia adelante y comenzó a rotar al mismo tiempo que giraba, manteniéndose en el aire. Era la demostración de control sobre la Fuerza más impresionante que Barriss había visto jamás.
Las espirales de arena seguían los movimientos de Luminara rotando con ella, hasta que formaron un globo casi sólido de luz, y las cegadoras partículas casi ocultaban su cuerpo. Entonces se produjo un sonido suave, como si una nube soltara el aire, y Luminara aterrizó con las manos estiradas y las piernas abiertas. La cortina esférica de arena cayó al suelo a su alrededor. Bajó los brazos e inclinó la cabeza a modo de saludo antes de volver a reunirse con sus amigos.
—Bueno, estoy impresionado. ¿Cómo te sientes?
—Mareada.
Sonrió levemente, pero apenas dio más síntomas de lo que sentía por dentro.
—Por favor, Maestra, decidme el secreto del truco giratorio.
Barriss estaba ansiosa por saberlo.
Luminara se giró un poco para mirar a su padawan y le dijo despacio:
—El truco, querida, es no vomitar. Al menos hasta que te hayas alejado lo suficiente del escenario.
No hubo aplausos. Ni silbidos, ni crujido de nudillos para celebrarlo. Los yiwa se levantaron solos o en pareja y se fueron dispersando hacia sus endebles chozas y hogueras ceremoniales. Unos cuantos guardias armados volvieron a su puesto, a hacer la vigilancia nocturna para prevenir el ataque de los shanh y otros depredadores que pudieran amenazar al rebaño. Antes de lo esperado, los visitantes se quedaron solos con Mazong y sus consejeras.
—El clan ha presenciado muchos espectáculos por parte de gran cantidad de invitados —comenzó a decir el jefe yiwa—, pero ni los más viejos recuerdan uno tan rico, tan sorprendente y tan extraordinario.
—Ya, pero yo no he podido hacer mi número de malabares —murmuró Bulgan decepcionado. Kyakhta le dio un codazo en las costillas.
Mazong ignoró al alwari e hizo como si no le hubiera oído.
—Habéis cumplido de sobra vuestra parte del trato —clavó los ojos en Luminara—. Daría lo que fuera por saber cómo hicisteis eso.
—Y yo —intervino Anakin—. Sería muy útil en el combate.
Luminara comenzó a explicar a sus anfitriones lo que era la Fuerza, el uso que los Jedi hacían de ella y la naturaleza de su esencia, oscura y benigna a la vez. Cuando terminó, Mazong y sus consejeras asintieron con solemnidad.
—Viajáis con mercancías peligrosas —dijo en tono sombrío.
—Como todo lo bueno, tiene su riesgo —dijo ella—. Como esta propuesta de acuerdo entre la Unidad de Comunidades y los clanes alwari. Pero si se le otorga el respeto que se merece, la Fuerza acaba estando al servicio del bien. Y lo mismo puede decirse del tratado que estamos intentando consolidar.
Mazong dialogó con sus consejeras. Las dos ancianas parecían muy animadas, pensó Barriss. Cuando terminaron, el jefe se volvió hacia sus invitados, y ella se abrigó con sus ropajes. Aunque los vientos de Ansion tendían a disminuir al cabo del día, no siempre cesaban por completo, y tenía frío.
—Estamos de acuerdo —señaló magnánimamente a Bulgan y a Kyakhta—. Daremos las indicaciones necesarias a los guías para que encontréis a los borokii cuanto antes. Aunque sean unos descastados, el hecho de que les hayáis elegido les honra.
—¿Cuánto tardaremos en encontrarles? —preguntó Obi-Wan.
—Son impredecibles —Mazong se levantó y sus invitados le siguieron—. Los borokii también son alwari. Quizá hayan acampado como los yiwa, pero si siguen en movimiento tendréis que seguirles el rastro. Nosotros sólo podemos encaminaros hacia su último asentamiento conocido —les dirigió una sonrisa tranquilizadora—. No desesperéis. Con nuestras indicaciones les encontraréis antes que por vuestra cuenta.
—Agradecemos vuestra cordialidad y vuestra hospitalidad —le dijo Luminara.
Él le respondió con un gesto que no supo interpretar.
—Nos habéis compensado con creces. Lo cierto es que ahora nos avergonzamos de nuestras sospechas.
—La precaución no debe ser motivo de vergüenza —concluyó Obi-Wan. Un Jedi podía estar sin dormir mucho tiempo, pero no por propia voluntad. Estaba cansado. Todos lo estaban.
Anakin en concreto no podía quitarse de la cabeza la exhibición de la Maestra Luminara. Le mantuvo preocupado cuando se fue a dormir y cuando se despertó seguía estándolo. Él pensaba que había visto o leído todo sobre las posibilidades de la Fuerza. Pero una vez más, sus conclusiones eran erróneas. No podía ni imaginar la cantidad de estudio y control necesarios para realizar semejante hazaña. La complejidad de controlar simultáneamente el cuerpo y miles de granos de arena individuales estaba más allá de sus posibilidades.
Por ahora, pensó mientras se acostaba en la casa de los invitados. Aunque era consciente de sus limitaciones en aquel momento, tenía una confianza infinita en sus capacidades. Era la misma confianza que le había permitido sobrevivir a una infancia difícil, y la misma que le había proporcionado las habilidades para reparar androides que le habían hecho tan valioso a ojos de aquel cruel bicho con alas llamado Watto, y le habían permitido participar en la liberación de Naboo del yugo de la Federación de Comercio. La misma confianza que le permitiría algún día conseguir todo lo que quisiera. Fuera lo que fuese.
* * *
No hubo celebraciones cuando se fueron a la mañana siguiente. Ni un coro de jóvenes yiwa alineado para despedirles. Ni una escolta de jinetes para acompañarles hacia el Norte, ni estandartes ni instrumentos musicales. Simplemente les dijeron por dónde tenían que ir y les enviaron hacia allá.
Mientras se alejaban al trote sobre los descansados suubatar, Luminara le preguntó a Bulgan sobre la inexistencia de alguna ceremonia de despedida. El tuerto alwari hizo un gesto de suficiencia.
—La vida de un nómada es muy intensa, aunque no es tan dura como antaño. No hay tiempo para las frivolidades. Siempre hay animales a los que cuidar, jóvenes a los que instruir, casas que construir o que reparar, ancianos a los que atender, y hombres y animales que necesitan agua y comida. Ésa es la razón por la que los rituales como el de anoche son tan importantes. La diversión es necesaria y respetada, pero sólo cuando hay tiempo para ella —cabalgó en silencio un momento antes de añadir—: Lo cierto es que habéis dejado una grata impresión de la orden Jedi en los yiwa —señaló con el dedo al resto de los jinetes—. Todos.
—Nosotros también disfrutamos —le dijo ella—. No es frecuente que se nos pida que revelemos esa parte de nuestro ser. La mayor parte del tiempo la pasamos explicando la política de la República o defendiéndola, o preparándonos para ambas cosas. Créeme —dijo—, hay muy pocos como los Jedi en la galaxia que comprendan mejor lo que has dicho de los nómadas.
El guía asintió gravemente y sonrió.
—Pero al igual que los alwari, vosotros también sabéis pasároslo bien —al ver que no había respuesta, añadió cauteloso—. ¿No?
Ella suspiró mientras cambiaba de postura en la silla.
—Yo me hago esa pregunta alguna vez. Pero parece que las palabras entretenimiento y Jedi se excluyen mutuamente —recordó algo y sonrió—. Pero recuerdo una broma que le gastó el Maestro Mace Windu al Maestro Ki-Adi-Mundi. Tenía que ver con tres padawan y el número de globos oculares disponibles en la habitación…
Comenzó a contarle aquella historia a Bulgan, que la escuchaba con interés y atención. Cuando la Jedi terminó, él hizo un gesto de ignorancia, y en su rostro se veían los signos de que se esforzaba por entender lo inasible.
—Lo siento, Maestra Luminara, pero no veo la gracia de la historia. Supongo que el humor Jedi es tan incomprensible como la Fuerza —se mostró sincero—. Quizá uno tenga que comprender la Fuerza para coger las bromas.
—No lo creo —cabalgó en silencio un momento y añadió suspirando—. Bueno, a mí me parecía gracioso.
Llevaban un ritmo excelente. Todos estaban muy animados por haberse encontrado con los yiwa, que al principio se mostraron reticentes pero al final colaboraron, y además ahora tenían algo parecido a un sitio adónde ir. Barriss pensó, mientras se arrellanaba en su silla de montar, que por lo menos no iban cruzando la pradera al galope esperando encontrarse por casualidad con los borokii. Las indicaciones de Mazong habían sido bastante específicas, aunque era probable que los borokii se hubieran puesto en movimiento de nuevo. Se preguntó si sus rituales y costumbres serían muy distintas de las de los yiwa. Kyakhta le había dicho que dentro de los numerosos clanes alwari había grandes diferencias.
Viajaban hacia el Norte cuando sus guías se detuvieron súbitamente, Barriss se incorporó en la silla y escudriñó el horizonte, que era igual en todas direcciones, y llevaba así días. Una pradera infinita, y campos de cereal nativo sólo interrumpido en ocasiones por unos cuantos árboles, alguna depresión con agua o fango y una colina aislada. Nada parecido a una construcción y nada que superara en altura a un suubatar sobre sus patas traseras. Así que se preguntó con curiosidad qué sería lo que les había llevado a detenerse, y por qué razón parecían algo más que inquietos.
—¿Qué pasa? —Luminara y Obi-Wan se adelantaron para preguntar a los guías. La inspección cuidadosa de los cuatro horizontes no aclaraba la razón de la súbita parada—. ¿Por qué nos hemos parado aquí?
—Escuchad.
Ambos alwari se erguían en su silla esforzándose obviamente por escuchar. ¿Pero qué?
Luminara y sus compañeros guardaron silencio. Lo único que se oía era a los suubatar masticando suavemente los granos de cereal, el constante rumor del viento entre las espigas y el aullido ocasional de un kilk cazando artrópodos de caparazón blando.
Entonces Barriss lo oyó. Primero era sutil, como el primo hermano del viento. Luego comenzó a hacerse más intenso, un sonido suave que venía del Norte, desde el punto al que se dirigían. Se intensificó hasta convertirse en un zumbido audible, aun silenciado pero creciendo inexorable en la distancia. Observando atentamente en la dirección de la que venía el susurro, Luminara pudo distinguir al fin algo como una nube oscura y baja.
Los suubatar comenzaron a agitarse inquietos, haciendo aspavientos con la afilada cabeza y pateando el suelo con las patas medias y traseras. Le costaba controlar al animal. En ese momento, Kyakhta les miró.
—¡Kyren! —exclamó asustado.
—¡Rápido, amigos! —Bulgan se puso de pie de repente en la silla y oteaba el horizonte en todas direcciones—. ¡Tenemos que encontrar un refugio!
—¿Un refugio? —Obi-Wan se mantuvo en el sitio, pero comenzó a mirar también a su alrededor—. ¿Aquí?
—¿Para protegemos de qué? —preguntó Barriss. Ya había oído el murmullo y había visto la nube—. ¿Qué es un kyren?
Sin suspender la búsqueda, Bulgan acercó su animal al suyo.
—Una criatura voladora que viaja por las praderas de Ansion, migrando de región en región con los cambios de estación —señaló al suelo—. Cuando maduran las espigas de una zona y están repletas de granos, el kyren hace un vuelo rasante sobre ellas y se los come. Luego se asienta para descansar y para criar. Cuando los jóvenes están preparados, vuelven a emprender el vuelo para buscar más comida.
Ella parpadeó mirando a la difusa sombra del horizonte.
—Pero eso no puede ser una criatura viniendo hacia nosotros.
—No lo es —dijo Bulgan con evidente inquietud—. Son muchas más.
—No veo el peligro —Anakin se adelantó para formar parte de la conversación—. ¿Tenemos que escaparnos de una bandada de comedores de grano? Porque sólo comen grano, ¿no?
Una extraña expresión apareció en el rostro del guía, extraña hasta para un ansioniano tuerto, con cresta y un único agujero de la nariz.
—El grano es su comida favorita, sí. Pero una vez que han emprendido el vuelo no pueden, o no quieren, o simplemente olvidan cambiar de dirección. Tampoco elevan la trayectoria para no interceptar los obstáculos —tragó saliva—. Se estrellan contra las rocas. Se llevan por delante a seres vivos como los suubatar o los hootl o los cicien. A menos que esos seres encuentren un sitio en el que guarecerse o consigan escapar.
—¿Hootl o suubatar? —preguntó Barriss con un hilo de voz—. ¿O personas?
De alguna forma no le sorprendió que Bulgan asintiera solemne.
Anakin se llevó la mano al cinturón.
—Tenemos los sables láser además de otras armas. ¿Es que no podemos defendemos de esas cosas? ¿Cómo son de grandes?
Bulgan alzó las manos y se las puso a ambos lados de la cabeza.
—Éste es el diámetro de sus alas.
—¿Eso es todo? —Anakin frunció el ceño—. Entonces no entiendo por qué Kyakhta y tú os preocupáis tanto.
—¿Cuántos habrá en esa bandada? —preguntó Barriss—. ¿Cuántos suele haber?
El guía bajó las manos y miró a la joven.
—Nadie lo sabe. Nadie ha podido quedarse lo suficiente en un sitio como para contar los especímenes de una bandada —señaló al horizonte, que se oscurecía por momentos—. Creo que aquella bandada es un poco más grande que las normales.
—Aproximadamente —Anakin no dejaba de toquetear su sable láser—. ¿Como con cuántas de esas criaturas podríamos enfrentarnos?
Bulgan giró en la montura y miró al horizonte de nuevo.
—No creo que sea un número apabullante. Pero lo suficiente como para plantear un grave peligro si no escapamos. No más de cien o doscientos millones, diría yo.
Anakin apartó la mano del sable láser.
—¿Cien? ¿O doscientos?
La única posibilidad de refugio a la vista eran tres árboles wolgiyn que se erguían solitarios a su derecha. No daban mucha sombra.
—¡Por aquí!
Kyakhta señaló a la izquierda y espoleó a su suubatar en esa dirección. Los dos Caballeros Jedi le siguieron, con los padawan en la retaguardia.
Barriss intentó como pudo ocultar su temor. En lugar de huir estaban cabalgaban en dirección a la sombría amenaza. La bandada de kyren y los apresurados viajeros se acercaban como si fueran a colisionar. Aunque nunca había visto una de aquellas criaturas, confió en que Kyakhta hubiera visto algo más real que un espejismo y más sólido que una leve impresión.