El ataque de los gairk no había herido a nadie, pensó Luminara cuando retomaron el camino a través de las praderas a la mañana siguiente. Quizá incluso tenía su lado bueno, ya que les alertaba de que, aunque habían dejado atrás los dominios del desconocido secuestrador de Barriss, el planeta Ansion planteaba otros muchos peligros.
Obi-Wan y ella cabalgaban arropados en la serenidad que caracteriza a los Jedi adultos, pero sus padawan no estaban tan cómodos. El incidente con los gairk les había dejado un poco nerviosos, y a pesar de lo confortables que eran sus altas sillas a lomos de los suubatar, seguían viendo todo lo que se movía como una amenaza en potencia. Luminara contemplaba las reacciones de Barriss casi divertida, pero se guardaba de hacer comentarios. No había nada comparable a la experiencia práctica de enseñar a un padawan cuándo saltar y cuándo relajarse.
Y en cuanto a Anakin, a veces parecía ansioso por que se produjera otro ataque, como ávido de una oportunidad para probarse a sí mismo. Obi-Wan le había hablado de su excelente manejo del sable láser. Pero lo que realmente era importante era saber cuándo no era necesario usarlo. Aun así, le costaba criticarlo. Se le veía tan deseoso de impresionar, de agradar.
La bandada de ongun-nur fue una inmejorable lección. Llegaron planeando desde el Oeste, oscureciendo el cielo con sus enormes alas en forma de globo. Era normal pensar que aquellas enormes criaturas voladoras, con sus largos y curvados picos y los brillantes ojos azules, podían representar una amenaza. Al verlos comenzar a descender, Anakin sacó el sable láser pero sin activarlo, y Barriss se aseguró de que tenía el arma a mano.
La bandada se acercó cada vez más, y no daban la impresión de ir a girar para esquivar a los suubatar. El dedo índice de Anakin acariciaba nervioso el botón de encendido de su sable láser. Barriss no pudo más y cabalgó hasta ponerse al lado de su Maestra.
—Maestra Luminara, ¿no deberíamos hacer algo? —dijo señalando a la bandada—. Esas cosas, sean lo que sean, vienen directamente hacia nosotros.
Luminara señaló con la cabeza, pero no a los ongun-nur, sino a Kyakhta.
—Mira a nuestros guías, Barriss. ¿A ti te parecen asustados?
—No, Maestra, pero eso no significa que no lo estén.
—Tienes que estudiar más a fondo a otros seres, querida. Observa a los seres inteligentes de otros planetas y fíjate bien en cómo reaccionan ante un posible peligro. Fíate de tus sentidos. Mantente siempre alerta. Pero tampoco saques conclusiones precipitadas —alzó una mano para señalar a los pájaros, que ya casi estaban sobre ellos—. Sólo porque algo sea grande y su apariencia te intimide no hay razón para pensar que es peligroso. Mira cómo se los lleva el viento.
Era cierto. Barriss se dio cuenta de que a pesar de su gran tamaño, no volaban, flotaban. Se acercaban rápidamente a la caravana, pero no con intenciones de atacar, sino con la esperanza de poder quitarse a tiempo. En el último momento, las enormes criaturas voladoras pudieron alterar su trayectoria de descenso justo lo suficiente como para pasar rasantes sobre los viajeros. Y pasaron tan cerca que Anakin y Barriss se vieron obligados a agacharse involuntariamente. La padawan observó que las alas de las aves eran finas como el papel, y sus grandes cuerpos estaban llenos de aire en lugar de músculo. Los ongun-nur iban hacia donde les llevaba el viento, incapaces de volar contra él. Lo más probable era que al ver a los suubatar y a sus jinetes dirigiéndose hacia ellos, los miembros de la bandada hubieran sentido más miedo que ninguno de los de la caravana.
Fue una aparición muy instructiva, y Barriss aprendió la lección, almacenándola como siempre en la memoria. Desde ese momento, comenzó a prestar más atención a la reacción de los guías que a cualquier fenómeno que se manifestara en el cielo o en la tierra. Pero precisamente por eso, se sintió justificada al alertarse cuando Kyakhta y Bulgan se detuvieron y se incorporaron en sus monturas.
Estaban en la cima de un monte, mirando un pequeño valle que se había formado en la pradera. En el centro de la depresión se había formado un lago considerablemente grande pero poco profundo, que, a excepción del centro, estaba repleto de unos peculiares juncos azulados. En un extremo del lago, había asentado un campamento. Una improvisada cerca contenía una manada de dorgum domesticados y enormes awiquod. El humo salía por las chimeneas de las chozas hechas de materiales prefabricados de importación. Cada una tenía un tejado de material solar anamórfico que convertía directamente en energía la abundante luz solar de Ansion.
Luminara y Obi-Wan se adelantaron con sus suubatar hasta flanquear a Kyakhta y Bulgan. Los guías se estiraban hacia adelante para contemplar el campamento por encima de las cabezas de sus monturas.
—¿Son borokii? —preguntó Luminara esperanzada.
—Por el tipo de campamento yo diría que son yiwa —le respondió Kyakhta— del qiemo adrangar. No es un clan minoritario, como los eijin o los gaxun, pero tampoco es uno de los principales, como los borokii o los januul.
—¿Por qué hay hogueras si tienen energía? —preguntó Obi-Wan escudriñando las chozas solares.
—Tradición —Bulgan giró su contrahecha figura para mirar al hombre con el ojo bueno—. Ya es hora de que aprendáis, Jedi, lo importante que es para los alwari… y para el éxito de la misión.
Obi-Wan aceptó la corrección agradecido. La rectificación de un error por parte de otros era algo que contribuía a la sabiduría de uno; por lo tanto, no era algo ante lo que hubiera que ofenderse, sino todo lo contrario.
Kyakhta señaló hacia abajo.
—Vienen a recibimos. Los yiwa son un clan orgulloso. Siempre están en movimiento, más que la mayoría de las otras tribus. Quizá sepan algo de los borokii… espero que nos lo cuenten.
—¿Y por qué no habrían de hacerlo? —preguntó Luminara directamente.
Bulgan parpadeó con el ojo bueno.
—Los yiwa son muy irascibles, se ofenden enseguida.
—Entonces nos comportaremos como mejor podamos —dijo Obi-Wan girándose en la silla—. ¿A que sí, Anakin?
El padawan frunció el ceño.
—¿Pero por qué me miráis todos a mí?
Los yiwa se acercaron subiendo la ligera cuesta a lomos de unos sadain. Estos animales de monta tenían cuatro patas, y eran fuertes y robustos. Tenían cuatro ojos en las redondas caras y, en contraste con los suubatar, lucían unas largas orejas que se elevaban ligeramente en la parte superior. Al contrario que el ágil suubatar, el sadain se empleaba como animal de tiro por su resistencia, y no por su velocidad al recorrer grandes distancias. Aquellas impresionantes orejas eran casi transparentes, y Obi-Wan pensó, contemplando la luz del sol traspasando las membranas venosas, que probablemente serían de gran ayuda para detectar a los temibles shanh y a otros depredadores potenciales de los rebaños de los yiwa.
El grupo de bienvenida redujo la marcha. Eran unos doce, e iban ataviados con todo tipo de objetos bárbaros. Las campanillas hechas a mano y los colmillos pulidos que provenían de alguna de las menos benignas faunas de Ansion se alternaban con brillantes y abalorios modernos importados de mundos ajenos a la República. Los jinetes llevaban las crestas teñidas con gran variedad de colores y gamas, y la calva de ambos lados de las mismas lucía tatuajes de complicados dibujos ansionianos tradicionales. Su aspecto era el vivo reflejo de lo establecido y lo moderno, que es justo lo que uno esperaría en un mundo como Ansion.
Dos de ellos llevaban intercomunicadores que indudablemente les mantenían en contacto ininterrumpido con el campamento, y había otros que portaban armas que parecían de todo menos primitivas.
Aprovechando que su montura era mucho más elevada, Kyakhta se acercó un par de pasos y se identificó, así como a sus compañeros. Los yiwa le escucharon impertérritos. Cuando terminó, uno de los yiwa, que llevaba una capa hecha con pieles rayadas de shanh, hizo avanzar también a su sadain. Sus saltones ojos, de un color entre el rojo y el marrón, dirigían alternativamente una mirada recelosa a los alwari y a los forasteros. Luminara pensó que el primer comentario iba a estar dirigido a ella o a sus compañeros humanos, pero se equivocó. El adiestramiento intensivo de dialectos más frecuentes que les impartieron antes de partir hacia Ansion demostró no haber sido tan inútil. El dialecto yiwa era cerrado, pero se podía entender.
—Soy Mazong Yiwa. ¿Qué hacen unos descastados cabalgando suubatar?
Kyakhta tragó saliva. A Obi-Wan le chocó la facilidad con la que el guía se dejó impresionar.
—Solicitamos tu comprensión, noble Mazong. A pesar de no tener culpa ninguna, mi amigo y yo —señaló a Bulgan— nos hemos visto obligados a recorrer la senda de los descastados. Hemos sufrido enormemente, hasta que, hace poco, hemos recuperado la salud, si bien no el clan, gracias a estos sabios y generosos forasteros. Son representantes de la República de la galaxia y vienen a negociar con los borokii.
Mazong se inclinó a la derecha y escupió deliberadamente a los pies del suubatar de Kyakhta. El gigantesco animal no se inmutó. Anakin comenzó a ponerse nervioso pero, al ver que su Maestro parecía sereno, hizo lo que pudo por aparentar lo mismo.
—Seguimos sin saber por qué razón fuisteis expulsados. ¿Por qué tendríamos que creeros o invitaros a disfrutar de nuestra hospitalidad?
—Si no a nosotros —respondió Bulgan—, entonces a nuestros amigos. Son Caballeros Jedi.
Hubo un revuelo entre el grupo de bienvenida. Luminara recordó lo que les habían dicho en Cuipernam. Los alwari podían ser nómadas y llevar un estilo de vida al modo tradicional, pero eso no quería decir que fueran primitivos o que rechazaran las comodidades modernas. Los intercomunicadores, la energía solar de las viviendas, así como las pistolas láser y las armas que portaban eran prueba suficiente de ello.
La mirada de Mazong se paseó por entre los humanos. Mientras lo hacía, se llevó una mano a la frente para taparse el sol. Dada la naturaleza saliente y convexa de sus ojos, los ansionianos no podían entrecerrar los párpados. De hecho, Luminara se había dado cuenta en el mercado de que si algún humano u otra criatura capaz de ello lo hacía lo suficientemente cerca de un ansioniano, éste se disgustaba en gran medida. El hecho de pensar en un párpado cerrado a medias era para ellos como para un humano unas uñas rascando una pieza de metal.
—He oído hablar de los Jedi —las manos del líder de los yiwa permanecían en el enorme y flexible círculo de metal que traspasaba el agujero de la nariz de su sadain—. Se dice que son personas honradas. No como muchos de aquellos para los que trabajan.
Ninguno de los humanos hizo amago de replicar al provocativo comentario, así que Mazong gruñó asintiendo.
—¿Y si buscáis a un clan superior por qué molestáis a los yiwa con vuestra presencia?
El clan se agitaba tras su líder con impaciencia.
—Ya sabéis que los borokii se desplazan a menudo, y cuál sería su reacción si les siguieran unas máquinas.
Kyakhta mantenía a su suubatar quieto en el sitio.
Mazong se rió, y muchos de los suyos sonrieron.
—Las derribarían a tiros, y también a los que vinieran a buscarlas.
—¡Ajá! —Bulgan se mostró de acuerdo—. Por eso les estamos buscando al modo tradicional —señaló el asentamiento junto al lago—. Parece un buen campamento, pero como siempre, es temporal. Así es siempre para los yiwa, así como para el resto de los alwari. ¿Os habéis encontrado en alguno de vuestros recientes desplazamientos con los borokii?
Una hembra magníficamente adornada se adelantó al trote hasta llegar a Mazong y le susurró algo en la cavidad auditiva. Él asintió y se volvió a los visitantes.
—Éste no es lugar para conversar. Venid al campamento. Comeremos, hablaremos y veremos qué podemos hacer por vosotros —más allá de los guías estaba Luminara—. Azul, buen color —le dijo—. Quién sabe si quien está tras él también lo es.
Se giró y puso a su sadain al galope. Los miembros de su clan le siguieron gritando y agitando sus armas.
Los visitantes se pusieron en marcha algo más despacio.
—No sé si esto promete, Maestra.
Barriss estaba acostumbrada a la insulsa apariencia de los ansionianos urbanistas, y el salvaje aspecto de los yiwa la había impresionado.
—Todo lo contrario, padawan. Un buen comerciante sabe que si es capaz de poner un pie dentro antes de que los servomotores cierren la puerta del todo, ya tiene la mitad de la venta hecha.
Les llevaron a una plaza central transitoria creada por la ubicación de unas seis chozas puestas en semicírculo de cara al lago. Por todas partes aparecían niños riendo y saltando que acompañaban al grupo, y los jóvenes del clan se mantenían aparte, contemplando con envidia manifiesta a los dos padawan. Anakin hizo todo lo que pudo por aplastar la sensación de superioridad. Era un problema muy frecuente en él que a Obi-Wan le costaba sudor y lágrimas rectificar.
Se llevaron a los suubatar entre expresiones de admiración por semejantes monturas. Luminara expresó cierta preocupación por las provisiones, pero Kyakhta la tranquilizó.
—Ahora somos invitados, Maestra. Si alguien nos robara, rompería flagrantemente la antigua tradición de hospitalidad, y probablemente sería expulsado del clan… o pasto de los shanh. No os preocupéis por vuestras pertenencias.
Ella le puso una mano en el hombro.
—Perdóname por no confiar en ti, Kyakhta. Sé que habrías dicho algo si hubiera razones para preocuparse.
Los llevaron a la orilla del lago. Habían retirado parte de los juncos, para contar con una vista algo más amplia de la tranquila superficie del lago. Unas bolitas de pelo negro se movían de acá para allá entre los juncos que quedaban en la orilla, haciendo un ruido como de pequeñas alarmas sonando. Habían colocado en el suelo unas esteras finamente bordadas así como unos grandes cojines. Los adultos volvieron a sus obligaciones, y los niños de crestas incipientes contemplaban la escena en silencio guardando una distancia respetuosa. Mazong y sus dos consejeras se sentaron en el suelo con las piernas cruzadas frente a los invitados. Se les sirvió comida y bebida. Luminara dio un sorbo al líquido verde oscuro que le pusieron delante, e inmediatamente se puso a toser al notar el fuerte sabor del brebaje en su garganta. Barriss se acercó a ella rápidamente con preocupación.
Mazong sonrió, y su sonrisa se hizo más amplia hasta que tuvo que taparse la cara para que no se le oyeran las carcajadas. Sus consejeras hicieron tres cuartos de lo mismo. Por fin se había roto el hielo. Por mucho que supieran que la Jedi había aguantado perfectamente el fuerte sabor de la bebida, apreciaban el falso gesto como una invitación a la cordialidad.
Pero eso no quería decir tampoco que se hubiera ganado de repente su amistad y su confianza.
Una de las consejeras, una hembra de edad considerable cuya cresta se tomaba ya canosa, se inclinó hacia adelante.
—¿Por qué tendríamos que ayudaros a encontrar al clan principal?
Esta pregunta anticipada dio la oportunidad a Obi-Wan de explicarles el propósito de su visita a Ansion. Los yiwa escucharon en silencio, llevándose de cuando en cuando algo a la boca de la modesta comida que les habían servido.
Cuando el Jedi terminó, las dos consejeras murmuraron entre sí y le susurraron algo a Mazong. Él asintió y se dirigió a sus invitados.
—Al igual que el resto de los alwari, no solemos fiamos de los motivos de la gente de las ciudades, aunque hagamos negocios con la Unidad. Lo que nos pedís cambiaría nuestra relación con ellos para siempre —alzó una mano para acallar la réplica de Luminara—. Pero eso no tiene por qué ser malo. Los tiempos cambian, y hasta los alwari tienen que intentar adaptarse. Pero antes de que accedamos a hacerlo, tenemos que tener garantías de la protección de nuestros derechos a mantener el estilo de vida que llevamos. Sabemos que ha habido otras tentativas por parte del Senado, del cual no nos fiamos, ni nos fiaremos nunca. Pero los Jedi —clavó de nuevo su mirada en Luminara— son otra historia. Hemos oído que son gente honrada, cultivada. Si podéis probarlo, nos daremos por satisfechos y nos sentiremos lo suficientemente seguros como para, al menos, indicaros hacia dónde tenéis que ir para encontrar a los borokii.
Luminara y Obi-Wan se acercaron para hablar, mientras los guías y los padawan les observaban. Cuando se separaron, Luminara tomó la palabra.
—Pídenos lo que quieras, noble Mazong, y si está en nuestra mano realizarlo, lo haremos.
El jefe y sus consejeras dejaron escapar exclamaciones de satisfacción. ¿Pero qué clase de prueba quieren?, se preguntó Barriss. ¿Qué clase de seguridad podían darle unos forasteros a unos nativos para convencerles de que sus buenas intenciones eran reales?
Lo cierto es que fue toda una sorpresa.
Mazong se levantó y señaló al campamento.
—Esta noche habrá una gran fiesta. Y habrá espectáculo, pero entre los alwari es tradición que sean los invitados los que lo ofrezcan. Jamás hemos oído que ningún representante del Senado se dignara a hacerlo. Para nosotros eso demuestra que no tienen alma. Si los Jedi pueden probar que, al igual que los yiwa, tienen alma, entonces los yiwa sabrán que poseen lo que a sus políticos les falta.
Barriss se quedó con la boca abierta, pero para mayor sorpresa, Luminara sonreía abiertamente.
—Aceptamos las condiciones, noble Mazong, pero te lo advierto, la estética no forma parte de la sabiduría Jedi. Quizá nuestra presentación te parezca menos perfeccionada que las de tus otros invitados.
Mazong se mostraba ahora completamente afable, y se adelantó para colocar su mano sobre la cabeza de la Jedi. Sus largos dedos casi le llegaban a la nuca.
—Hagáis lo que hagáis, tendrá la virtud de la nobleza. Y ahora sólo me queda una pregunta que me llevo haciendo desde que llegasteis.
Luminara le miró algo preocupada.
—¿Y qué es?
—¿Por qué —dijo con franqueza— llevas la barbilla y el labio inferior tatuados y no la cabeza, que sería lo normal?
* * *
Luminara sentía una profunda curiosidad por todo lo que le rodeaba, y le llamó la atención la luz parpadeante de las luces portátiles que iluminaban la plaza central. Le preguntó a Mazong por el extraño fenómeno.
—Mis amigos y yo podemos intentar arreglar la iluminación, si queréis. El esquema interno es bastante sencillo.
Mazong se mostró confundido.
—Pero si no le pasa nada.
Ella dudó un momento.
—Pero la luz debería ser constante. Iluminación uniforme.
La respuesta del jefe, que ahora reía, fue sorprendente.
—¡Oh!, ya lo sabemos, oh, sabia y observadora Jedi. Pero nosotros recordamos y honramos de esa forma a nuestros ancestros, que sólo celebraban estos encuentros a la luz de las antorchas.
Ella se dio cuenta de repente. Los faroles habían sido modificados a propósito para simular la luz de las antorchas. Parecía que entre los yiwa, la estética antigua se imponía ante la funcionalidad moderna. Se preguntó si en el clan superior encontrarían el mismo respeto por el ritual.
Sus vestiduras termosensibles la protegían del frío de la noche y la resguardaban del eterno viento mientras tomaba asiento entre Obi-Wan y los dos padawan. Mazong se sentó cerca, con sus dos ancianas consejeras detrás. Parecía como si el clan se hubiera agrupado en torno al espacio abierto. Cientos de ojos saltones brillaban con las luces de los faroles. A lo lejos podían oír los gruñidos de los tranquilos dorgum, y los balidos de los nerviosos awiquod peleándose por el espacio con los dominantes sadain. Unos silbidos más profundos, como de surtidores de vapor, indicaban la posición de los suubatar de los viajeros.
Por segunda vez desde su llegada, les sirvieron comida y bebida en gran cantidad, y como ya habían degustado algunas muestras de la cocina yiwa, se dieron cuenta de que los componentes individuales del abundante banquete habían perdido el exotismo. Les llegaban directamente desde la cocina portátil de alta tecnología, en manos de una fila de jóvenes yiwa ataviados para la ocasión. Kyakhta y Bulgan estaban colocados como si fueran potentados de la realeza, y apenas podían creer su buena suerte. Gracias a la curación de Barriss y a la generosidad de los Jedi, habían subido mucho más alto de lo que cabría esperar en tan poco tiempo.
Había música. Era un tanto extraña, y la tocaba un cuarteto de yiwa sentados en el suelo. Dos de ellos tocaban instrumentos tradicionales hechos a mano, pero los otros dos, más jóvenes, habían optado por la electrónica de estilo libre. El resultado era un cruce entre lo sublime y los gritos de un porgrak al ser degollado. Luminara se sentía a la vez cautivada y maltratada por aquellos sonidos.
Pero aparte de la música no había entretenimiento alguno. Ella sabía que eso lo iban a ofrecer en breve los invitados del clan. Y si gozaba de la aceptación general, quizá tuvieran la suerte de obtener respuestas útiles a sus preguntas. Pero en caso contrario, tendrían que encontrar una fuente de información menos gratificante para conocer el paradero del clan.
Llegó un momento en el que casi todos habían terminado su comida, y el ritmo circular de la banda se fue apagando y perdiéndose en la noche. Mazong, sorbiendo un tubo fino como una aguja acabada en forma de bulbo, se giró hacia los visitantes con expectación.
—Bueno, amigos míos, ha llegado el momento de que demostréis que los Jedi no sólo tienen habilidades, sino esencia interior, no como los representantes carentes de alma del gran Senado.
—Si se me permite… —Kyakhta comenzó a decir algo, pero el jefe le hizo callar de un gesto categórico.
—No se te permite nada, vagabundo descastado. Los yiwa siguen dudando de ti —se volvió hacia los Jedi y sonrió—. No os preocupéis, no importa lo mal que lo hagáis que no os comeremos. No seguimos todas las tradiciones.
—Es bueno saberlo —murmuró Obi-Wan.
No le preocupaba si sus compañeros o él eran considerados aptos para el consumo. Le preocupaba la ausencia de información. Si los yiwa se negaban a ayudarles, podrían pasar semanas buscando a los borokii. Y en ese tiempo, los conspiradores y secesionistas de la Unidad no se iban a quedar de brazos cruzados.
También era importante tener en cuenta que no sólo debían agradar a sus anfitriones, sino procurar no ofender ninguna de sus estrechas tradiciones. Pero al no conocerlas en detalle, los Jedi sólo podían hacerlo lo mejor que supieran, y permanecer atentos a cualquier señal indicativa de que estaban transgrediendo el límite.
—Yo primero.
Barriss se puso de pie de un salto. Se situó en el centro del círculo, que había sido cubierto con arena de cuarzo traída de la orilla del lago, y se giró hacia sus amigos. Los yiwa daban signos de agitación. ¿Qué iba a hacer la hembra de ojos planos, multidedos y sin cresta? Pero el que más curiosidad sentía era Anakin.
Luminara le hizo un gesto de ánimo a su padawan. Barriss asintió y se llevó la mano al sable láser. Se lo quitó del cinturón. En ese momento, varios de los yiwa armados cogieron sus armas, pero al ver que los otros visitantes seguían tranquilos, Mazong les tranquilizó con un gesto.
En el frío aire de la noche, Barriss activó su sable láser. Lo sostuvo en lo alto, brillando perpendicularmente, con el suave zumbido elevándose por encima de los murmullos de los espectadores yiwa. No era un número muy dinámico, pensó Anakin, pero sí que era una imagen impresionante. Se preguntó si a sus anfitriones les bastaría con admirar una pose para satisfacer sus peticiones.
Y Barriss comenzó a moverse.
Al principio despacio. Iba de la derecha a la izquierda y volvía, y luego del Norte al Sur, marcando con sus huellas en la arena un dibujo que representaba los cuatro puntos cardinales. Los yiwa se dieron cuenta enseguida de lo que honraba con sus movimientos, y como pueblo nómada que eran, lo apreciaron en gran medida. La padawan comenzó a acelerar sus movimientos, saltando cada vez más rápido de un lado a otro hasta que pareció que se balanceaba sobre un trampolín invisible. Y en todo momento mantuvo en lo alto el sable láser, con la hoja de luz atravesando la noche. La agilidad que demandaba la prueba era una demostración de su excelente condición física, que, pensó Anakin, iba más allá del entrenamiento Jedi básico.
Y entonces, justo cuando parecía que ya no podía ir más rápido, comenzó a girar el sable láser. Los espectadores contuvieron la respiración y se oyeron los primeros silbidos de admiración.
Para Anakin fue toda una revelación, ya que nunca había pensado en el sable láser convencional como otra cosa que no fuera un arma. Jamás se le había ocurrido que pudiera ser un objeto bello fuera de la pelea. Pero en las manos de Barriss pasaba de ser un arma letal, a un instrumento de esplendor fulgurante.
La padawan giraba rápidamente saltando de un punto cardinal a otro, y el rayo de energía espectral engañaba a la vista creando un anillo sólido de luz sobre la cabeza de la joven. Comenzó a girarlo lateralmente, generando un disco llameante primero a la derecha, luego a la izquierda. Saltó de Norte a Sur, y flexionó las rodillas hasta llevárselas a la altura del pecho, y entonces pasó el sable láser por debajo de su cuerpo. La audiencia exclamaba, entre sorprendida y asustada. Repitió varias veces el peligroso movimiento. Anakin la observaba con la misma atención que un yiwa, sabiendo que si la chica se equivocaba con la altura o con el salto, podría cercenarse los pies de un corte limpio. Y si se equivocaba más, podía perder un brazo, una pierna… o la cabeza.
El riesgo mortal del baile añadía suspense al ya de por sí impresionante número. Para concluir, Barriss saltó hacia Mazong, ejecutó un doble giro delantero con el sable y aterrizó sobre sus rodillas a un par de palmos de distancia del jefe. Hay que decir que éste ni siquiera parpadeó, lo cual era bastante meritorio, pero no quitó la vista ni por un momento del sable giratorio.
Tuvieron otra ración de folklor alwari, mientras el clan reunido demostraba, no sólo con silbidos y gritos su aprobación, sino también crujiéndose los nudillos de los largos dedos de forma masiva. En cuanto a Mazong, dialogaba en voz baja con sus consejeras.
Barriss desactivó el sable láser y se lo volvió a ajustar en el cinturón, regresando a su sitio entre jadeos. Luminara se acercó a su padawan.
—Una buena exhibición, Barriss. Pero ese último movimiento ha sido realmente temerario. No me gustaría tener que volver a Cuipernam contigo hecha pedazos.
—Ya lo he practicado antes, Maestra —la padawan estaba bastante satisfecha—. Sé que es peligroso, pero tenemos que causar una fuerte impresión en esta gente para que nos ayude.
—Amputarte una extremidad hubiera sido francamente impresionante, desde luego —al ver la expresión de la chica tomarse algo triste, Luminara le pasó un brazo por los hombros para animarla—. No me quiero pasar de crítica. Lo has hecho muy bien. Estoy orgullosa de ti.
—Y yo —dijo Obi-Wan, mirando a su derecha, al pensativo joven sentado a su lado—. Te toca, Anakin.
La voz sacó a Anakin de sus pensamientos.
—¿Yo? Pero, Maestro Obi-Wan, yo no puedo hacer nada parecido. No me han entrenado para ello. Soy un guerrero, no un artista. No puedo hacer nada ni remotamente parecido a lo que ha hecho Barriss.
—No tiene que parecerse —Obi-Wan se mostró paciente—. Pero el jefe nos ha dejado muy claro que quería pruebas de la existencia de nuestras almas. Y eso también va por ti, Anakin.
El joven se mordió el labio.
—¿Y no le bastaría mi juramento solemne de que la tengo, no?
—Creo que no —le dijo Obi-Wan cortante—. Levántate, Anakin, y enseña el alma. Sé que la tienes. La Fuerza fluye abundante. Deja que ella te ayude.
Anakin estiró las piernas y se levantó reacio. Consciente de todas las miradas, humanas y ansionianas, que se cernían sobre él, se dirigió lentamente al centro del claro enarenado. ¿Pero qué podía hacer para convencer a aquella gente de su naturaleza interior, para demostrarles que era un ser tan lleno de sentimientos como su compañera? Tenía que hacer algo. Su Maestro había insistido en ello.
No quería estar allí, en medio de aquel círculo de luz perdido en ninguna parte, en un mundo desconocido. Quería estar en Coruscant, o en casa, o…
Un recuerdo se impuso al resto, y un cabo quedó suelto. Era algo de su infancia. Tenía la virtud de la sencillez: era una canción. Lenta, triste y nostálgica, pero llena de emotividad para el que la estaba oyendo. Su madre se la cantaba a menudo, cuando faltaba el dinero y los vientos del desierto aullaban tras la puerta de su modesto hogar. Ella apreciaría la letra de la canción, que él había intentado cantarle en muchas ocasiones. Pero no tenía esa posibilidad desde hacía muchos años, desde que la abandonó a ella y a su mundo natal.
Entonces él imaginó que ella estaba allí, de pie frente a él, con aquella sonrisa cariñosa y tranquilizadora. Pero como ella no estaba allí para recordarle la letra, para ayudarle a cantar la canción, tuvo que fiarse de sus recuerdos.
Mientras imaginaba a su madre de pie frente a él, todo lo demás desapareció. El expectante Mazong, los inquietos yiwa, sus compañeros, incluso el Maestro Obi-Wan. Ellos dos solos. Ellos dos, turnándose en las estrofas, cantándose el uno al otro como cuando era pequeño. Su seguridad y su fuerza iban en aumento mientras cantaba, alzando la voz sobre la constante brisa que se colaba por el campamento.