Una nube que desfilaba hacia el sur ocultó el sol y una franja de oscuridad, una isla de sombra, se cernió sobre el campo, gravitó sobre el risco. Poco después empezó a llover: una lluvia estival, teñida de sol, que duró poco tiempo; el suficiente para asentar el polvo y abrillantar las hojas. Cuando escampó, un anciano de color —se llamaba Preacher[2]— abrió la puerta de su cabaña y miró al campo en cuya tierra fértil crecía abundante maleza; a un patio rocoso, sombreado por melocotoneros, cornejos y paraísos; a una carretera de arcilla roja, llena de socavones, que rara vez veía un coche, un carro o un ser humano; y a un ruedo de colinas verdes que se extendían, quizás, hasta el borde del mundo.
Preacher era un hombre bajo, chiquitín, con un millón de arrugas en la cara. Matas de lana gris brotaban de su cráneo azulado, y tenía ojos tristes. Estaba tan encorvado que parecía una hoz herrumbrosa, y su piel poseía el amarillo de un cuero superior. Mientras examinaba lo que quedaba de su granja, su mano importunaba su barbilla con un ademán juicioso, aunque a decir verdad no pensaba en nada.
Reinaba el silencio, por supuesto, y como el aire fresco le hizo tiritar entró en la cabaña, se sentó en una mecedora y se envolvió las piernas en un hermoso centón con un motivo verde rosa y de hojas rojas, y se quedó dormido en la casa silenciosa, con todas las ventanas abiertas de par en par y el viento removiendo calendarios de colores vivos y tiras cómicas que él había pegado en las paredes.
Un cuarto de hora después se despertó, porque nunca dormía demasiado rato y los días pasaban en una serie de cabezadas y despertares, de sueño y luz que apenas se diferenciaban uno de otra. Aunque no hacía frío encendió el fuego, llenó su pipa y empezó a mecerse con la mirada errática por la habitación. La cama doble de hierro era un revoltijo irreparable de centones y almohadas, y estaba salpicada de motas de pintura rosa; ondeaba, desolado, un brazo de la butaca misma donde estaba sentado; la boca rasgada de una chica rubia que sostenía una botella en una foto de cartel maravillosa daba a su sonrisa un aire malvado y lascivo. Los ojos de Preacher se posaron en el rincón donde se acurrucaba una cocina llena de hollín y carbonizada. Tenía hambre, pero la cocina, sobre la cual había una pila de cazuelas, le quitaba incluso las ganas de pensarlo. «Qué remedio me queda», dijo, a la manera en que algunos viejos se pelean consigo mismos; «hasta la coronilla de coles y lechuguillas. Morir de hambre aquí sentado, es lo que te espera… Pero me juego un dólar a que naide se apena por eso, ni hablar». Evelina siempre había sido muy limpia y muy ordenada y muy buena, pero llevaba dos primaveras muerta y enterrada. Y de los hijos sólo quedaba Anna-Jo, que tenía un empleo en Cypress City, donde vivía, y salía de juerga todas las noches. O, al menos, es lo que creía Preacher.
Era muy religioso, y en el curso de la tarde cogió la Biblia de la repisa de la chimenea y siguió la letra impresa con un dedo paralítico. Le gustaba fingir que sabía leer y continuó durante un rato: urdía sus propias historias y escudriñaba las ilustraciones. Esta costumbre había sido motivo de gran preocupación para Evelina.
—¿Por qué gastas tanto tiempo mirando el Libro Santo, Preacher? Te digo que no tienes seso… Sabes leer tanto como yo.
—Porque, cariño —explicaba él—, todo el mundo sabe leer el Libro. Él lo arregló para que todos supieran.
Era una afirmación que había oído al pastor de Cypress City y que le satisfacía por completo.
Cuando la luz del sol sembró una huella precisa desde la ventana hasta la puerta, cerró la Biblia encima del dedo y salió renqueando al porche. Tiestos de helechos, azules y blancos, colgaban del techo, de unas cuerdas de alambre, y su floración llegaba hasta el suelo, arrastrando como colas de pavo real. Despacio, y con mucho tiento, bajó cojeando los escalones, hechos con troncos de árboles, y se plantó, frágil y encorvado con su mono y su camisa caqui, en medio del patio. «Y llego. No lo habría jurado… No me parecía estar con fuerzas hoy».
Un olor de tierra húmeda flotaba en el aire y el viento volteó las hojas del paraíso. Cacareó un gallo, y su cresta escarlata atravesó corriendo las hierbas altas y desapareció debajo de la casa.
—Más te vale correr, bichejo, porque si saco el hacha te juegas el pescuezo. ¡Fijo que sabes a gloria!
Las hierbas le acariciaban los pies descalzos y se agachó para arrancar un puñado.
—Más te arrancan y más rebrotas, plaga asquerosa.
Cerca de la carretera el cornejo estaba en flor y la lluvia había dispersado pétalos que sentía blandos bajo los pies y se le metían entre los dedos. Caminaba con ayuda de un bastón de sicómoro. Tras cruzar la carretera y atravesar el soto de pacanos silvestres, enfiló el sendero, como acostumbraba, que conducía a través del bosque al riachuelo y al sitio.
El mismo viaje, el mismo trayecto y a la misma hora: al caer la tarde, porque así le daba algo que esperar. Los paseos habían empezado un día de noviembre en que tomó la decisión y prosiguieron durante todo el invierno, cuando la escarcha cubría la tierra y las agujas de pino heladas se le adherían a los pies.
Ahora era mayo. Seis meses habían transcurrido y Preacher, nacido en mayo y casado en mayo, pensó sin duda que era el mes en que vería el final de su misión. Tenía la superstición de que un signo señalaba aquel día concreto; siguió, por tanto, el sendero, más rápido que de costumbre.
El sol lanzaba sus rayos, le prendía en el pelo, cambiaba el color de la barba española, que colgaba lacia y larga como bigotes de unas ramas a otras, del gris al perla, al azul y al gris. Cantó una cigarra. Otra respondió. «¡Ese pico, chinches! ¿A qué tanta escandalera? ¿Andáis solos?».
El sendero era traicionero, y a veces difícil de seguir, porque en realidad no era más que un hilo de tierra pisoteada. En un punto descendía hacia un agujero que olía a resina dulzona y allí empezaba un tramo, espeso como una viña y oscuro como brea, donde los matorrales temblaban con un no sé qué. «¡Quítense del estorbo, diablos! Aún tiene que nacer el que asuste a Preacher. ¡Buitres y fantasmas, mucho ojo! Si os desmandáis…, ¡Preacher os revienta esa cabeza y os arranca el pellejo y os saca los ojos y tira los despojos a las brasas del fuego!». Pero de todos modos su corazón latía más aprisa, tanteaba con el bastón el camino de delante; la fiera acechaba detrás; ¡ojos terribles, brillando en el infierno, observaban desde sus madrigueras!
Recordó que Evelina nunca creyó en los espíritus y que eso a él le enfadaba. «Chitón ya, Preacher», decía, «no te escucharé una pizca de todos esos paliques de fantasmas. Caray, señor, no más los hay en tu sesera». Ah, qué temeraria había sido, porque ahora, tan seguro como que Dios estaba en los cielos, ella moraba entre los cazadores y los ojos voraces que aguardaban en lo oscuro. Hizo un alto, llamó: «¿Evelina? Evelina…, que me respondas, tesoro». Y apresuró el paso, con el temor repentino de que algún día ella no le oyese y, al no reconocerle, lo devorase entero.
No tardó en oír el sonido del riachuelo; desde allí al sitio sólo había unos pasos. Apartó una ortiga pinchuda y, con gemidos de angustia, bajó hasta la orilla y cruzó la corriente, una piedra tras otra, con precisión calculada. Nerviosas bandadas de pececillos hacían incursiones melindrosas a lo largo de la orilla clara y somera y dragones con alas esmeralda picaban en la superficie. En la ribera opuesta, un colibrí agitaba sus alas invisibles y se comía el corazón de un lirio tigrado gigante.
Así que los árboles raleaban y el sendero se ensanchaba en un claro pequeño y cúbico. El sitio de Preacher. Antaño, antes de que cerrara el aserradero, había sido una lavandería para las mujeres, pero de eso hacía mucho tiempo. Una cascada de golondrinas pasó por encima y en algún lugar cercano sonaron los trinos extraños y tenaces de un pájaro.
Estaba cansado y sin aliento, y se dejó caer de rodillas, apoyando el báculo en un tocón podrido de roble sobre el cual crecían racimos de hongos. Desdoblando la Biblia hasta las páginas marcadas por una cinta plateada, juntó las manos y levantó la cabeza.
Varios minutos de silencio, con los ojos bien amusgados, fijos en el anillo del cielo, las hebras humeantes de nubes, como rizos dispersos de estopa, que apenas parecían moverse sobre la pantalla azul, más pálidas que un cristal.
Después, casi en un susurro:
—¿Señó Jesús? ¿Señó Jesús?
El viento susurró a su vez, desraizando hojas sepultadas por el invierno que se tornaron ruedas de carros furtivas sobre el suelo verde musgo.
—Aquí presente otra vez, señó Jesús, puntual como un reloj. Por favor, señó, atiende al viejo Preacher.
Seguro de su auditorio, sonrió con tristeza y saludó con la mano. Era hora de recitar su texto. Sabía que era un viejo; no sabía cómo de viejo, noventa o cien años, quizás. Y su negocio acabado y todos sus familiares idos. Si todavía tuviese a la familia, las cosas tal vez fueran distintas. ¡Hosanna! Pero Evelina había fallecido y ¿qué había sido de los hijos? ¿De Billy Boy y Jasmine y de Landis y Le Roy y de Anna-Jo y Beautiful Love? Algunos a Menphis y a Mobile y a Birmingham, algunos a la tumba. De todas formas no estaban con él; habían abandonado la tierra que él había labrado con tanto sudor y los campos estaban yermos y de noche él pasaba miedo en la vieja cabaña sin más compañía que los chotacabras. Y por eso era tan cruel tenerle allí cuando lo que ansiaba era estar donde estuviesen los demás. «Alabado seas, señó Jesús. Soy tan viejo como la tortuga y todavía más viejo…».
En los últimos tiempos había contraído el hábito de exponer sus cuitas muchas veces, y cuanto más se prolongaban tanto más aguda y más urgente se volvía su voz, hasta que cobraba un filo tan feroz y exigente que las urracas, posadas en las ramas del pino, alzaban el vuelo, enfurecidas y aterradas.
Se detuvo de golpe, ladeó la cabeza y escuchó. Se repetía: un sonido raro y turbador. Miró a un lado y a otro y entonces vio un milagro: una cabeza llameante, que se balanceaba sobre la maleza, flotaba hacia él; tenía el pelo rizado y rojizo; una barba brillante fluía de su cara. Peor aún otra aparición, más pálida y luminosa, seguía a la primera.
Confusión e intenso pánico atiesaron el semblante de Preacher, y gimió. Nunca en la historia de Calupa County se había oído un sonido tan desdichado. Un perro de motas blancas y canela, con las orejas recortadas, irrumpió en el claro, lanzó miradas fieras y gruñó con sogas de saliva colgando de la boca. Y dos hombres, dos desconocidos, surgieron de la sombra, con camisas verdes abiertas en la garganta y tirantes de piel de serpiente sujetando sus pantalones de cuero. Los dos eran bajos pero de constitución fornida, y uno tenía el pelo rizado y lucía una barba anaranjada, y el otro era rubio y tenía las mejillas tersas. Un gato montés muerto colgaba entre ellos, en un palo de bambú, y en los costados llevaban altas escopetas.
No le faltaba nada mejor a Preacher, y volvió a gemir y se puso en pie de un salto y se adentró en el bosque y alcanzó el sendero corriendo como una liebre. Tan grande fue su prisa que dejó el bastón apoyado contra el tocón de roble y la Biblia abierta encima del musgo. El canelo se abalanzó hacia el libro, olisqueó las páginas y emprendió la persecución.
—¿Qué demonios es esto? —dijo el Rizos, recogiendo el libro y el bastón.
—Es lo más raro que he visto en mi vida —dijo el Pajizo.
Cargaron sobre sus hombros anchos al gato montés, que se columpiaba en el palo, atadas las zarpas con cáñamo, y el Rizos dijo:
—Supongo que será mejor seguir al perro: para echarle una bronca, por lo menos.
—Supongo —dijo el Pajizo—. Sólo que daría algo por descansar un poco… Tengo una ampolla grande como medio dólar que me está matando.
A trompicones bajo el peso de las escopetas y la presa, empezaron a cantar y avanzaron hacia los pinos que se oscurecían, y los ojos vidriados, fijos del felino captaban y reflejaban la luz del sol menguante, despedían su fuego.
Entretanto, Preacher había recorrido una distancia considerable. En verdad no había corrido tan rápido desde el día en que le había perseguido la serpiente desde allí hasta el día del Juicio Final. Ya no era un hombre decrépito, sino un velocista que desplegaba todo el dinamismo que uno quiera. Sus piernas macizas y seguras hollaban el sendero, y es de señalar que una torsión horrible de la espalda, de la que había sufrido veinte años, se disolvió aquella tarde y nunca volvió a aparecer. Pasó sin percatarse el agujero oscuro y al vadear el arroyo los pantalones del mono aletearon como locos. Oh, estaba herido de miedo y la suela de sus pies raudos era un tambor estruendoso.
Justo cuando ya llegaba al cornejo, tuvo un pensamiento tremebundo. Era tan grave y aplastante que tropezó y cayó contra el árbol, que desperdigó lluvia y le dio un susto de muerte. Se frotó el codo lastimado, se lamió los labios con la lengua y asintió. «Dios en lo alto», dijo, «¿qué has hecho que me hagan a mí?». Sí. Sí, lo sabía. Sabía quiénes eran los desconocidos —lo sabía por el Libro Santo—, pero le consolaba menos de lo que cabía suponer.
De modo que se puso en pie reptando y cruzó corriendo el patio y subió los escalones.
En el porche se volvió a mirar atrás. Silencio, todavía: sólo se movían las sombras. El atardecer se desplegaba como un abanico sobre el risco; el color creciente difuminaba campos, árboles, maleza y viña; el púrpura y el rosa, los pequeños melocotoneros eran de un verde plateado. Y no muy lejos el perro estaba aullando. Por un momento, Preacher pensó en salvar corriendo los kilómetros que había hasta Cypress City, pero sabía que así no se salvaría nunca. «Nunca en este mundo».
Cierra la puerta, corre el cerrojo; ¡eso, así está bien! Ahora las ventanas. Pero ¡oh, los postigos se han roto y no están!
Y se quedó impotente y derrotado, mirando los cuadrados vacíos donde la vid de luna trepaba sobre el alféizar. ¿Qué era aquello? «¿Evelina? ¡Evelina! ¡Evelina!». Pezuñas de ratones en las paredes, sólo el viento flirteando con una hoja de calendario.
Así que rezongó con violencia y fue de un lado a otro de la cabaña ordenando, quitando el polvo, amenazando. «Arañas y sabandijas, se me escondan que no os vean… Está al llegar importante visita». Encendió una lámpara de queroseno de latón (regalo de Evelina, 1918) y cuando la llama se aceleró la colocó en la repisa de la chimenea, al lado de una fotografía borrosa (tomada por el fotógrafo ambulante que pasaba por allí una vez al año) de una Evelina picara, sonriente, con la cara colorada de morapio y la curva de una redecilla blanca en el pelo. Después palmeó una almohada de raso (gran premio de centones, concedido a Beautiful Love, romería de Cypress, 1910) y la depositó con orgullo en la mecedora. No quedaba nada más por hacer; atizó el fuego, añadió un leño y se sentó a esperar.
No mucho tiempo. Pues enseguida se oyó una canción; voces graves cantando acordes que resonaban y resonaban con una potencia inmensa y alegre: «He trabajado en el ferrocarril la jornada completa…».
Preacher, con los ojos cerrados y las manos dobladas solemnemente, midió el avance jovial de los intrusos: en el soto de pacanos, en la carretera, debajo del paraíso…
(Decían que, la víspera de la muerte de su papá, un pájaro de grandes alas rojas y un pico temible había entrado en la habitación como por ensalmo, sobrevoló dos veces la cama del anciano y desapareció ante los propios ojos del observador).
Preacher esperaba a medias un símbolo parecido.
Pisaron los escalones, sonaron las pesadas botas sobre las tablas combadas del porche. Suspiró cuando llamaron; tendría que dejarles entrar. Así que sonrió a Evelina, pensó brevemente en su indignante prole y con movimientos cada vez más lentos llegó a la puerta, retiró la tranca y la abrió de par en par.
El Rizos, el que tenía una barba larga y anaranjada, fue el primero en entrar, enjugándose la cara quemada y cuadrada con un pañuelo de garganta. Saludó como si tocase un sombrero invisible.
—Buenas, señó Jesús —dijo Preacher, bajando la cabeza todo lo que pudo.
—Buenas —dijo el Rizos.
Le siguió el Pajizo, desenfadado y silbando, con un cimbreo de gallito en los andares y las manos hundidas hasta el fondo de los bolsillos de su pantalón de pana. Miró a Preacher de la cabeza a los pies, ceñudo.
—Buenas, señó Santo —dijo Preacher, distinguiéndolos de un modo arbitrario.
—Hola.
Y Preacher les siguió con un trote inquieto, hasta que los tres estuvieron apiñados delante del fuego.
—¿Cómo se encuentran los señores? —dijo.
—No nos quejamos —dijo el Rizos, admirando en la pared la tira cómica y la foto de la chica del calendario—. Se ve que tiene buen ojo para las mozas, abuelo.
—No, señó —dijo Preacher, serio—. En ninguna me fijo, ¡no, señó! —Y movió la cabeza, para recalcarlo—. Soy cristiano, señó Jesús: un baptista cabal, miembro entero de pago del Mornin’Star de Cypress City.
—No quería ofender —dijo el Rizos—. ¿Cómo se llama, abuelo?
—¿Cómo me llamo? Señó Jesús, sabe que soy Preacher. El Preacher en persona que lleva casi seis meses de conversa con ustedes.
—Sí, claro que lo sé —dijo el Rizos, y le dio una palmada cordial en la espalda—. Desde luego.
—¿Qué es esto? —dijo el Pajizo—. ¿De qué demonios estáis hablando?
—Me ha pillado —dijo el Rizos, encogiéndose de hombros—. Mire, Preacher, hemos tenido un día duro y estamos algo sedientos… ¿No podría ayudarnos?
Preacher sonrió con picardía, levantó un brazo, dijo:
—No he envasado trago en toda mi vida, la verdad sea dicha.
—Hablo de agua, abuelo. De pura agua potable.
—Y que el cucharón esté bien limpio —dijo el Pajizo. Era un tipo muy maniático y un poco ácido, a pesar de su desenvoltura—. ¿Para qué tiene ese fuego encendido, abuelo?
—Por cuenta de mi salú, señó Santo. A la menor, me vienen tiritonas.
—Es como esa gente de color que sale de un automóvil —dijo el Pajizo—, siempre mareados y con ideas raras.
—Mareado no estoy —dijo Preacher, radiante—. ¡Estoy fino! ¡Nunca en mi vida más fino que ahora, palabra! —Acarició el brazo de la mecedora—. Venga a sentarse en mi linda mecedora, señó Jesús. ¿Ve qué almohada preciosa? Al señó Santo… le reservo la cama.
—Muy agradecido.
—Me basta con sentarme un rato, gracias.
El Rizos era el mayor y el más agraciado: cabeza de hermosa hechura, ojos de un azul profundo y afable, cara llena y recia que exhibía una expresión más bien seria. La barba le prestaba un toque de auténtica majestad. Separó mucho las piernas y encajó una encima del brazo de la mecedora. El Pajizo, de facciones más acusadas y una tez más pálida, se desplomó en la cama y rezongó por esto y aquello. El fuego produjo un sonido somnoliento; la lámpara chisporroteó con suavidad.
—¿Dejaré mis pertenencias, me supongo? —dijo Preacher, con una voz muy tenue.
Al no recibir respuesta extendió el centón en un rincón alejado y en silencio, con cierto secretismo, empezó a recoger la foto de Evelina, su pipa, una botella verde que había contenido el vino moscatel para celebrar su aniversario y ahora siete guijarros rosas de la buena suerte y una red de polvo y telarañas, una caja vacía de caramelos y otros objetos, igualmente valiosos, que amontonó encima del centón de retazos. Luego revolvió en un arcón de cedro, oloroso a años, y encontró una gorra reluciente de piel de ardilla y se la puso. Era cómoda y caliente: el viaje podría resultar muy frío.
Mientras Preacher hacía todo esto, el Rizos se hurgaba metódicamente en los dientes con el cañón de una pluma de gallina que había cogido de un tarro, y observaba los movimientos del viejo con un ceño perplejo. El Pajizo estaba silbando otra vez; no acertaba una nota de la melodía.
Al cabo del largo rato que Preacher consagró a su actividad, el Rizos carraspeó y dijo:
—Espero que no se haya olvidado de aquel vaso de agua, abuelo. Lo apreciaríamos mucho.
Preacher renqueó hasta el cubo del pozo escondido entre los trastos de la cocina.
—Estoy alunado, como quien dice, señó Jesús. Como si dejara la cabeza fuera cuando entro.
Tenía dos pocillos y los llenó hasta el borde. Cuando el Rizos terminó de beber, se enjugó la boca y dijo: «Fresca y rica», y empezó a balancearse, dejando que sus botas se arrastraran por la lumbre, con un ritmo somnoliento.
A Preacher le temblaban las manos mientras ataba el centón, y necesitó cinco intentos. Luego se subió a un leño vertical entre los dos hombres, y sus piernas cortas apenas rozaban el suelo. Sonreían los labios desgarrados de la chica rubia que sostenía la botella en la foto, y la luz de la lumbre proyectó un mural atractivo en las paredes. Por las ventanas abiertas se oían insectos que hacían ganchillo en los hierbajos y diversas cadencias nocturnas que para Preacher eran rumores de toda la vida. Oh, qué hermosa parecía su cabaña, qué maravilloso era lo que él había llegado a despreciar. ¡Qué equivocado estaba! ¡Qué majadero redomado! Nunca podría marcharse, ni ahora ni nunca. Pero allí delante había cuatro pies calzados con botas y la puerta bien cerrada detrás de ellos.
—Señó Jesús —dijo, cuidando el tono—. Le vengo dando vueltas a todo este negocio y creo que no quiero irme con los señores.
El Rizos y el Pajizo intercambiaron miradas extrañas y el Pajizo se levantó de la cama, se inclinó sobre Preacher y dijo:
—¿Qué le pasa, abuelo? ¿Tiene fiebre?
Mortalmente avergonzado, Preacher dijo:
—Por favor, señó, me perdone usted… No quiero ir a parte ninguna.
—Escuche, abuelo, no disparate —dijo el Rizos, con un tono afable—. Si está enfermo, con mucho gusto le traemos un médico de la ciudad.
—Ni modo —dijo Preacher—. Si acabóse el tiempo, acabado está… Más a mi sabor sería quedarme en mi sitio.
—Lo único que queremos es ayudarle —dijo el Pajizo.
—Desde luego —dijo el Rizos, y lanzó al fuego un gargajo gordo—. Lo que yo digo es que se está poniendo terco. Ni por asomo nos tomamos tantas molestias por hacerle un favor a todo el mundo.
—Gracias así y todo, señó Jesús. Sé que causo más fatigas de la cuenta.
—Vamos, abuelo —dijo el Pajizo, bajando la voz varias notas—, ¿qué pasa? Se ha metido en un lío con alguna moza.
—No le bromees al abuelo —dijo el Rizos—. Lo único que le pasa es que ha estado demasiado tiempo al sol. Si no es eso, nunca he visto un caso igual.
—Yo tampoco —dijo el Pajizo—. Pero nunca se sabe con estos viejos negros; son capaces de perder los estribos en cuestión de un parpadeo.
Preacher se encogió cada vez más, hasta que casi estuvo doblado en dos y la barbilla empezó a darle tirones.
—Primero sale pitando como si hubiera visto al diablo —dijo el Pajizo—, y ahora se comporta como yo qué sé.
—Ná d’eso —exclamó Preacher, con los ojos desorbitados por la alarma—. Sé que vienen los dos del Libro Santo. Y este viejo es buen hombre. Bueno como el que más…, nunca hice mal a naide…
—Ahh —tarareó el Pajizo—. ¡Me rindo! Abuelo…, no vale la pena discutir con usted.
—Está claro —dijo el Rizos.
Preacher bajó la cabeza y se apartó de la mejilla una cola de ardilla.
—Yo sé —dijo—. Sí, señó, yo sé. He sido un gran botarate y así habla el Evangelio. Pero me consientan quedarme en mi sitio y arranco las cizañas por el suelo del patio y el campo y vuelvo a labrar y le atizo a la Anna-Jo una tunda que se vuelve a casa a cuidar de su papá como quien debe.
El Rizos se tiró de la barba y chasqueó los tirantes. Sus ojos, muy azules y sin expresión, encuadraron la cabeza entera de Preacher. Por fin dijo:
—No parece que lo entienda.
—Pues es facilísimo —dijo el Pajizo—. Tiene metido al demonio en el cuerpo.
—Soy un baptista cabal —les recordó Preacher—, miembro del Mornin’Star de Cypress City. Y no más tengo setenta.
—Oiga, abuelo —dijo Pajizo—. Tiene cien años como poco. No cuente esas trolas. Recuerde que las apuntan en ese libro gordo y negro.
—Cuitado de mí —dijo Preacher—. ¿Soy o no soy el pecador más mísero?
—Pues no lo sé —dijo el Rizos. Sonrió, se levantó y bostezó—. Le diré una cosa. Sospecho que tengo tanta hambre que me comería setas venenosas. Vámonos, Jesse, mejor que volvamos a casa antes de que las mujeres tiren nuestra cena a los puercos.
—Cristodopoderoso —dijo el Pajizo—, no sé si puedo dar un paso; tengo esta ampolla en carne viva. —Y a Preacher le dijo—: Supongo que también tendremos que dejarle en su desgracia, abuelo.
Y Preacher sonrió de tal manera que enseñó los cuatro dientes de arriba y los tres inferiores (incluida la funda de oro de Evelina, Navidad de 1922). Parpadeó furiosamente. Como un niño marchito y algo raro, fue bailando hasta la puerta e insistió en besar las manos de los hombres según salían.
El Rizos bajó los escalones, volvió a subirlos y alargó a Preacher su Biblia y su bastón; el Pajizo, entretanto, aguardaba en el patio, donde el atardecer había corrido pálidas cortinas.
—Ahora apóyese en estos dos, abuelo —dijo el Rizos—, y que no le pillemos otra vez en los bosques de pinos. Un viejo como usted puede meterse en cantidad de líos. Sea bueno.
—Je, je, je —se rió Preacher—. Cuente que seré bueno y gracias, señó Jesús, y al señó Santo también… gracias. Ya me anticipo que naide me creerá si cuento esto.
Cargaron las escopetas al hombro y levantaron al gato montés.
—Mucha suerte —dijo el Rizos—. Vendremos algún que otro día, a tomar un vaso de agua, quizás.
—Larga vida y feliz, viejo chivo —dijo el Pajizo cuando atravesaban el patio en dirección a la carretera.
Preacher, que les observaba desde el porche, se acordó de repente y les llamó:
—¡Señó Jesús…, señó Jesús! Si ve sencilla la cosa de hacerme un favor, mucho apreciaría que gaste una gota de tiempo en buscarme a la costilla… Evelina se llama… y me la saluda de parte de Preacher y le diga qué feliz hombre que soy.
—Es lo primero que haré por la mañana, abuelo —dijo el Rizos, y el Pajizo soltó una carcajada.
Y la sombra de los dos se proyectó en la carretera y el canelo subió desde un barranco y les siguió al trote. Preacher les gritó y les despidió con la mano. Pero ellos se estaban riendo tan fuerte que no le oyeron, y su risa volvió con el viento mucho después de que hubieran sobrepasado el risco donde las luciérnagas bordaban lunas pequeñas en el aire azul.
[Traducción de Jaime Zulaika]