8

Empecé a notar la falta de descompresión. Me emborrachaba y me quedaba más borracho que una mierda podrida en el purgatorio. Incluso una noche estaba ya con un cuchillo de carnicero puesto en la garganta cuando pensé, tranquilo, viejo, a tu niñita le gustaría que la llevaras al zoo. Helados, chimpancés, tigres, aves verdes y rojas y el sol descendiendo sobre la cabeza de ella, el sol descendiendo y colándose entre los pelos de tus brazos. Tranquilo, viejo.

Otro día estaba en la sala de estar de mi apartamento, escupiendo sobre la alfombra, apagándome cigarrillos sobre las muñecas, riendo. Loco como un cencerro. Levanté la vista y allí estaba un estudiante de medicina. Junto a nosotros, había un corazón humano en un frasco colocado sobre la mesa. Alrededor del corazón humano, que llevaba una etiqueta que ponía «Francis», había un montón de botellas vacías de whisky, latas de cerveza, ceniceros, basura. Cogí una lata y tragué una asquerosa mezcla de cerveza y cenizas. No había comido desde hacia 2 semanas. Un interminable aluvión de gente había venido y se había ido. Había habido 7 u 8 fiestas salvajes en las que yo no había parado de exclamar:

—¡Más bebida! ¡Más bebida! ¡Más bebida!

Estaba volando hasta el cielo. Los demás sólo hablaban y se manoseaban.

—Bueno —le dije al estudiante de medicina—. ¿Qué quieres de mi?

—Voy a ser tu propio médico de cabecera.

—¡Está bien, doctor, lo primero que quiero que hagas es quitar ese condenado corazón de ahí!

—Uh, uh.

¿Qué?

—El corazón se queda donde está.

—Mira, muchacho, no recuerdo como te llamas…

—Wilbert.

—Bueno, Wilbert, no sé quién eres ni cómo has llegado hasta aquí, ¡pero quiero que te lleves a tu «Francis»!

—No, se queda contigo.

Entonces sacó su maletín y el brazalete de goma para el brazo y empezó a bombear con la perilla.

—Tienes la presión sanguínea de un chico de 19 años —me dijo:

—Déjate de gilipolleces. ¿Oye, no va contra la ley el abandonar por ahí tirados corazones humanos?

—Ya volveré a por él. Ahora, respira.

—Pensaba que en la Oficina de Correos me iban a hacer perder la razón. Ahora apareces tú.

—¡Quieto! ¡Respira!

—Necesito un buen pedazo de culo joven, doctor. Ése es mi problema.

—Tu espina dorsal está descolocada en 14 sitios, Chinaski. Eso conduce a la tensión, imbecilidad y, a menudo, a la locura.

—¡Cojones! —dije yo…

No recuerdo haberlo visto irse. Me desperté en el sofá a la 1:10 de la tarde, muerte en la tarde, y hacia calor, el sol entraba a degüello a través de los huecos de la persiana para ir a parar al frasco que había en el centro de la mesa de café.

«Francis» había pasado toda la noche conmigo, cociéndose en una salmuera alcohólica, nadando en la extensión mucosa del fenecido diástole. Sentado allí, dentro del frasco.

Parecía pollo frito. Quiero decir, antes de freírlo. Exacto.

Lo cogí, lo metí en el armario y lo cubrí con una camisa. Luego fui al baño y vomité.

Acabé, pegué la cara al espejo. Largos pelos negros me salían por toda la cara. De repente, tuve que sentarme y cagar. Fue una de las buenas, bien cálida.

Sonó el timbre. Acabé de limpiarme el culo, me puse algo de ropa y fui a abrir la puerta.

—¿Hola?

Había un joven con largo pelo rubio cayéndole sobre la cara y una chica negra que no paraba de sonreír como si estuviese loca.

—¿Hank?

—¿Quiénes sois, muchachos?

—Ella es una chica. ¿No nos recuerdas? ¿De la fiesta? Hemos comprado una flor.

—Oh, coño, entrad.

Entraron con la flor, una especie-de cosa roja-anaranjada con un tallo rojo. Parecía tener más sentido que la mayoría de las cosas, excepto que había sido asesinada.

Encontré un jarrón, puse la flor, saqué algo de vino y lo puse sobre la mesa.

—¿No te acuerdas de ella? —dijo el chico—. Dijiste que querías tirártela.

Ella se rio.

—Una buena idea, pero no ahora.

—Chinaski, ¿cómo te las vas a arreglar sin la Oficina de Correos?

—No sé. Puede que te joda. O deje que me jodas tú. Carajos, no lo sé.

—Puedes dormir en nuestro suelo siempre que quieras.

—¿Os podré mirar mientras jodáis?

—Claro.

Bebimos. Me había olvidado de sus nombres. Les enseñé el corazón. Les pedí que se llevaran aquella cosa horripilante. No me atrevía a tirarlo a la basura, el estudiante de medicina lo necesitaba para un examen y lo tenía qué devolver al laboratorio o lo que fuera.

Así que salimos y fuimos a ver un show erótico, bebiendo y gritando y riéndonos.

No sé quién tenía dinero, pero creo que debía ser él, lo que estaba bien, y yo no paraba de reír y pellizcaba el culo de la chica y sus muslos y la besaba, y a nadie le importaba. Mientras durase el dinero, durabas tú.

Me llevaron de vuelta a casa y se fueron los dos, Yo abrí la puerta; dije adiós, puse la radio, encontré media pinta de escocés, me la bebí, riéndome, sintiéndome bien, relajado finalmente, libre, quemándome los dedos con apuradas colillas de cigarrillos, hasta que finalmente me fui a la cama, llegue hasta el borde, me tiré, caí, caí sobre el colchón, dormí, dormí, dormí…

* * *

Por la mañama era de día y yo seguía vivo.

Quizás escriba una novela, pensé.

Y eso hice…