Tenías que rellenar más papeles para salir que para entrar.
La primera hoja que te daban era una carta personal fotocopiada del director de Correos de la ciudad.
Empezaba:
—Siento mucho que deje su empleo en la Oficina de Correos y… etc., etc., etc.
¿Cómo podía sentirlo? Ni siquiera me conocía.
Había una lista de preguntas.
—¿Ha encontrado a nuestros supervisores comprensivos? ¿Tenía facilidad para comunicarse con ellos?
Contesté que sí.
—¿Encontró entre los supervisores algún prejuicio en contra de la raza, religión, clase o cualquier otro factor?
No contesté.
Entonces venía una que decía:
—¿Recomendaría a sus amigos que buscaran empleo en la Oficina de Correos?
Por supuesto, respondí.
—Si tiene alguna reivindicación o queja en contra de la Oficina de Correos, por favor apúntelo detalladamente en el reverso de esta hoja.
Ninguna queja, contesté.
Entonces volvió mi negra.
—¿Ya ha acabado?
—Acabado.
—Nunca he visto a nadie rellenar los papeles tan rápido.
—Abrevie —dije.
—¿Que abrevie? —dijo—. ¿A qué se refiere?
—Quiero decir que qué hay que hacer ahora.
—Entre por aquí, por favor.
Seguí su culo hasta un sitio casi al fondo.
—Siéntese —dijo el hombre.
Se pasó algún tiempo hojeando entre los papeles. Entonces me miró.
—¿Puedo preguntarle por qué dimite? ¿Es por los procesos disciplinarios que se han seguido contra usted?
—No.
—¿Entonces cuál es la razón de su dimisión?
—Para hacer carrera.
—¿Para hacer carrera?
Me miró. Me faltaban menos de 8 meses para mi 50 aniversario. Sabía lo que estaba pensando.
—¿Puedo preguntarle cuál va a ser esa «carrera»?
—Bueno, señor, se lo diré. La temporada para los tramperos en la ribera sólo dura desde diciembre hasta febrero. Ya he perdido un mes.
—¿Un mes? Pero si usted lleva aquí once años.
—De acuerdo, entonces he desperdiciado once años. Puedo conseguir de 10 a 20 de los grandes después de tres meses de trampear en la ribera de Bayou La Fourche.
—¿Qué va a hacer?
—¡Trampear! Ratas almizcleras, nutrias, visones, castores… mapaches. Todo lo que necesito es una piragua. Doy un 20 por ciento de mis beneficios por el uso de la tierra. Me pagan un dólar y un cuarto por piel de rata almizclera, 3 pavos por visón, 4 por marta y 24 por nutria. Vendo el cuerpo de las ratas almizcleras, que mide alrededor de 30 centímetros, a una fábrica de comida para gatos por 5 centavos.
Por el cuerpo pelado de las nutrias me dan 25 centavos. Crío cerdos, pollos y patos.
Pesco peces-gato. Y eso no es nada. Yo…
—No se moleste, señor Chinaski, ya es suficiente.
Puso algunos papeles en su máquina de escribir y escribió algo.
Entonces levanté la mirada y allí estaba Parker Anderson. Mi enlace sindical, el bueno de Parker, que cagaba y se afeitaba en gasolineras, ofreciéndome su mejor sonrisa de político.
—¿Estás renunciando, Hank? Sé que te han tratado mal durante once años…
—Ya, me voy a ir al sur de Louisiana para cogerme un buen pellizco de dinero.
—¿Allí hay hipódromo?
—¿Acaso bromeas? ¡El Fair Grounds es uno de los hipódromos más cascajos del país!
Parker llevaba con él a un pálido muchacho, uno de la tribu neurótica de los perdidos, y los ojos del chico estaban empañados de lágrimas. Una gran lágrima en cada ojo. No se derramaban. Era fascinante. Había visto mujeres sentarse y mirarme con esos ojos antes de volverse locas y empezar a chillarme lo hijoputa que yo era, Evidentemente, el chico había caído en alguna de las múltiples trampas y había ido corriendo a buscar a Parker. Parker salvaría su trabajo.
El hombre me dio un papel más para firmar § entonces me marché de allí.
Parker dijo:
—Suerte, viejo —mientras me iba.
—Gracias, chico —contesté yo.
No notaba ninguna diferencia. Pero sabía que pronto, como el hombre que sale rápidamente del fondo del mar, sufriría un caso particular de aeroembolismo. Era como los malditos periquitos de Joyce. Después de vivir en una jaula había cogido la puertecilla abierta y salido volando como un disparo hacia el cielo. ¿El cielo?