No sé como ocurren las cosas. Tenía que mantener a mi hija, necesitaba algo para beber, pagar el alquiler, zapatos, camisas, calcetines, todas esas cosas. Como cualquier otro, necesitaba un coche, algo de comer, por no hablar de todos los pequeños detalles intangibles.
Como mujeres.
O un día en el hipódromo.
Viviendo al día y sin puerta de salida, ni siquiera pensabas en ello.
Aparqué en la acera de enfrente del Edificio Federal y esperé a que cambiara el semáforo. Crucé. Empujé la puerta giratoria. Era como si fuera un pedazo de hierro atraído hacia un imán. No podía hacer nada.
Era en el 2° piso. Abrí la puerta y allí estaban todos ellos. Los empleados del Edificio Federal. Me fijé en una chica, pobre cosita, con un solo brazo. Debía llevar allí desde siempre. Era igual que ser un viejo zarrapastroso como lo. Bueno, como decían los chicos, tenías que trabajar en algún sitio. Así que aceptaban lo que había. Era la sabiduría del esclavo.
Una negrita se levantó. Iba bien vestida y se notaba que su entorno la complacía.
Me alegré por ella. Yo me hubiera vuelto majara con el mismo trabajo.
—¿Si? —dijo ella.
—Soy empleado de Correos —dije—. Quiero dimitir.
Buscó debajo del mostrador y se levantó con un manojo de papeles.
—¿Todos éstos?
Ella sonrió.
—¿Está seguro de poder hacerlo?
—No se preocupe —dije—, puedo hacerlo.