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Estaba sentado al lado de una joven que no se sabía su esquema muy bien.

—¿Adónde va el 2900 de Roteford? —me preguntó.

—Prueba a meterlo en el 33 —le dije.

Su supervisor estaba hablando con ella.

—¿Y dices que eres de Kansas City? Mis padres nacieron en Kansas City.

—¿Ah, sí? —dijo la chica.

Entonces me preguntó:

—¿Qué me dices del 8400 de Meyers?

—Ponlo en el 18.

Estaba un poco gorda, pero a punto. Yo pasaba de todo. Ya había tenido bastantes problemas con señoras últimamente.

El supervisor estaba completamente pegado a ella.

—¿Vives lejos del trabajo?

—No.

—¿Te gusta tu empleo?

—Oh, sí.

Se volvió hacia mí.

—¿Y el 6200 de Albany?

—En el 16.

Cuando acabé mi cesta, el supervisor me dijo:

—Chinaski, te he estado cronometrando. Has tardado 28 minutos.

Yo no contesté.

—¿Sabes cuál es el tiempo fijado para esa cesta?

—No, no lo sé.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—Once años.

—¿Llevas aquí once años y no conoces el tiempo fijado?

—En efecto.

—Clasificas el correo como si te importara tres pepinos.

La chica todavía tenía la cesta llena delante suyo. Habíamos empezado a la vez.

Y has estado hablando con la señorita que tienes aquí al lado.

Encendí un cigarrillo.

—Chinaski, ven aquí un minuto.

Se paró enfrente de los pupitres y señaló. Todos los empleados trabajaban ahora muy rápido. Les vi mover sus brazos derechos de forma frenética. Incluso la gordita estaba dándole duro.

—¿Ves estos números pintados al final de la caja?

—Sí.

—Estos números indican el número de cartas que deben clasificarse por minuto. Una cesta de medio metro debe ser clasificada en 23 minutos. Te has pasado por 5 minutos.

Señaló al 23.

—23 es lo fijado.

—Ese 23 no significa nada —dije yo.

—¿Qué coño estás diciendo?

—Quiero decir que un tipo vino con un bote de pintura y pintó ese número ahí.

—No, no, esto ha sido cronometrado y comprobado a lo largo de los años.

No contesté. ¿Qué sentido tenía?

—Voy a tener que escribirte una amonestación, Chinaski. Tienes que aprenderte las reglas.

Volví a sentarme. ¡Once años! No tenía una perra más en el bolsillo que cuando entré por vez primera. Once años. Aunque las noches habían sido largas, los días habían pasado velozmente. Quizás era el trabajo nocturno, o hacer las mismas cosas una y otra vez, siempre igual. Al menos con la Roca nunca había sabido lo que me iba a suceder. Aquí en cambio no había lugar para sorpresas.

Once años pasaron por mi cabeza. Había visto al trabajo devorar a hombres hechos y derechos. Parecían derretirse. Estaba Jimmy Potts, de la estafeta Dorsey. Cuando llegué, Jimmy era un tío fuerte y bien parecido con una camiseta blanca. Ahora había desaparecido. Había puesto su asiento lo más cerca del suelo posible para sostenerse mejor con las piernas y no caer redondo. Estaba demasiado cansado para cortarse el pelo y había llevado el mismo par de pantalones durante 3 años.

Se cambiaba de camisa un par de veces por semana y caminaba muy lentamente.

Lo habían matado. Tenía 55 años. Le faltaban 7 para el retiro.

—Nunca lo conseguiré —me dijo.

O bien se consumían o se ponían gordos, anchos, especialmente alrededor del culo y el vientre. Era por el taburete y los mismos movimientos y la misma conversación. Y allí estaba yo, con mareos y dolores en los brazos, cuello, pecho, en todas partes. Dormía todo el día para descansar del trabajo. Los fines de semana tenía que beber para olvidarlo. Había entrado pesando 92 kilos. Ahora pesaba 110. Todo el ejercicio que hacías era mover tu brazo derecho.