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Subiendo en el ascensor, era el único blanco. Parecía extraño. Hablaban sobre los motines, sin tan siquiera mirarme.

—Jesús —dijo un tipo negro como el carbón—, verdaderamente es algo tremendo.

Todos estos tíos caminando por las calles borrachos con medios de whisky en las manos. Los policías pasan a su lado, pero no se bajan del coche, no les importan los borrachos. Es de día. La gente anda por ahí con televisores, aspiradoras, todo eso. Es algo grande…

—Sí, tío.

—Los sitios con propietario negro han puesto carteles, «HERMANOS DE SANGRE». Y los de propietarios blancos también. Pero no pueden engañar a la gente. Ellos saben qué sitios pertenecen a los blanquitos…

—Sí, hermano.

Entonces se paró el ascensor en el cuarto piso y todos salieron juntos. Pensé que era mejor para mí no hacer ningún comentario.

Poco tiempo más tarde, el director de Correos de la ciudad habló por los altavoces:

—¡Atención! El área sureste está con barricadas. Sólo aquéllos con la adecuada identificación podrán atravesarla. Se ha ordenado el toque de queda a las 7 de la tarde. Después de las 7, nadie podrá pasar. Las barricadas se extienden desde la calle Indiana a la calle Hoover, y del Bulevar Washington a la plaza 135. Cualquiera que viva en esta zona queda excusado de trabajar.

Me levanté y fui a coger mi ficha.

—¡Eh! ¿Adónde va? —me preguntó el supervisor.

—Ya ha oído el anuncio.

—Sí, pero usted no es…

Me metí la mano izquierda dentro del bolsillo.

—¿Yo no soy QUÉ? ¿Yo no soy QUÉ?

Me miró.

—¿Qué sabrás tú, BLANQUITO? —dije.

Cogí mi ficha, la metí en el reloj y salí.