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Los chicos de la estafeta Dorsey no conocían mis problemas.

Cada noche llegaba por la entrada trasera, metía mi jersey en una taquilla y me acercaba a recoger mi ficha.

—¡Hermanos y hermanas! —decía.

—¡Hermano Hank!

—¡Hola, hermano Hank!

Teníamos un juego, el juego del blanco y el negro, y a ellos les gustaba jugarlo.

Moyer se acercaba a mí, me tocaba en el brazo y decía:

—¡Tío, si tuviera tu pinturita sería millonario!

—Ya lo creo, Boyer. Eso es todo lo que se necesita: una piel blanca.

Entonces el pequeño Haddley se acercaba a nosotros.

—Había un cocinero negro en un barco. Era el único negro a bordo. Hacía pudín de tapioca 2 o 3 veces por semana y entonces echaba una cagada en él. A los muchachitos blancos realmente les encantaba su pudín de tapioca. ¡Jejejejeje! Le preguntaban cómo lo hacía y él les contestaba que tenía su propia receta secreta. ¡Jejejejeje! Nos reíamos. No sé cuántas veces tuve que oír la historia del pudín de tapioca…

—¡Eh, basurita blanca! ¡Eh, chico!

—Mira, tío, si yo te llamara «chico» a ti, probablemente me harías probar acero, así que no me llames «chico».

—Oye, hombre blanco, ¿qué te parece si salimos juntos este sábado por la noche?

Me he conseguido una pájara blanca con el pelo rubio.

—Yo me conseguí una bonita pájara negra, y ya sabes de qué color es su pelo.

—Vosotros os habéis estado jodiendo a nuestras mujeres durante siglos. Ahora estamos tratando de igualar la cosa. ¿Te importa que le meta mi enorme picha negra a la chiquita blanca hasta el fondo?

—Si ella lo quiere, todo para ella.

—Les robásteis la tierra a los indios.

—Pues claro.

—Tú no me invitarías a tu casa. Si lo hicieras, me pedirías que entrara por detrás a oscuras, para que nadie pudiera ver el color de mi piel…

—Pero dejaría algún farolito encendido.

Se hacía aburrido, pero no había manera de librarse.