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Fay estaba preñada. Pero eso no la hizo cambiar y tampoco hizo cambiar a la Oficina de Correos.

Los mismos empleados hacían todo el trabajo mientras otro grupo holgazaneaba y discutía sobre deportes. Todos eran grandes hotentotes negros, con cuerpos de luchador profesional. Cuando uno nuevo entraba en servicio pasaba a unirse a este grupo. Eso evitaba que asesinasen a algún supervisor. No parecía que tuviesen un supervisor, o si lo tenían, nunca se le veía el pelo. Su único trabajo consistía en entrar sacos de correo que llegaban por un ascensor. Esto suponía 5 minutos en una hora de trabajo. A veces contaban el correo, o pretendían que lo hacían. Tenían un aspecto muy tranquilo e intelectual, haciendo sus cuentas con largos lápices que llevaban detrás de la oreja. Pero la mayor parte del tiempo se dedicaban a discutir violentamente sobre la actualidad deportiva. Todos eran expertos, todos leían a los mismos comentaristas deportivos.

—Está bien, tío. ¿Cuál es para ti el mejor lanzador de todos los tiempos?

—Bueno, Willie Mays, Ted Williams, Cobb…

—¿Qué? ¿Qué?

—¡Son los mejores, chico!

—¿Y qué me dices de Babe? ¿Dónde te dejas al Babe?

—Bueno, bueno, ¿cuál es para ti el mejor lanzador que tenemos?

—¿De todos los tiempos?

—Bueno, bueno, ya sabes a lo que me refiero, chico, ya sabes a lo que me refiero.

—¡Me quedo con Mays, Ruth y Di Maj!

—¡Los dos estáis tarados! ¿Qué me dices de Hank Aaron, chico? ¿Qué me dices de Hank?

Un día, los trabajos variados que hacían los negros fueron puestos en disposición de solicitud. Las solicitudes se hacían en base a la veteranía y años de servicio. El grupo de negros fue y arrancó todas las solicitudes del libro de órdenes. Nadie levantó una queja. Por la noche había un largo camino a oscuras hasta el aparcamiento.