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Tenía los viernes y sábados libres, lo que hacía el domingo el día más duro. Aparte que los domingos tenía que presentarme a las 3 :30 de la tarde en vez de mi usual hora de las 6:18.

Un domingo llegué y me destinaron a la sección de periódicos, como era habitual los domingos, y esto significaba por lo menos ocho horas de pie.

Aparte de los dolores, estaba empezando a sufrir mareos. Todo empezaba a dar vueltas, y cuando estaba a punto de desvanecerme, conseguía mantenerme y recuperarme.

Había sido un domingo brutal. Habían venido algunos amigos de Fay, se habían instalado en el sofá y habían empezado a cacarear lo grandes escritores que eran, realmente lo mejor de la nación. La única razón de que no fueran publicados era, decían, porque no enseñaban su obra a los editores.

Yo los había mirado. Si escribían conforme a su aspecto, tomando sus cafés, soltando risitas y mojando sus rosquillas, daba igual que enseñasen su obra a los editores o que se la guardasen metida en el culo.

Estaba clasificando revistas. Necesitaba un café, dos cafés, un bocado para comer.

Pero todos los supervisores estaban vigilando junto a la salida. Podía salir por atrás.

Tenía que recuperarme. La cafetería estaba en el segundo piso. Yo estaba en el cuarto. Había una puertecilla que daba a unas escaleras en los lavabos. Miré el cartel que había en ella.

¡ATENCIÓN! ¡NO USEN ESTA ESCALERA!

Vaya imbéciles. Yo era más listo que esos comemierdas. Ponían ese cartel para evitar que los tipos inteligentes como Chinaski bajaran a la cafetería. Abrí la puerta y empecé a bajar. La puerta se cerró tras de mí. Bajé hasta el segundo piso. Hice girar el picaporte. ¡Qué carajo! ¡La puerta no se abría! Estaba cerrada. Subí arriba.

Pasé la puerta del tercer piso. No intenté abrirla. Sabía que estaba cerrada, igual que la del piso primero. Conocía la Oficina de Correos bastante bien a esas alturas.

Cuando ponían una trampa, eran concienzudos. Me quedaba una última y pequeñísima oportunidad. Estaba en el cuarto piso. Probé con el picaporte. Estaba cerrada.

Al menos, la puerta estaba cerca de los lavabos. Siempre había alguien entrando y saliendo para echar una meada. Esperé. 10 minutos. 15 minutos. ¡20 minutos! ¿Es que. NADIE tenía ganas de cagar, mear o hacerse una paja? Entonces vi una cara.

Di unos golpes en el cristal.

—¡Eh, compadre! ¡EH, COMPADRE!

No me oía, o pretendía que no me ola. Entró en un water. 5 minutos. Entonces apareció otra cara.

Grité fuerte.

—¡EH, COMPADRE! ¡EH, SOPLAPOLLAS!

Pareció oírme. Me miró desde detrás del cristal alambrado.

—¡ABRE LA PUERTA! ¿ES QUE NO ME VES? ¡ESTOY ENCERRADO, IDIOTA! ¡ABRE LA PUERTA!

Abrió la puerta. Entré. El tío estaba como en estado de trance.

Le di un apretón en el hombro.

—Gracias, chico.

Volví a los cajones de revistas.

Entonces pasó el súper. Se paró y me miró. Yo bajé mi ritmo.

—¿Cómo va, señor Chinaski?

Le gruñí, agité una revista en el aire como si estuviera perdiendo la razón, me dije algo a mí mismo y él siguió su camino.