Al día siguiente fuimos a recoger sus cosas a un motel. Había un tipejo moreno con una cicatriz en un lado de la nariz. Parecía peligroso.
—¿Te vas con él? —le preguntó a Mary Lou.
—Sí.
—Está bien. Suerte —encendió un cigarrillo.
—Gracias, Héctor.
¿Héctor? ¿Qué puñetera especie de nombre era ése?
—¿Quieres una cerveza? —me preguntó.
—Cómo no —dije yo.
Héctor estaba sentado en el borde de la cama. Fue a la cocina y sacó tres cervezas.
Era cerveza buena, importada de Alemania. Abrió la botella de Mary Lou, se la sirvió en un vaso. Entonces me preguntó:
—¿Quieres vaso?
No, gracias.
Me levanté y cogí una botella.
Nos sentamos a beber la cerveza en silencio.
Entonces me dijo:
—¿Eres lo bastante hombre para apartarla de mí?
—Coño, no sé. Es su elección. Si ella quiere quedarse contigo, se quedará. ¿Por qué no se lo preguntas?
—Mary Lou, ¿quieres quedarte conmigo?
—No —dijo ella—, me voy con él.
Me señaló. Me sentí importante. Me habían quitado tantas mujeres otros hombres, que por una vez sentaba bien que fuera todo lo contrario. Encendí un puro.
Entonces busqué con la mirada un cenicero. Había uno sobre la cómoda.
Me miré un momento en el espejo para ver lo resacoso que estaba y le vi venir hacia mí como un dardo hacia una diana. Yo todavía llevaba la botella de cerveza en la mano. Giré rápidamente y vino directo hacia ella. Le pegué en plena boca.
Toda su boca eran dientes rotos y sangre. Cayó sobre sus rodillas, llorando, tapándose la boca con las dos manos. Vi el estilete. Le di una patada alejándolo de él, lo recogí, lo miré. 9 pulgadas. Apreté el resorte y la cuchilla volvió a meterse dentro. Me lo guardé en el bolsillo.
Entonces, mientras Héctor lloraba, me acerqué y le di un puntapié en el culo. Cayó de bruces al suelo, todavía llorando. Cogí su cerveza y eché un trago.
Entonces me acerqué a Mary Lou y le di un bofetón. Ella gritó.
—¡Zorra! ¿Lo tenías todo preparado, no? ¿Ibas a dejar que este mico me matara por los miserables 400 o 500 dólares que llevo en el bolsillo?
—¡No, no! —dijo ella. Estaba llorando. Los dos estaban llorando.
La volví a abofetear.
—¿Así es como te lo luces, zorra? ¿Matando hombres por unos cuantos billetes?
—¡No, no, YO TE QUIERO, Hank, YO TE QUIERO!
Agarré su vestido azul por el cuello y lo rasgué hasta su cintura. No llevaba sostén.
La perra no lo necesitaba.
Salí de allí, llegué a la calle y conduje hasta el hipódromo. Durante dos o tres semanas miraba continuamente por detrás de mi hombro. Tenía los nervios de punta. Nada ocurrió. Nunca más volvía ver a Mary Lou en el hipódromo. Ni a Héctor.