Conocía un sitio. Estaba construido de tal forma que se asomaba sobre el mar. Era un edificio viejo, pero con un toque de distinción. Conseguimos una habitación en el primer piso. Podías oír el océano moviéndose allá abajo, podías oír las olas, podías oler el mar, podías sentir la marea subiendo y bajando.
Me tomé mi tiempo con ella mientras hablábamos y bebíamos. Luego me acerqué al sofá y me senté a su lado. Empezamos un poco, riéndonos, charlando y escuchando el océano. Me desnudé pero hice que ella se quedara vestida. Entonces la llevé a la cama y arrastrándome por encima suyo le quité la ropa y me fui para dentro. Era difícil metérsela. Entonces se abrió.
Fue uno de los mejores. Oía el agua, oía la marea subiendo y bajando. Era como si me estuviese corriendo con el océano entero. Parecía durar y durar. Entonces me eché a un lado.
—¡Oh, Cristo! —dije—. ¡Cristo!
No sé por qué Cristo aparece siempre en estos casos.