Todas las noches era más o menos lo mismo. Conducía a lo largo de la costa buscando un sitio para cenar. Quería sitios caros que no estuviesen muy concurridos. Llegué a desarrollar un olfato infalible para encontrar lugares así. Los distinguía sólo con mirarlos desde fuera. No siempre podías conseguir una mesa que diera directamente al mar a no ser que estuvieras dispuesto a esperar. Pero de cualquier forma, siempre veías el océano allí fuera, y la luna, y te permitías la debilidad de sentirte romántico. Te permitías el lujo de disfrutar de la vida. Siempre pedía una pequeña ensalada y un gran filete. Las camareras sonreían de una manera deliciosa y se ponían muy cerca de ti. Cuánto distaba del zarrapastroso, que hacía años había trabajado en un matadero, que había cruzado el país con una pandilla de tipos de la peor ralea contratados por el ferrocarril, que había trabajado en una fábrica de galletas para perros, que había dormido en bancos de parques, que había trabajo en oficios de perra gorda en docenas de ciudades a lo largo de toda la nación…