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Las carreras se habían desplazado a la costa, a unos 150 kilómetros. Sin dejar de pagar el alquiler de mi apartamento en la ciudad, me subí al coche y me fui para allá. Una o dos veces a la semana volvía al apartamento, recogía el correo, a lo mejor dormía allí y luego regresaba a la costa.

Era una buena vida, y no paraba de ganar. Cada noche, después de la última carrera, me tomaba una o dos copas en el bar, dándole buenas propinas al camarero. Parecía una nueva vida. No podía equivocarme.

Una noche ni siquiera me molesté por ver la última carrera. Me fui al bar.

Mi apuesta habitual eran 50 dólares. Después de apostar 50 a ganador durante un tiempo, es igual que si apostaras 5 o 10.

—Escocés con agua —le dije al barman—. Creo que ésta se la voy a oír al locutor.

—¿A quién lleva?

—A Blue Stocking —le dije—. 50 a ganador.

—Lleva demasiado peso.

—¿Estás de broma? Un buen caballo puede llevar 61 kilos en un premio de seis mil dólares. Eso indica, de acuerdo con las condiciones, que el caballo ha hecho algo que ningún otro de la carrera ha hecho.

Por supuesto, ésa no era la razón por la que había apostado a Blue Stocking.

Siempre me gustaba desorientar. No quería compartir con nadie los beneficios.

En esos días no tenían circuito cerrado de televisión. Sólo escuchabas por el altavoz. Llevaba ganados 380 dólares. Si perdía en la última carrera me quedaba con unos beneficios de 330 dólares. Un buen día de trabajo.

Escuchamos. El locutor nombró todos los caballos de la carrera menos Blue Stocking.

Mi caballo se ha debido quedar, pensé.

Llegaron a la recta final, cogiendo la cuerda. Aquel hipódromo era famoso por su corta recta final.

Entonces, justo antes de que acabara la carrera, el locutor gritó:

—¡Y AQUÍ LLEGA BLUE STOCKING POR EL EXTERIOR! ¡BLUE STOCKING VA A COGER LA CABEZA! ¡ES… BLUE STOCKING!

—Disculpa —le dije al camarero—, en seguida vuelvo. Ponme un whisky doble con agua.

—¡Sí, señor! —dijo él.

Salí a mirar el totalizador que habla junto al paddock. Blue Stocking estaba a 9/2.

Bueno, no era 8, o 10 a uno, pero yo jugaba al ganador, no al precio. Cogí los 250 pavos de beneficio más el cambio. Volví al bar.

—¿Cuál le gusta para mañana, señor? —me preguntó el camarero.

—Mañana será otro día —le dije.

Acabé mi bebida, le di un dólar de propina y me marché.