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Entonces desarrollé un nuevo sistema en el hipódromo. Saqué 3000 dólares en mes y medio, y sólo iba a las carreras dos o tres veces por semana. Empecé a soñar. Vi una casita junto al mar. Me vi vestido con ropas lujosas, tranquilo, levantándome por las mañanas, subiendo a mi coche importado, conduciendo con calma todo el camino hasta el hipódromo. Vi cenas relajadas, precedidas y seguidas por buenas bebidas heladas en vasos de colores. Las grandes propinas. El puro. Y mujeres como tú las deseabas. Es fácil caer en este tipo de pensamientos cuando los hombres te entregaban buenos fajos de billetes por las ventanillas de pagos.

Cuando en una carrera de 1200 metros, corrida en minuto y 9 segundos, te sacabas la paga de un mes.

Así que allí estaba yo, en la oficina del superintendente. Allí estaba él, detrás de su escritorio. Yo llevaba un puro en la boca y whisky en el aliento. Me sentía adinerado. Tenía aspecto de adinerado.

—Señor Winters —dije—, la Oficina de Correos me ha tratado bien, pero tengo intereses externos de negocios de los que simplemente me he de ocupar. Si no me puede dar una excedencia, me veo obligado a renunciar.

—¿No le di ya un permiso de excedencia anteriormente, Chinaski?

—No, señor Winters, usted denegó mi solicitud de excedencia. Esta vez no hay vuelta de hoja. Si no me la da, me veré obligado a despedirme.

—Está bien, rellene el impreso. Pero sólo le puedo dar 90 días de excedencia.

—Me quedo con ellos —dije, exhalando una bocanada de humo azul de mi costoso puro.