20

Me la llevé a casa, me metí en la cama, abrí una cerveza y empecé.

Empezaba bien. Hablaba sobre las penurias que había pasado Janko viviendo en míseras habitaciones, muriéndose de hambre mientras trataba de conseguir un trabajo. Tenía problemas con las agencias de empleo. Y había un tío al que conocía en un bar, parecía un tío muy instruido, que no hacía más que pedirle dinero prestado que nunca le devolvía.

Era escritura honesta.

Quizás he menospreciado a este hombre, pensé.

Tenía esperanzas por él mientras leía. Pero entonces la novela se derrumbó. Por alguna razón, en el momento en que empezaba a escribir sobre la Oficina de Correos, la cosa perdía realidad.

La novela iba cada vez a peor. Acababa con él asistiendo a la ópera. Llegaba el descanso. Dejaba su asiento para alejarse de la estúpida y tosca muchedumbre.

Bueno, en eso me tenía de su parte. Entonces, rodeando una columna, ocurría.

Ocurría muy rápidamente. Se topaba de bruces con esta culta, exquisita, hermosura. Casi la tiraba al suelo.

El diálogo seguía de este modo:

—¡Oh, lo siento muchísimo!

—No pasa nada…

—Yo no quería… ya sabe… le pido perdón…

—¡Oh, no pasa nada, se lo aseguro!

—Pero me refiero a que, no la he visto… yo no pretendía…

—Está bien. No pasa nada…

El diálogo del encontronazo se extendía durante página y media.

El pobrecillo estaba verdaderamente chiflado.

La cosa se resumía de esta manera: aunque ella iba paseando sola entre las columnas, bueno, la verdad es que estaba casada con un doctor, pero el doctor no entendía de ópera, y por eso, no le importaban tres pepinos cosas como el Bolero de Ravel, ni tan siquiera El sombrero de tres picos de Falla. Yo ahí estaba de parte del doctor:

Del encontronazo de estas dos almas sensibles, algo se formaba. Se veían en los conciertos y después echaban uno rápido (esto era sugerido más que relatado, ya que ambos eran demasiado delicados para joder simplemente).

Bueno, se acababa. La pobre hermosa criatura amaba a su marido y amaba al héroe (Janko). No sabía qué hacer, así que, por supuesto, se suicidaba. Dejaba a los dos, el doctor y Janko, meditando solos en sus cuartos de baño.

Le dije al chico:

—Empieza bien, pero tienes que quitar ese diálogo del encontronazoal-doblar-la-columna. Es muy malo…

—¡NO! —dijo él—. ¡NO QUITO NI UNA PALABRA!

Siguieron los meses y la novela volvía cada dos por tres a la conversación.

—¡CRISTO! —decía él—. ¡NO PUEDO IRME A NUEVA YORK A LAMER EL CULO A LOS EDITORES!

—Mira, chico, ¿por qué no dejas este trabajo? Enciérrate en una habitación a escribir. Haz tu vida.

—UN TÍO COMO TU PUEDE HACERLO —decía—, PORQUE TIENES PINTA DE MUERTO DE HAMBRE. LA GENTE TE CONTRATARA PORQUE PENSARAN QUE NO PUEDES CONSEGUIR OTRO TRABAJO Y QUE NO TE IRAS. PERO A MI NO ME CONTRATAN PORQUE ME MIRAN Y VEN LO INTELIGENTE QUE SOY Y PIENSAN, BUENO, UN HOMBRE INTELIGENTE COMO ESTE NO SE QUEDARA MUCHO TIEMPO CON NOSOTROS, ASÍ QUE NO TIENE SENTIDO QUE LO CONTRATEMOS.

—Sigo diciendo lo mismo, enciérrate en una habitación y escribe.

—¡PERO NECESITO COMER!

—Menos mal que otros no pensaron lo mismo. Menos mal que Van Gogh no pensaba así.

—¡A VAN GOGH LE COMPRABA LAS PINTURAS SU HERMANO! —me dijo.