Poco después de eso me hice regular y eso me supuso un horario de 8 horas por noche, que era bastante diferente a 12, y además vacaciones con paga. De las 150 o 200 que habíamos entrado, sólo quedábamos dos.
Entonces conocí en la estafeta a David Janko. Era un joven blanco de veintipocos años. Cometí el error de mencionarle algo sobre música clásica. Yo solía refugiarme en la música clásica porque era la única casa que podía escuchar mientras bebía cerveza en la cama por la mañana temprano. Si la escuchas mañana tras mañana te haces capaz de recordar cosas. Y cuando Joyce se divorció de mí, yo me había guardado por error dos volúmenes de Las vidas de los compositores clásicos y modernos en una de mis maletas. La mayoría de las vidas de estos hombres habían sido tan tortuosas y sufridas que yo disfrutaba leyendo sobre ellas, pensando, bueno, yo también estoy en el infierno y ni siquiera puedo escribir música.
Pero tuve que abrir la boca. Janko y otro tío estaban discutiendo y yo acabé con la discusión diciéndoles la fecha de nacimiento de Beethoven, cuándo había compuesto la Tercera Sinfonía y una idea generalizada (en tanto que confusa) sobre lo que los críticos opinaban de esta sinfonía.
Era demasiado para Janko. Inmediatamente me tomó equivocadamente por una persona instruida. Se sentaba en el taburete de al lado y empezaba a quejarse y a gimotear, noche tras noche, a cuál más larga, sobre la miseria que carcomía profundamente su atormentada alma. Tenía una voz terriblemente chillona y quería que todo el mundo le oyese. Yo distribuía las cartas y escuchaba, escuchaba, escuchaba, pensando: ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo conseguir que este hijo de puta chiflado se calle?
Me iba todas las noches a casa mareado y enfermo. Me estaba matando con el sonido de su voz.