Vi echó un vistazo a su alrededor.
—¿Qué hace un tío como tú viviendo en un sitio como éste?
—Eso es lo que todas las chicas me preguntan.
—Es lo que se dice una ratonera.
—Me hace seguir siendo modesto.
—Vamos a mi casa.
—De acuerdo.
Subimos en mi coche y me dijo dónde vivía. Paramos a comprar un par de grandes filetes, vegetales, artículos para ensalada, patatas, pan, más bebida.
En la entrada de su edificio de apartamentos había un cartel: ESTÁ PROHIBIDO HACER RUIDO O PROVOCAR ALTERCADOS DE CUALQUIER CLASE. LOS TELEVISORES HAN DE ESTAR APAGADOS A LAS 10 DE LA NOCHE. AQUÍ VIVE GENTE QUE TRABAJA.
Era un cartel grande escrito con pintura roja.
—Me gusta el pasaje que trata de los televisores —dije yo.
Cogimos el ascensor. Tenía un apartamento bonito. Entré las bolsas en la cocina, encontré dos vasos y serví dos whiskys.
—Ve sacando las cosas. Ahora vuelvo.
Saqué las cosas, las puse en el fregadero. Me tomé otra copa. Vi volvió. Iba toda vestida. Pendientes, zapatos de tacón, falda corta. Tenía buena pinta. Algo fea de cara, pero con un buen culo, muslos y tetas. Ideal para un polvo salvaje.
—Hola —dije yo—, soy un amigo de Vi. Dijo que volvería ahora. ¿Quieres una copa?
Ella se rio, entonces agarré aquel cuerpazo y la besé. Sus labios estaban fríos como diamantes, pero sabían bien.
—¡Estoy hambrienta —dijo—, déjame cocinar!
—Yo también estoy hambriento. ¡Te comeré a ti!
Ella se rio. Le di un beso corto, agarrándola del culo, luego me fui al salón con mi copa, me senté, estiré las piernas y suspiré.
Podría quedarme aquí, pensé, ganaría dinero en el hipódromo mientras ella me cuidaba, ayudándome a pasar los malos momentos, dándome masajes con aceite en el cuerpo, cocinándome, hablándome, acostándose conmigo. Por supuesto, siempre habría alguna pelea que otra. Así es la naturaleza de la mujer: les gusta el intercambio de trapos sucios, una pizca de chillidos, una pizca de drama. Luego un intercambio de juramentos. Yo no era muy bueno en el intercambio de juramentos.
Estaba ya algo colocado con el whisky. En mi mente, ya me había mudado allí.
Vi tenía todo en marcha. Salió con su copa y se sentó en mí regazo, me besó, metiéndome la lengua en la boca. Mi polla se puso como una roca frente a su firme trasero. Agarré un puñado de nalga. Apreté.
—Quiero enseñarte algo —dijo ella.
—Ya lo sé, pero vamos a esperar a después de cenar.
—¡Oh, no me refiero a eso!
Me incliné hacia ella y le di una ración de lengua.
Vi se apartó levantándose.
—No, quiero enseñarte una foto de mi hija. Está en Detroit con mi madre, pero va a venir dentro de nada para ingresar en el colegio.
—¿Cuántos años tiene?
—6.
—¿Y el padre?
—Me divorcié de Roy. El hijo de puta no era bueno. Todo lo que hacia era beber y jugar a los caballos.
—¿Ah, sí?
Salió con la foto y me la puso en la mano. Eché una mirada. El fondo era muy oscuro, todo se veía negro.
—¡Oye, Vi, es realmente negra! ¿Por Dios, no tienes el suficiente sentido como para tomarle la foto con un fondo más claro?
—Es de su padre. Los genes negros dominan.
—Ya, ya lo veo.
—La foto la hizo mi madre.
—Estoy seguro de que tu hija es un encanto.
—Si, verdaderamente es un encanto.
Vi volvió a dejar la foto y entró en la cocina.
¡La eterna foto! Las mujeres con sus fotos. Era lo mismo una y otra y otra vez. Vi se asomó por la puerta de la cocina.
—¡No bebas mucho! ¡Ya sabes lo que tenemos que hacer!
—No te preocupes, nena, tendré algo para ti. Mientras tanto, ¡tráeme una copa! He tenido un día duro. Mitad de escocés y mitad de agua.
—Sírvetela tú mismo, fanfarrón.
Di la vuelta a mi sillón y encendí la televisión.
—Si quieres otro buen día en el hipódromo, macuca, mejor que le traigas al señor Fanfarrón una copa. ¡Y ahora mismo!
Vi había acabado finalmente apostando a mi caballo en la última carrera. Era un bicho a 5 a 1 que no había hecho una carrera decente en 2 años. Yo aposté simplemente porque estaba a 5 a 1 cuando debería haber estado a 20. El caballo había ganado fácilmente por seis cuerpos. El cabrón era un fijo de cabeza a rabo, lo habían estado sujetando en las carreras anteriores.
Levanté la mirada y allí había una mano con una copa extendiéndose por encima de mi hombro.
—Gracias, nena.
—Sí, Bwana —se rio ella.