9

En navidades estaba de vuelta con Betty. Guisó un pavo y bebimos. A Betty siempre le habían gustado los grandes árboles de Navidad. Éste debía tener más de dos metros de alto y uno de ancho, cubierto con luces, bolas, campanillas y pijaditas por el estilo. Bebimos un par de botellas de whisky, hicimos el amor, nos comimos el pavo y bebimos algo más. Faltaba un clavo del soporte y éste no podía sostener el árbol. Yo estaba continuamente poniéndolo derecho. Betty, tumbada en la cama, pasaba de todo. Yo estaba bebiendo en el suelo con mis calzones puestos.

Entonces me tumbé. Cerré los ojos. Algo me despertó. Abrí los ojos. Justo a tiempo de ver el enorme árbol cubierto de luces encendidas caer lentamente hacia mí, la estrella de la punta bajando como una daga. No sabía bien qué pasaba. Parecía el fin del mundo. No pude moverme. Las ramas del árbol me envolvieron. Estaba bajo él. Las bombillitas ardían.

—¡OH, OH, DIOS MIO, PIEDAD! ¡SEÑOR AYUDAME! ¡CRISTO! ¡CRISTO! ¡SOCORRO!

Las bombillas me estaban quemando. Me eché hacia la izquierda, no pude salir, luego me eché a la derecha.

—¡ARGH!

Finalmente conseguí salir arrastrándome. Betty estaba arriba, de pie.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ocurre?

—¿ES QUE NO LO VES? ¡ESTE CONDENADO ÁRBOL HA INTENTADO ASESINARME!

—¿Qué?

—¡SI, MIRAME!

Tenía manchas rojas por todo mi cuerpo.

—¡Oh, pobrecito, mi niño!

Me levanté y quité el enchufe. Las luces se apagaron. La cosa estaba muerta.

—¡Oh, mi pobre árbol!

—¿Tu pobre árbol?

—¡Sí, era tan bonito!

—Lo levantaré por la mañana. Ahora no me fío de él. Le voy a dar el resto de la noche libre.

A Betty no le gustó aquello. Me vi venir una discusión, así que levanté la cosa, la apoyé contra una silla y apagué las luces. Si aquella cosa le hubiese quemado las tetas o el culo, la habría tirado por la ventana. Me pareció que yo estaba siendo demasiado amable.

Varios días después de Navidad me pasé a ver a Betty. Estaba sentada en su habitación, borracha, a las 8:45 de la mañana. No tenía muy buen aspecto, pero tampoco yo lo tenía. Parecía como si cada cliente del hotel le hubiera regalado una botella. Había vino, vodka, whisky, escocés, coñac barato. Las botellas llenaban su habitación.

—¡Malditos imbéciles! ¿No saben hacer otra cosa mejor? ¡Si te bebes todo esto te matará!

Betty tan sólo me miró. Lo vi todo en esa mirada.

Tenía dos hijos que nunca venían a verla, nunca la escribían. Era una fregona en un hotel barato. Cuando yo la conocí por primera vez llevaba vestidos caros, sus finos tobillos se ajustaban a lujosos zapatos. Era prieta de carnes, casi hermosa, con unos ojos salvajes. Se reía. Había tenido un marido rico, ella había pedido el divorcio y él habla muerto en un accidente de coche, borracho, ardiendo hasta carbonizarse en Connecticut.

—Nunca conseguirás domeñarla —me dijeron.

Allí estaba ahora. Había tenido cierta ayuda.

—Escucha —le dije—, voy a llevarme todo este alcohol, Entiéndeme, te daré una botella de ves en cuando. No me lo beberé.

—Deja las botellas —dijo Betty. No me miró. Su habitación estaba en el último piso y ella estaba sentada en un sillón junto a la ventana mirando el tráfico mañanero.

Me acerqué a ella.

—Mira, estoy molido. Tengo que irme. ¡Pero por el amor de Dios, ten cuidado con toda esa bebida!

—Claro —dijo ella.

Me incliné y le di un beso de despedida.

Alrededor de una semana y media más tarde volví de nuevo. Nadie respondió a mi llamada.

—¡Betty! ¡Betty! ¿Estás bien?

Moví el pomo. La puerta estaba abierta. La cama estaba revuelta. Había una gran mancha de sangre en la sábana.

—¡Oh, mierda! —dije. Miré a mi alrededor. Todas las botellas habían desaparecido.

Apareció en la puerta la dueña del hotel, una señora francesa de mediana edad.

—Está en el Hospital General del Condado. Estaba muy enferma. Llamé anoche a una ambulancia.

—¿Se bebió todo lo que tenía?

—Tuvo alguna ayuda.

Bajé corriendo las escaleras y monté en el coche. Llegué allí. Conocía bien el sitio.

Me dijeron el número de la habitación.

Había 3 o 4 camas en una habitación pequeña. Una mujer estaba sentada en la suya en mitad de camino, masticando una manzana y riéndose con dos visitantes femeninas. Aparté la cortina que cubría la cama de Betty, me senté en el borde y me incliné sobre ella.

—¡Betty! ¡Betty!

Toqué su brazo.

—¡Betty!

Sus ojos se abrieron. Eran otra vez hermosos. De un sosegado azul brillante.

—Sabía que tenías que ser tú —dijo.

Entonces cerró los ojos. Sus labios estaban cuarteados. Una baba amarilla se habla secado en la comisura izquierda de su boca. Cogí un pañuelo y se lo limpié. Lavé su cara, cuello y manos. Mojé otro pañuelo y escurrí un poco de agua en su lengua.

Luego un poco más. Humedecí sus labios. Le arreglé el pelo. Oía a aquellas mujeres riéndose a través de la cortina que nos separaba.

—Betty, Betty, Betty. Por favor, quiero que bebas un poco de agua, sólo un sorbo de agua, no demasiado, sólo un sorbo.

Ella no respondió. Lo intenté durante diez minutos. Nada.

Le cayó más baba por la boca. Se la limpié.

Entonces me levanté y dejé caer de nuevo la cortina. Miré a las mujeres.

Salí y hablé con la enfermera que estaba sentada en el escritorio.

—¿Oiga, por qué no hacen nada por la mujer de la 45-c? Betty Williams.

—Estamos haciendo todo lo que podemos, señor.

—Pero allí no hay nadie.

—Hacemos nuestras rondas regulares.

—¿Pero dónde están los doctores? No veo ningún doctor.

—El doctor ya la ha visto, señor.

—¿Por qué la dejan ahí, simplemente tumbada?

—Hemos hecho todo lo posible, señor.

—¡SEÑOR! ¡SEÑOR! ¡SEÑOR! ¡OLVÍDESE DE TODA ESA MIERDA DE «SEÑOR»! ¿EH?

Apuesto a que si estuviera ahí el presidente, o el gobernador, o el alcalde, o algún rico hijo de puta, esa habitación estaría llena de doctores haciendo algo. ¿Por qué la dejan morir como si tal cosa? ¿Cuál es el pecado de ser pobre?

—Ya le he dicho, señor, que hemos hecho TODO lo que hemos podido.

—Volveré dentro de un par de horas.

—¿Es usted su marido?

—Fui algo parecido.

—¿Me puede dar su nombre y número de teléfono?

Se lo di y luego me marché.