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Telefoneé a Joyce.

—¿Cómo marcha la cosa con Alfiler Púrpura?

—No puedo entenderlo —dijo ella.

—¿Qué hizo cuando le dijiste que te habías divorciado?

—Estábamos sentados el uno frente al otro en la cafetería de empleados cuando se lo dije.

—¿Qué ocurrió?

—Dejó caer su tenedor. Se quedó con la boca abierta. Dijo: «¿Qué?».

—Entonces supo que ibas en serio.

—No puedo entenderlo. Me ha estado evitando desde entonces. Cuando lo veo en el hall sale corriendo. Ya no se sienta conmigo para comer. Parece… bueno, casi… frío.

Nena, hay otros hombres: Olvídate de ese tipo. Iza tus velas para una nueva aventura.

—Es difícil olvidarle. Quiero decir, su forma de ser. ¿Sabe que tienes dinero?

—No, nunca se lo he dicho, no lo sabe.

—Bueno, si lo quieres…

—¡No, no! ¡No lo quiero de esa forma!

—D acuerdo entonces. Adiós, Joyce.

—Adiós, Hank.

No mucho tiempo después, recibí una carta suya. Estaba de vuelta en Texas. La abuela estaba muy enferma, no se esperaba que viviese mucho. La gente preguntaba por mí. Bla, bla, bla. Besos, Joyce.

Dejé la carta y pude imaginar al mosquito preguntándose cómo había podido yo dejarme perder todo aquello. El pequeño mamarracho con sus espasmos, pensando en mi como en un listo hijo de puta. Era duro dejarle allí sólo a merced de los coyotes de aquella forma.