No exigí nada del divorcio, no fui a los tribunales. Joyce me dio el coche. Ella no conducía. Todo lo que había perdido eran 3 o 4 millones. Pero todavía tenía la Oficina de Correos.
Me encontré con Betty por la calle.
—Te he visto con esa perra hace algún tiempo. No es tu tipo de mujer.
—Ninguna lo es.
Le dije que era asunto acabado. Nos fuimos a tomar una cerveza. Betty había envejecido deprisa. Estaba más gorda. Las líneas habían cedido. Le caía carne bajo el mentón. Era triste. Pero yo también había envejecido.
Betty había perdido su trabajo. El perro se había escapado y lo hablan matado.
Haba conseguido un trabajo de camarera que después perdió cuando derribaron el café para erigir un edificio de oficinas. Ahora vivía en una pequeña habitación de un hotel de perdedores. Ella cambiaba las sábanas y limpiaba loo baños. Le pegaba al vino. Sugirió que podíamos volver a juntarnos. Yo sugerí que podíamos esperar un tiempo. Acababa de salir de un mal rollo.
Ella se fue a poner su mejor vestido, con zapatos de tacón alto, tratando de quedar resultona. Pero había algo en ella terriblemente triste.
Conseguimos una botella de whisky y algo de cerveza, fuimos a mi casa, en el cuarto piso de un viejo edificio de apartamentos. Cogí el teléfono y llamé diciendo que estaba enfermo. Me senté frente a Betty. Ella cruzó las piernas, balanceó sus tacones, se rio un poco. Era como en los viejos tiempos. Casi. Algo se había perdido.
Por aquella época, cuando llamabas diciendo que estabas enfermo, la Oficina de Correos mandaba una enfermera a examinarte, para asegurarse que no andabas por ahí de juerga en algún club nocturno o en un garito de póquer. Mi casa estaba cerca de la Oficina Central, así que les resultaba fácil venir a echarme un ojo. Betty y yo llevábamos allí unas dos horas cuando sonó un golpe en la puerta.
—¿Qué es eso?
—Tranquila —susurré—. ¡Cállate! ¡Quítate esos zapatos de tacón, entra en la cocina y no hagas ningún ruido!
—¡AGUARDE UN MINUTO! —respondí a la puerta.
Encendí un cigarrillo para disimular mi aliento, luego me acerqué a la puerta y la entreabrí ligeramente. Era la enfermera. La misma de siempre. Me conocía.
—¿Ahora qué le pasa? —me preguntó.
Solté una voluta de humo.
—Tengo mal el estómago.
—¿Seguro?
—Es mi estómago, lo conozco bien.
—¿Puede firmarme este papel para demostrar que yo he venido aquí y que usted estaba en casa?
—Claro.
Desdobló un impreso y me lo dio. Lo firmé. Lo volvió a doblar.
—¿Irá mañana al trabajo?
—No lo puedo saber. Si estoy bien, iré. Si no, me quedaré aquí.
Me echó una fea mirada y se marchó. Yo sabía que había olido el whisky en mi aliento. ¿Era prueba suficiente? Probablemente no, demasiados tecnicismos, o quizás se estuviera riendo mientras montaba en el coche con su bolsito negro.
—Está bien —dije—, ponte los zapatos y sal.
—¿Quién era?
—Una enfermera de la Oficina de Correos.
—¿Se ha ido?
—Si.
—¿Hacen esto siempre?
—Hasta ahora nunca han fallado. ¡Vamos a tomar un buen trago para celebrarlo!
Entré en la cocina y serví dos de los buenos. Salí y le di a Betty el suyo.
—¡Salud! —dije.
Alzamos nuestras copas y brindamos.
Entonces sonó el reloj despertador, y era un sonido realmente fuerte.
Di un salto como si me hubieran pegado un tiro en la espalda. Betty brincó casi medio metro en el aire. Corrí hacia el reloj y quité la alarma.
—¡Jesús —dijo ella—, casi me cago encima!
Los dos empezamos a reírnos. Luego nos sentamos. Probamos nuestras copas.
—Yo tuve un novio que trabajaba para el condado —dijo ella—. Solían enviar un inspector, un tipo, pero no siempre, puede que una vez de cada 5. Así que una noche estaba yo bebiendo con Harry, así se llamaba, cuando alguien llamó a la puerta. Harry estaba sentado en el sofá completamente vestido: «¡La hostia!», dijo, y se metió de un salto en la cama vestido y se tapó con la colcha. Yo metí las botellas y los vasos debajo de la cama y abrí la puerta. Entró aquel tipo y se sentó en el sofá. Harry llevaba incluso los zapatos y los calcetines, pero estaba tapado por la colcha. El tipo dijo: «¿Qué tal te encuentras, Harry?», y Harry dijo: «No muy bien. Ella ha venido a cuidarme», señalándome. Yo estaba allí sentada borracha perdida. «Bueno, espero que te mejores, Harry», dijo el tipo, y luego se fue. Estoy segura de que vio todas aquellas botellas y vasos debajo de la cama, y también estoy segura que sabía que los pies de Harry no eran así de grandes. Era una época muy agitada.
—Leches, no le dejan a uno vivir ¿no? Siempre quieren que estés dándole al manubrio.
—Ya lo creo.
Bebimos un poco más y luego nos fuimos a la cama, pero no fue lo mismo, nunca lo es. Habla un espacio entre nosotros, habían ocurrido cosas. La observé mientras se iba al baño, vi las arrugas y pliegues bajo sus nalgas. Pobre cosa. Pobre pobre cosa. Joyce había sido firme y dura, agarrabas un pedazo de su cuerpo y era cosa fina. Ahora ya no estaba tan bien. Era triste, era triste, era triste. Cuando Betty salió, no cantamos ni reímos, ni siquiera hablamos. Nos sentamos a beber en la oscuridad, fumando cigarrillos, y cuando nos fuimos a dormir, yo no puse los pies sobre el cuerpo o ella los suyos sobre el mío como solíamos hacer. Dormimos sin tocarnos.
Algo nos habían robado a los dos.