Ocurrió alrededor de una semana más tarde hacia las 7 de la mañana. Había conseguido otro día libre después de un trabajo intensivo, estaba pegado al culo de Joyce, a su ano, durmiendo, durmiendo profundamente, y entonces sonó el timbre y yo me levanté a abrir la puerta.
Era un hombrecito con corbata. Me puso varios papeles en la mano y se fue.
Era una demanda de divorcio. Allí se iban volando mis millones. Pero no estaba furioso, porque de cualquier manera nunca había esperado sus millones.
Desperté a Joyce.
—¿Qué?
—¿No podías haberme despertado a una hora más decente?
Le enseñé los papeles.
—Lo siento, Hank.
—Está bien. Lo único que tenías que haber hecho era decírmelo. Yo habría accedido.
Esta noche hemos hecho el amor un par de veces y nos hemos reído y lo hemos pasado bien. No lo entiendo. Tú sabías todo esto. Maldita sea si consigo entender a una mujer.
—Verás, lo hice después de que tuviéramos una pelea. Pensé que si esperaba a que se enfriase la cosa, jamás lo haría.
—De acuerdo, nena, admiro a las mujeres honestas. ¿Es Alfiler Púrpura?
—Es Alfiler Púrpura —dijo ella.
Me reí. Fue una risa un poco amarga, lo admito, pero me salió.
—Es fácil adivinar el resto. Pero vas a tener problemas con él. Te deseo suerte, nena. Sabes que hay mucho de ti que he amado, y no era sólo tu dinero.
Empezó a llorar sobre la almohada, boca abajo, estremeciéndose toda. Era tan sólo una chica pueblerina, perdida y confundida. Allí la tenía, temblando y llorando desconsoladamente, sin el menor cuento. Era terrible.
Las sábanas se habían caído y me fijé en su espalda. Sus omoplatos asomaban como si quisieran convertirse en alas, atravesando la piel. Pequeñas cuchillas. Estaba indefensa.
Me metí en la cama, acaricié su espalda, la acaricié, la calmé, entonces se derrumbó otra vez:
—¡Oh, Hank, te quiero, te quiero, estoy tan apenada, tan apenada, tan apenada!
Realmente estaba que se moría.
Después de un rato, empecé a sentir como si fuera yo el que me estaba divorciando de ella.
Entonces echamos uno bueno de despedida.
Se quedó con la casa, el perro, las moscas, los geranios.
Hasta me ayudó a empacar, doblando mis pantalones cuidadosamente en la maleta, colocando mis calzoncillos y mi navaja de afeitar. Cuando estuve listo para irme, empezó a llorar de nuevo. Le di un pequeño mordisco en la oreja, la derecha, y luego bajé las escaleras con mi equipaje. Subí en el coche y empecé a deambular por las calles buscando un anuncio de «Se Alquila».
Me parecía ya una cosa bastante corriente.