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Cada noche, al disponerme a partir, Joyce me colocaba la ropa sobre la cama. Todo era de lo mejor que podía comprarse con dinero. Y nunca llevaba el mismo par de pantalones la misma camisa, los mismos zapatos, dos noches seguidas. Había docenas de trajes diferentes. Yo me ponía lo que ella me sacaba. Igual que con mamá.

No he llegado muy lejos, pensaba, y entonces me vestía.