15

Estaba medio dormido en un sillón, esperando la comida.

Me levanté a por un vaso de agua y al entrar en la cocina vi a Picasso acercarse a Joyce y lamer su tobillo. Yo estaba descalzo y ella no podía oírme. Llevaba zapatos de tacón alto. Le miró y su cara reflejó un odio brutal y pueblerino. Le pegó una fuerte patada en un costado con la punta de su zapato. El pobre animal se puso a correr en círculos, aullando de forma lastimera. Se empezó a mear. Yo entré a por mi vaso de agua. Cogí el vaso y entonces, antes de que llegara a caer el agua dentro, lo arrojé contra el estante de vasos que había a la izquierda del fregadero.

El cristal voló por todas partes. Joyce apenas tuvo tiempo de cubrirse la cara. No me importó. Cogí el perro y salí de allí. Me senté en el sillón con él y lo acaricié. Él me miró y me lamió la muñeca. Su rabo se agitaba como un pez recién pescado.

Vi a Joyce de rodillas con una bolsa de papel, recogiendo cristales Entonces empezó a sollozar. Trataba de contenerse. Estaba de espaldas a mi, pero pude darme cuenta de los síntomas que la hacían temblar y saltar las lágrimas.

Dejé a Picasso y entré en la cocina.

—¡Nena, no, nena por favor!

La levanté cogiéndola desde atrás. Se caía sin fuerzas.

—Nena, lo siento… lo siento.

La sostuve contra mí, con mi mano sobre su vientre. La acaricié tiernamente, tratando de parar las convulsiones.

—Tranquila, nena, tranquila…

Se serenó un poco. Le aparté el pelo hacia atrás y la besé detrás de la oreja. Se notaba cálida. Ella apartó la cabeza. La besé de nuevo y ya no apartó la cabeza. La sentí respirar, luego dejó escapar un pequeño gemido. La levanté en brazos y ]a llevé a la otra habitación, me senté en un sillón con ella en mi regazo. No me miraba. Yo la besaba en el cuello y las orejas. Con un brazo alrededor de sus hombros y el otro en su cadera. Moví la mano arriba y abajo por su cadera al ritmo de su respiración, tratando de expulsar fuera la mala electricidad.

Finalmente, con la más débil de las sonrisas, me miró. Yo le di un golpecito en la barbilla.

—¡Perra chiflada! —dije.

Se rio y entonces nos besamos, con nuestras cabezas moviéndose hacia atrás y hacia delante. Empezó otra vez a sollozar.

Me aparté y dije:

—¡NO EMPIECES!

Nos besamos de nuevo. Entonces la levanté y la llevé al dormitorio, la dejé sobre la cama, me quité pantalones, calzoncillos y calcetines a toda prisa, le bajé las bragas hasta los pies, le quité un zapato y entonces, con un zapato quitado y otro no, la eché el mejor polvo que habíamos tenido en muchos meses. Hasta la última planta de geranios se cayó de los estantes. Cuando acabé, acaricié con suavidad su espalda, jugando con su larga cabellera, diciéndole cosas. Ella ronroneaba.

Finalmente, se levantó y se fue al baño.

No volvió. Fue a la cocina y empezó a lavar platos y a cantar.

Por los cojones de Cristo, Steve McQueen no podría haberlo hecho mejor.

Tenía dos Picassos en mis manos.