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Mientras tanto, Joyce seguía allí, y sus geranios, y un par de millones si conseguía aguantar lo suficiente. A Joyce, a las moscas y a los geranios. Trabajaba en el turno de noche, 12 horas, y ella me exprimía por las mañanas. Yo estaba dormido y me despertaba con esta mano dándome meneo. Entonces lo tenía que hacer. La pobre estaba loca.

Entonces llegué una mañana y ella me dijo:

—Hank, no te enfades.

Yo estaba demasiado cansado para enfadarme.

—¿Qué pasa, nena?

—He comprado un perro. Un cachorrito precioso.

—Bueno, .eso está bien. No hay nada malo en un perro. ¿Dónde está?

—Está en la cocina. Le he puesto de nombre Picasso.

Entré y miré al perro. No podía ver. El pelo le cubría los ojos. Lo observé mientras andaba. Luego lo cogí y le miré a los ojos. ¡Pobre Picasso!

—¿Nena, sabes lo que has ido a hacer?

—¿No te gusta?

—No he dicho que no me guste. Pero es un subnormal. Tiene un coeficiente de inteligencia de menos de 12. Has ido a comprar un perro idiota.

—¿Cómo lo puedes saber?

—Sólo con mirarle.

Entonces Picasso comenzó a mearse. Picasso estaba repleto de orines. Corrió en largos y amarillos riachuelos por el suelo de la cocina. Entonces acabó y se puso a mirarlo.

Lo agarré.

—Límpialo.

Así que Picasso era un problema más.

Me desperté después de una noche de 12 horas con Joyce bandoneándome bajo los geranios y pregunté:

—¿Dónde está Picasso?

—¡Oh a la mierda Picasso! —dijo ella.

Salí de la cama, desnudo, con esta cosa enorme delante mío.

—¡Oye, te lo has vuelto a dejar otra vez en el patio! ¡Te dije que no lo dejaras fuera en el patio durante el día!

Salí al patio, desnudo, demasiado cansado para vestirme. Y allí estaba el pobre Picasso, cubierto por 500 moscas, arrastrándose en círculos por su cuerpo. Me puse a correr con la cosa (ya bajando por entonces) insultando a las moscas. Estaban en sus ojos, bajo su pelo, en sus orejas, en sus genitales, dentro de su boca …en todas partes. Y lo único que hacía él era seguir allí sentado sonriéndome. Riéndose, mientras las moscas se lo comían vivo. Quizás era más sabio que ninguno de nosotros. Lo recogí y lo metí dentro de la casa.

El perrito río al ver cosa tan rara; y el plato corriendo se marchó con la cuchara.

—¡Maldita sea, Joyce! Te lo he dicho mil veces.

—Bueno, tú fuiste el que me lo hiciste sacar. ¡Tiene que salir para cagar!

—Sí, pero cuando acabe, éntralo. No tiene la suficiente inteligencia para volver a entrar solo. Y limpia la mierda que deje. Estás creando un paraíso para moscas ahí fuera.

Luego, tan pronto como me dormí, Joyce empezó de nuevo a darme caña. Ese par de millones estaban tardando mucho en llegar.