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Eramos un grupo de 150 a 200. Había unos aburridos papeles que rellenar. Luego nos pusimos firmes y miramos la bandera. El tío que nos hizo jurar era el mismo tío que me había hecho jurar la otra vez.

Después de tomarnos juramento, el tío nos dijo:

—Bueno, ahora han conseguido ustedes un buen trabajo. Mantengan la nariz limpia y tendrán seguridad para el resto de su vida.

¿Seguridad? Podías tener mucha seguridad en la cárcel. Tres paredes y ningún alquiler que pagar, nada de utilidades, ni impuestos, ni mantenimiento infantil.

Nada de licencias de circulación. Nada de multas de tráfico. Nada de sanciones por conducir en estado de ebriedad. Nada de pérdidas en el hipódromo. Atención médica gratis. Camaradería con gente con intereses similares. Iglesia. Funeral y enterramiento gratuitos.

Cerca de 12 años más tarde, de estos 150 o 200 sólo quedábamos 2. Igual que algunos hombres no pueden hacer el taxi, chulear o traficar droga, la mayoría de los hombres no pueden ser empleados de Correos. Y no les culpo. A medida que pasaban los años, los veía continuamente llegar en sus escuadrones de 150 o 200, y dos o tres, o cuatro como máximo eran los que resistían, justo los suficientes para reemplazar a aquéllos que se jubilaban.