6

En aquella casa de la colina rondaba la muerte. Lo supe el primer día que empujé la puerta de persiana para salir al patio trasero. Un sonido zumbante, hirviente, ululante, estridente, vino hacia mí: 10 000 moscas se alzaron a un tiempo en el aire. Todo el patio estaba lleno de moscas, había un árbol verde que usaban como nido. Lo adoraban.

Oh, Cristo, pensé, ¡y ni una araña en 8 kilómetros!

Al quedarme allí quieto, las 10 000 moscas empezaron a descender del cielo, posándose en la hierba, en la verja, en mi pelo, en mis brazos, en todas partes.

Una de las más audaces me picó.

Solté un taco, salí corriendo y compré el pulverizador matamoscas más grande que había visto en mi vida. Luché con ellas durante horas, con rabia, las moscas y yo, y horas más tarde, tosiendo y enfermo de respirar el matamoscas, miré a mi alrededor y habla tantas moscas como al principio. Parecía que por cada mosca que había matado habían nacido dos. Me di por vencido.

El dormitorio tenía una estantería encima de la cama. Habla macetas con geranios.

Cuando me acosté allí por primera vez con Joyce y comenzamos el trote, vi que los estantes comenzaban a temblar y agitarse.

Entonces ocurrió.

—¡Oh, oh! —dije.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Joyce—. ¡No pares! ¡No pares!

—Nena, me acaba de caer una maceta de geranios en el culo.

—¡No pares! ¡Sigue!

—¡Está bien! ¡Está bien!

Continué, iba todo bien cuando…

—¡Oh, mierda!

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

—Otra maceta de geranios, nena, me ha caído en la espalda, ha rodado hasta el culo y ha caído por tierra.

—¡A la mierda los geranios! ¡Sigue! ¡Sigue!

—Oh, está bien…

Durante todo el polvo siguieron cayéndome macetas encima. Era como tratar de joder durante un ataque aéreo. Finalmente lo conseguí.

Más tarde dije:

—Oye, nena, tenemos que hacer algo respecto a esos geranios.

—¡No, déjalos ahí!

—¿Por qué, nena, por qué?

—Ayudan.

—¿Que ayudan?

—Sí.

Soltó una risita. Los geranios siguieron allí arriba. La mayor parte del tiempo.