Entonces Joyce quiso volver a la ciudad. A pesar de todos los inconvenientes, aquel pequeño pueblo, con o sin cortes de pelo, le daba mil vueltas a la vida en la ciudad.
Era tranquilo. Teníamos nuestra propia casa. Joyce me alimentaba bien. Con mucha carne. Carne rica, buena y bien cocinada. Tengo que decir una cosa de aquella perra: sabía cocinar. Sabía cocinar mejor que cualquier mujer que hubiera conocido antes. La comida es buena para los nervios y el espíritu. El coraje viene del estómago, todo lo demás es desesperación.
Pero no, ella quería irse. La vieja estaba siempre dándole la lata y ya no podía más.
Por mi parte, prefería interpretar el papel de villano. Habla hecho morder el polvo a su primo, el matón del pueblo. No había ocurrido nunca. En el día del bluejean se suponía que todo el mundo en el pueblo debía llevar jeans o ser arrojado al lago.
Yo me puse mi único traje y corbata y lentamente, como Billy el Niño, con todas las miradas puestas en mi, anduve despacio a través del pueblo, mirando escaparates, parándome a comprar puros. Partí el pueblo en dos como una cerilla de madera.
Más tarde me encontré en la calle con el doctor del pueblo. Me cala bien. Estaba siempre colocado con drogas. Yo no era un hombre de drogas, pero en caso de que tuviera que esconderme de mí mismo por unos días, sabía que él me podría conseguir cualquier cosa que quisiera.
—Nos vamos —le dije.
—Deberían quedarse —dijo él—, es una buena vida. Hay mucha caza y pesca. El aire es bueno. No hay presiones. Son los dueños del pueblo.
—Lo sé, doc, pero es ella la que lleva los pantalones.